Yo lo vi.

Homero Pumarol también.

Era una “hermosa noche para jugar béisbol”, parafraseando al gran Jorgito Bournigal, sin el alcohol. Una noche de sábado enclavada en el medio de un noviembre inusual, hermosa, seca, calurosa. No había brisa y las banderas del center field no mostraban sus entusiasmos usuales.

El juego era Licey contra Escogido, si la memoria no me falla (repetiré esta frase cuando el alemán a mi lado lo requiera).

Los peloteros y el público realizaron el ritual nacional de rigor. Se cantó el himno. Se comentaron los calentamientos. Nosotros nos servimos par de tragos, y nos dedicamos a disfrutar de esta noche tarde de sábado aciago.

JR González, Pupo Brito, Silvestre Campusano. No recuerdo los nombres de los refuerzos de ese año.

Carajo, tampoco recuerdo el año.

El caso es que: ¡Playball!, que tiene un doble significado. Primero: a jugar pelota. Segundo: a beber.

Y el ron comenzó a correr.

Gilberto Reyes, el receptor de los Tigres del Licey, era dos personas, dos jugadores distintos a la vez. Defensivamente, llevaba su nombre con orgullo, al igual que el título de receptor. Reyes era una pared, literalmente. Con su estilo, recordaba a Mike Scioscia, de quien sin duda bebió en sus inicios como pelotero, y no era tan adornado como el de Tony Peña, con aquella forma de sentarse sobre su pierna, ni aquella manera de relacionarse con los lanzadores, siempre agresivo, siempre encima del bateador.

Reyes era más bien un papá oso. Un tipo eficiente hasta la saciedad, de esos que piensas que no importa lo descontrolado del lanzador, él estará ahí para coger la pelota, cubrir el home, siempre con esa visión de 180 grados que tienen los grandes detrás del plato, siempre con el rifle que ocultaba su brazo derecho dispuesto a sacar a los corredores atrevidos.

El tipo era un catcher seguro.

Cogía hasta los pitcheos más wild. Sacaba el 85% de los corredores. Era un receptor que hacía que cualquier pitcher se sintiera seguro de lo que estaba haciendo. Viéndolo en tv, recuerdo que hacía señas con seguridad y determinación, dispensando instrucciones a los jardineros, haciendo las cosas como las tenía que hacer.

Recuerdo que escuché a Nolan Ryan, el expreso, cuando estaba con los Astros de Houston, decir que su catcher favorito, incluso si no estaba en la alineación, era Alan Ashby, porque su comunicación con él era única, no perdían tiempo, y su estrategia conjunta era estar siempre encima del bateador. El Expreso siempre pedía a Ashby para lanzar.

Pues Gilberto Reyes era muy similar… solo que, siendo el titular de la posición, tenía esa comunicación con todos los lanzadores.

Era, en otras palabras, un buen catcher.

Pero había un problema.

Un solo problema.

Gilberto Reyes se transmutaba. Cambiaba, como el Dr. Jekyll y Mr. Hyde… pero  al revés: al pararse en el plato se le montaba un espíritu de mansedumbre, de mijijo. Esa mansedumbre se traducía en que él no manejaba el conteo, nunca, nunca-nunca, se le vio por encima del lanzador, no importa que fuera Silvano Quezada… es decir, que tuviera cien años beisbolísticos. Se le veía detrás. Se le veía por debajo. Se le veía a la defensiva. Esa actitud de muffler derivaba en que siempre fuera octavo o noveno bateador en la alineación.

Ese Mr. Hyde se llamaba La Malanga.

¡Y pobre Malanga que era!

Como bateador, La Malanga tenía poder… pero siempre de foul. De esos fouls pegados a la raya de tercera que le quitan el aliento a la fanaticada.

El liceysmo sabe de eso. De vivir sin aliento, hasta el out 27.

La Malanga alimentaba ese monstruo. Sus fouls eran salvajes. Pero al siguiente lanzamiento daba un batazo de alrededor de mil pies de altura para que lo capturara el pitcher… sin moverse de donde estaba. No había necesidad de que entrara nadie del cuadro. El pitcher, que no necesariamente es un buen fildeador, lo capturaba sin mayores problemas. ¿Qué hacer? Era La Malanga que estaba bateando.

Un domingo antes de eso, perdiamos un juego frente a los Azucareros del Este, hoy Toros. Dos hombres en base, un out. Del bate de La Malanga salió una raya poderosa, un cable que fue a parar… a las manos del segunda base, otra vez sin moverse. Sin hacer el menor esfuerzo, el tipo tiró a segunda e hizo la doble matanza más fácil del mundo, porque el corredor, al escuchar el thwack del bate, seguro pensó coño, nos fuimos de plano…

Así era La Malanga.

