Si lo primero fue la luz, ¿cuándo se hizo o nació la oscuridad? Cuando Dios hizo el mundo –según el mito bíblico–, la luz fue lo primero, luego la palabra (o verbo), y después, todo se originó, según algunos físicos o astrofísicos, del caos (o Big Bang) hasta completarse el mundo, el universo, el Orden, antes de que naciera el hombre. Todo proviene –o nace– del Fiat lux, la locución latina que quiere decir: “Que se haga la luz o sea la luz”, que viene de la frase hebrea, del tercer versículo bíblico del Génesis, del Viejo Testamento, que reza: “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz”.

Si la luz es lo blanco, la oscuridad es lo negro, y así representan ambos el día y la noche. ¿Y la sombra, la penumbra y la tiniebla? ¿Qué lugar habitan?  ¿La sombra existe porque existe la luz o porque existe la oscuridad? ¿Es la penumbra hija de la luz o de la oscuridad? ¿Es la tiniebla el triunfo de la oscuridad sobre la luz? Lo opuesto a la oscuridad no es la luz sino la claridad. ¿Es la luz la ausencia de la oscuridad o la oscuridad la ausencia de la luz? Para los antiguos, para nuestros antepasados, la luna era la diosa de la noche y el sol, el dios del día. Ellos creían que en la oscuridad habitaban los demonios y los males, y en la luz, los dioses y el bien. Es así que la noche representa la muerte y el día, la vida: el día la verdad y la noche, la mentira. Sin embargo, para George Bataille: “La oscuridad no miente”. Así pues, la noche encarna la tristeza, y el día, la alegría; la noche representa la fealdad y el día, la belleza; aquella el mal, y este, el bien. Mientras la caída de la noche simboliza la muerte del sol poniente y el nacimiento de la luna; la llegada o ascenso del día, simboliza el fin de la noche pasada y el renacimiento del sol. Retorno cíclico; circularidad temporal de cada día; eterno retorno de lo mismo y distinto; movimiento de rotación del sistema solar y la galaxia: así se expresa y manifiestan el absoluto del movimiento y el relativismo del reposo. También, de eso modo, se presentan la continuidad y circulación de la vida y la muerte, la temporalidad y la duración: rotación y traslación de la tierra y del tiempo.

Mucho antes del invento de la energía eléctrica y antes de la aparición de las ciudades, el mundo era agrario, bucólico y campestre, por lo que los hombres –al pasar del salvajismo y la barbarie a la civilización, de las comunidades domésticas a las grandes urbes–, abandonaron la experiencia de contemplar y disfrutar del espectáculo mágico de mirar las estrellas y la luna. Asimismo, de experimentar y desafiar la oscuridad: de dominar el reino de las tinieblas. Los niños, que, al no saber la naturaleza y el origen de la oscuridad de la noche, veían en esta, fantasmas, monstruos y demonios: la morada del horror y de lo profano. Y los adultos, vieron el refugio de la sexualidad y el erotismo: el espacio de la procreación salvaje de la especie. La mayor parte de las leyendas medievales, de castillos embrujados, del mundo gótico, proviene de lo siniestro, de lo oscuro, del reino de la tiniebla y el horror –es decir: del terror y del espanto. Y de donde se nutrieron los escritores románticos, con sus cuentos y novelas de horror, cuyas tramas y argumentos, se anidaban en ambientes lúgubres, sórdidos y tenebrosos.

Al caer la tarde, y, por tanto, al morir el día y nacer la noche, y reinar la oscuridad, al pasar del calor del sol diurno al frío de la madrugada, el hombre reposaba y descansaba de las jornadas de trabajo, de la caza o de la guerra, y se entregaba al abrazo del dios Morfeo, a esa muerte literal de cada noche: el sueño.

Al caminar, en medio de la oscuridad, el hombre podía cerrar sus ojos, y avanzar guiado por la luz de la luna y el instinto de conservación. Al llegar la hora del crepúsculo y de la aurora, llega la hora del sueño, de dormir, igual que les llega a los animales y a las plantas. El hombre y los animales son ciegos en la oscuridad, excepto los búhos y las lechuzas, que duermen de día y vuelan de noche –como la lechuza de Minerva, que emprendía su vuelo al atardecer, según el mito helenístico.

Sin luz no hay color. Los pintores impresionistas y posimpresionistas tuvieron conciencia del color y visión del fenómeno de la luz frente a la oscuridad. ¿Qué existe primero, la luz o el color? Salta a la vista, que de noche no hay color porque no hay luz natural. Y si apagamos la luz eléctrica, en una habitación oscura, desaparece la luz natural y se apodera la oscuridad, por ende, se esfuman los colores: triunfa la oscuridad, que derrota a la claridad. Gracias a pintores-maestros del claroscuro como Caravaggio o Rembrandt –y los pintores barrocos–, podemos tener la experiencia visual de conocer los objetos y las cosas que nacen de la oscuridad y de la sombra. O a las “fiestas galantes” del maestro del rococó, Antoine Watteau, en cuyos cuadros de fiestas campestres nocturnas podemos conocer esos paisajes que emergen de los bosques.