Así era la mala suerte, la suerte de mierda, de La Malanga. Coño que bateador tan negro era. Los fanáticos iban al baño, se servían tragos, leían el presupuesto nacional, le ponían atención a en qué estaba el juego ‘del campo’. Los amantes se besaban, los vendedores hacían su agosto… y todo era porque La Malanga iba al bate.

Porque La Malanga era un out de mama.

Un out seguro. Peor: si había gente en base era un doble play jurado. La Malanga tenía tanta mala suerte que si le tocaba gente en base y lo mandaban a dar un toque el decía que no porque seguro salía un volado.

Lo grande es que no lo podían sacar porque era un gigante defensivo.

¡Un gigante!

Pero nada… eso pasa. La historia del béisbol está llena de Gilberto Reyes y de Malangas al bate.

Cabeza Fernández, para nombrar uno.

Pero Cabeza tenía tantas bondades y su juego defensivo era tan espectacular, aparte de que corría y robaba bases, que pasaba… es decir, siendo un tercero o segundo bateador en la alineación, su trabajo era mover corredores, y eso lo hacía a la perfección.

La Malanga no. La Malanga era el hoyo negro dentro de la alineación del Licey.

En esas estábamos el viejo Homero y yo, bebiendo como cosacos, cuando los designios de los dioses del béisbol dictaminaron que el juego se vería 3 a 2, ventaja para los Leones del Escogido (si la memoria no me falla), en el episodio 11.

Había sido un buen juego. Así me lo indicaba mi cerebro. Pero Liceysta al fin, yo quiero ganar o que caiga un meteorito del tamaño de New York y los aplaste a todos los del equipo contrario mientras celebraban.

A nuestro alrededor, un corillo de Liceystas. En la fila de abajo, una señora embarazada con gorra y camisa del uniforme parcialmente abierta debido a su gravidez de siete meses, fanática mil por mil, discutía con todos nosotros las bondades de este juego, de la noche fresca, y de la Navidad que se avecinaba. Un señor a mi derecha, muy correcto él, me mantenía al tanto de los aconteceres del juego del campo. Un muchacho, de no más de 18 años, que no podía dejar de moverse, de esos fanáticos que han comenzado a ver béisbol hace dos años, y piensan que lo saben todo porque conocen todos los nombres de todo el que tiene un uniforme, prestaba atención a todas las conversaciones a la vez, dando la comida de boca más grande de la historia de la pelota invernal.

Litro de ron por los tobillos, Homero y yo nos sentimos sobrecogidos ante la noticia. La Malanga, que era el próximo al bate, con el empate en segunda, no saldría de la alineación. ¡Lo iban a dejar batear! Nuestro sentimiento encontró un eco, verbalizado en un psssaaaaaaaa-coño del señor correcto de mi derecha, un ander diablo de la señora, y un silencio pesado de parte del muchacho. El resto era pura expresión popular… el esposo de la embarazada, hasta ese momento en silencio estoico (otra de las características muy raras hoy día del Liceysmo), me dijo “dique lo vieron anoche en Villa Juana con dos bandida comprando un litro de romo en La Culpable… ya tu sabe”.

Bueno Lamarche, no jodimo, me dijo Homerito.

Me quedé en silencio.

Hay, en la gerencia y en el manejo de un equipo, malas decisiones. Decisiones desacertadas. Decisiones ignorantes. Decisiones estúpidas. Y luego están las decisiones al mejor estilo Tigres del Licey, que son todas las anteriores juntas, más dos pesos con 35 centavos.

Dejar a La Malanga en aquella situación (inning 11, perdiendo por una, siendo visitantes) era todo eso y más.

Pero palante.

Liceysta, hasta la tambora, no importa que quien maneje el equipo sea Fremio el Loco.

El anunciador, fuera por cansancio o por hastío (quizá las dos cosas), dijo con muy poco entusiasmo, “Gilbertoooo-Reyeeeeeeee”… y nadie aplaudió. El tipo se persignó. Rastrilló la arena con sus clavos, midió su distancia con la punta del bate, y se colocó en posición. El lanzador observó a su receptor. Que no. Que sí. Hizo el movimiento… y lanzó la pelota, una recta adentro. Una recta adentro que parecía moverse. La Malanga sacó el pie hacia su izquierda e hizo contacto.

¡Thwaaaaaaaaaaaaaaack!

El palo´e la gata.

El batazo que había salido de La Malanga, que le dio con toda su alma a la pelota, había resonado hasta en los baños del Quisqueya, tal era el silencio y el poco entusiasmo que causaba su presencia en el plato. El, sorprendido, se quedó como un bobote en el home. Supongo que pensó que la bola se iba. Fue una línea que fue encumbrándose y levantando el vuelo poco a poco. Parecía que pasaba una hora, cuando en realidad eran pocos segundos, dos de los cuales La Malanga había perdido presenciando, extrasiado, su batazo. Me parece que alguien le gritó que corriera. Porque pareció despertarse de un estupor… y entonces empezó el suplicio.