Con la luminosidad de las ciudades, de la vida urbana, podemos pasar meses y años sin ver las estrellas, ni disfrutar la fiesta de la fugacidad de los meteoritos, durante las noches, en especial, durante la época de mayor oscuridad. El ritual infantil y ancestral, de contemplar, horas muertas, el cielo nocturno, para observar el pestañear de las estrellas, el movimiento de los astros y de los planetas, un eclipse lunar o un cometa, ya corresponde a un momento del pasado y de la memoria urbana. Era el tiempo donde reinaba la oscuridad, en que las noches eran un mundo de reposo y paz, propicias para oír el cantar de los grillos y de los gallos, el croar de las ranas y de los sapos; o la lluvia caer en épocas invernales, y no el ruido ensordecedor de las bocinas y los mufflers de los autos y las motocicletas, en nuestras calles y avenidas citadinas.   De esos dueños del silencio, los conductores, que se roban la tranquilidad y la paz interior de los durmientes, contaminando el aire de ruido, reventándonos el tímpano, con su escándalo demoniaco e infernal.

Los reflectores de las ciudades se han tragado la oscuridad: la luz se comió a la sombra. Las noches no son sombrías sino luminosas. Apenas vemos un resquicio en la penumbra, un intersticio de luz, un hilo de sombra. Contemplamos la muerte de las noches primigenias y primitivas, esas noches antiguas y salvajes, naturales y realmente oscuras, donde los hombres convivían con la oscuridad y la tiniebla, sin ningún miedo, ni terror ni horror. Asistimos, desde hace mucho tiempo, a la muerte de la oscuridad, asesinada por las luces de la modernidad, por la industrialización de las sociedades –y más en las ciudades y países donde los horarios de labores son de 24 horas, corridos y sin pausas.

Desde que se hizo la luz, o desde que Dios hizo la luz, en el Génesis, la hizo porque el universo era un espacio de tiniebla, un reino de oscuridad, de noche eterna. Por tanto, la oscuridad existió primero que la luz: es la madre de la luz. Su partera y su diosa. O su enemiga, pues la luz mató la oscuridad y la tiniebla. Es decir: no fue la luz quien parió la oscuridad sino esta a aquella. Como se ve, era más difícil la vida –o casi imposible para el hombre—si solo hubiese existido la oscuridad eterna, sin la luz del astro rey: el sol. Al nacer el alba, se extingue la oscuridad de cada rotación terrestre, y al nacer la luz de cada día, se borran, se apagan –o desaparecen– las estrellas y se apaga la luna. Como se sabe, cada día, la luz nace al amanecer y muere al atardecer, como la noche, que muere al despuntar el día con el alba y renace en cada crepúsculo.

Para la pintura de finales del siglo XIX, el amanecer tiene su representación en el cuadro Impresión: solo naciente (o Impresión: amanecer, según la traducción del francés), de Claude Monet, obra pictórica, de 1872, que da nacimiento, además, al impresionismo, y a la vez a la pintura moderna en Occidente.

La luz simboliza la vida y la oscuridad, la muerte. “Si el día es bello, la noche es sublime”, dijo Kant. De ahí que los románticos veían en la noche su inspiración y en la luna, su símbolo de creación poética, hasta el punto de que el poeta romántico alemán Novalis le escribió un Himno a la noche. Es decir, tenían la concepción de que la noche correspondía a una categoría estética superior a la belleza, a lo bello, o sea, lo sublime, cuya reivindicación y fundamentación recae en Schiller, en su obra Cartas sobre la educación estética del hombre. En la noche, donde tienen su morada los sueños, también se incuban las pesadillas y el insomnio. Asimismo, el sueño es la cura de la fatiga y el reposo de la mente y del cuerpo.

Nadie soportaría una noche eterna ni un día eterno, pues el cuerpo y la mente necesitan reposo y movimiento. Se dice que el peor castigo a un prisionero no consiste en privarlo de libertad en sí, sino en impedirle dormir, ya que nadie soporta una vigilia eterna ni una duermevela infinita.

Si existe la energía eléctrica es porque está inspirada en la luz de la naturaleza: la luz artificial copió la luz natural. Hay que imaginarse el impacto de la oscuridad en el primer hombre, después de nacer a la luz o de conocer la luz, pese a salir del vientre oscuro: de la oscuridad fetal a la claridad del mundo. Nacemos de la oscuridad, que es el vientre materno, a la luz del mundo: al vientre de la naturaleza. Al nacer, la criatura humana abre los ojos a la luz de la vida, después de romper el huevo (como en Demian la novela de Hesse), la matriz materna, y de lanzarse a la claridad, en una batalla contra la oscuridad. Así, conquista el tiempo y el espacio del mundo, y, de ese modo, inaugura su tiempo en la tierra.

 

Basilio Belliard en Acento.com.do