Digo suplicio porque es la palabra más apta para ver correr un elefante vestido de Liceysta de primera para segunda… al tipo le tomaba cerca de 15 segundos llegar a primera.

Calculen.

Para cuando venía a llegar a segunda base, ya estaba exhausto. Pero, lo admito, La Malanga corrió con el corazón. Se le veía trajinar. Empeñado en sobrellevar su peso, más su tamaño, más el romo que se había tomado la noche anterior (no nos engañemos), La Malanga corría hasta con gracia hacia la intermedia.

Estábamos extasiados.

Homero: coño yo lo sabía Lamarcheeeee…

¿Qué va a sabé tu mmg?

Nos chocábamos las palmas, les chocábamos las palmas a todos a nuestro alrededor. La algarabía no se hizo esperar. Licey Campeón. ¡Licey Campeón!, era nuestro grito de guerra.

Hasta que a La Malanga, al borde de pisar segunda, se le ocurrió la maravillosa idea de seguir hacia tercera.

Imaginemos lo siguiente: 20 mil personas en un estadio de béisbol. Mitad de los cuales son del Licey, para ser liceystamente conservador. Todos vitoreando la hazaña que nos brindaba el destino, al mismo tiempo… y que, conociendo a quien va corriendo, nos callamos, todos, de repente.

Pasamos del estado más histérico del gozo colectivo, al sobrecogimiento más absoluto.

Entre los gritos, pude oir:

Señor Correcto con Audífonos: pero coooño qué é lo que haceeeeeee…

Señora embarazada: ay yo me voy a poné mala.

Esposo de la señora embarazada: mujer, mujer…

Jovencito que cree haberlo visto todo: mira ese mmg coño.

Miré a Homero. En sus ojos había un estado de incredulidad mezclado con entrega. El me decía con su mirada: mierda tó.

Yo empecé a reirme histéricamente.

La Malanga intentaba extender un batazo. Intentaba robarse una base. En una jugada más que atrevida, con el coach de tercera gritando viva voz párateeeeeeeeee y haciéndole señas para parquear un avión en la Rocco Cocchia, La Malanga siguió en un tropel enloquecido hacia tercera, porque vio la pifia del jardinero central al coger el batazo que había dado contra la pared de left-center field.

¿Pero va seguiiii?

Yo lo vi bebiendo romo anoche y míralo… ahí ta, tirando el juego, botándolo como si fuera basura.

Homero estaba como loco.

Malanga. Malanga ¡Malangaaaaaaa!, sus alaridos retumbaban en el grand stand.

Me dije: coño si, mierda tó, yo también.

Y comencé ¡Malanga, Malanga, Malanga, Malanga!

Rápidamente, se nos unieron. Y otros empezaron de su parte a gritar.

¡Malanga, Malanga, Malanga!

En los cinco pasos que hay desde el campo corto hasta la recta final de tercera La Malanga cogió un segundo aire. Parecía como si nos hubiera oido gritar su nombre. Parecía que tomaba nuevos alientos.

Pero, ¡qué va!

Míralo, dijo el Señor Correcto con Audífonos: le pesa ese culazo y la lengua le da en el pecho.

Efectivamente, la lengua de La Malanga era la de un Labrador que acaba de subir el Everest. Su paso era torpe. Ya el jardinero había lanzado y el tiro era cortado por un paracorto que tenía un rifle 30-30 en el brazo. La Malanga no lo lograría. No estaba escrito. Eramos Liceystas y, Liceystas al fin, sabíamos que no podíamos tener tanta suerte.

La Malanga llegaba. El paracorto se volteó. Y con toda la certeza del mundo, hizo el tiro fatal a tercera. La Malanga, como un edifició, se desplomó, porque no se puede decir que se deslizó. Un polvazo puso a todo el mundo en el estadio y en sus casas. Pendientes de qué cantaría el umpire, colgábamos de nuestros asientos. Todo el mundo estaba en silencio. Todos mirando que pasaría cuando el polvo se disipara.

Y, si, se disipó.

Y vimos: a La Malanga agarrándose con la uña del índice de la base porque no podía más. Vimos al tercera base con el guante pegado a su pierna. Y vimos, ¡vimos!, al umpire haciendo la seña, definitiva, de safe.

Lo había logrado. La Malanga se había casado con la gloria. Se había arriesgado y la hazaña había dado frutos.

¡Aquello fue un pandemonio azul!

¡Licey Campeón! ¡Licey Campeón! ¡Licey Campeón!

Cuidao si se pone malo ahora… dijo la señora embarazada, ahora super preocupada por su héroe, alguien que hacía menos de un minuto iba a dar al traste con su embarazo. Mírenlo como se lo llevan.

De más está decir que ganamos el juego. Un corredor emergente entró por La Malanga. Fly de sacrificio, una carrera fácil.

Ser Liceysta es mejor que tener novia nueva.