Los clientes de los lupanares de Los Coquitos sabían que en cualquier momento  llegaría la guardia a exigir los tres golpes: cédula, carné del servicio militar obligatorio y el del Partido Dominicano. Y no valdría excusa para quien estuviera en las pistas de baile de las ranchetas. O en el billar, taqueando bolas, o de mirón, con un vaso de ron en la mano. O en los ranchos o barracas intimando con “las mujeres de vida alegre”. Orden del jefe. Año 1952. Tiranía de Rafael Leonidas Trujillo Molina (1930-|1961).

Día y noche, la guardia se ocupaba de la seguridad de la frontera y del orden público. No existía destacamento policial. La tarea era dura.

El militar francotirador Manuel Emilio Báez (Milito), nativo del Seibo, había sido trasladado hacia la dotación del Ejército en este municipio del sudoeste de la frontera dominico-haitiana, a 307 kilómetros de la capital. En aquellos tiempos, diferente al actual, los traslados hacia comunidades fronterizas, generalmente, representaban señal de castigo. Pero él nunca contó a sus conocidos del pueblo la razón de su llegada.

Clemente Pérez (Titán de hierro), 98 años, político, agricultor y peluquero, recuerda a Báez como un joven buenmozo, menor de 30 años, de poco hablar. Le había conocido, igual que a otros guardias, porque “a los guardias los pelaban a rape en la fortaleza, pero le dejaban una moñita feísima que a ellos no le gustaba, y venían a donde mí para que yo se la quitara”.

En una de sus rutinas de vigilancia por las contadas calles del pueblito polvoriento, Milito pasó por Los Coquitos, donde la venta de sexo se daba a cualquier hora y el servicio a cada cliente era ilimitado.

Y quedó atrapado por los encantos de la inquilina Rafaela. Palillo, la amiga de ella, fue testigo del arrumaco y de la temprana obsesión del militar. Las dos mujeres conocían su fama de hermosas y simpáticas entre los hombres de la comunidad. Sobre todo, los que visitaban la mancebía.

Miguel Pérez, un pedernalense de 80 años, residente en la capital, exmúsico de la banda municipal, como su hermano Federico (Güingo), hijo de Carlitos Pérez y María Pérez, asevera:

“Él se puso celoso con ella porque no quería cumplir con la promesa que le había hecho, mudarse con él, y más cuando lo trasladaron hacia un puesto de la loma, para lo cual había comprado algunos trastos”.

Carlitos Pérez, padre de Miguel

Escenificaron una fuerte discusión. Intercambiaron calificativos hirientes. Pero ella no cedió a su reclamo. Una patrulla que pasaba por el lugar se vio en medio de la refriega. Lo arrestó, lo llevó a la fortaleza y regresó a su servicio ordinario.

“Pero no lo encarcelaron, como todo el mundo pensó. Ni se imaginaron lo que había quedado en la mente del militar: el mismo demonio”, refiere Pérez.

ANTESALA DE LO PEOR

Tranquilo, Milito esperó la noche, se vistió de militar y cargó con su arma y pertrechos militares asignados: un fusil Mauser, un “riche” con cien tiros, la bayoneta y la cantinflora.

Simulando que iba a servicio, caminó seguro hacia la salida donde estaba la garita del Centinela 1. Y pasó “como Pedro por su casa”. Su destino, sin parada: Los Coquitos.

Eran las 9 de una noche muy oscura. Ni una estrella se observaba en el cielo de Pedernales. Las nimitas y los cocuyos se lucían con su cruceteo intenso.

El militar salió del cuartel. Pasó frente al obelisco, rumbo al  cabaret. Llegó hasta la casa de la joven Palillo, que ya tenía su puerta cerrada, y preguntó por Rafaela. Y la llamó: ¡Rafaela, Rafaela! Quien respondió fue Palillo: ¡Ella no está aquí! Pero él las veía desde afuera por una rejilla porque tenían una lámpara y una vela encendida y la casita era de tabiques de madera.

Bang, bang, bang, bang… El eco de los tiros cubría el pueblo entero. Las mujeres se movían agitadas en la estrecha habitación, para protegerse, pero él las seguía con la punta del poderoso fusil de marca alemana, hasta que ya no las sentía. Rompió la puerta con la culata del arma y, al verlas, siguió tirando hasta rematarlas. Y huyó hacia el monte con todo y pertrechos militares.

Para Clemente, bastó un tiro; para Miguel, una lluvia de balas cuyos sonidos viven en su memoria desde los 10 años. Comoquiera, ellas murieron a manos de Milito, por despecho y puro machismo.

María Pérez madre de Miguel.

PANORAMA SOMBRÍO

Al día siguiente, el pueblo amaneció triste. Un viento ligero, pequeños remolinos, nubes rojizas y, en cualquier corrillo, comentaban el asesinato de Rafaela y Palillo.

“Fue muy triste porque las muchachas eran muy queridas en el pueblo. Muy conocidas. Eran invitadas a las actividades del Partido Dominicano, y era obligatorio asistir. Además, iban a Sanidad a renovar los carnets y compartían con la gente porque vivían hacía mucho tiempo en la comunidad. Mucha gente asistió al funeral, y los que estábamos en el play vimos que, al doblar por la Mella, las cajas iban goteando sangre”, enfatiza Miguel.

En Pedernales aún predomina la creencia de que cuando el cadáver de una persona asesinada sangra en el ataúd, el criminal está presente o anda cerca.

Los asistentes al sepelio aseguraron que Milito estaba en el perímetro. El rumor corrió rápido. No cesaba.

Pérez relata que el hombre estuvo en el área toda la noche del velorio, y había seguido todo el cortejo, paralelo, bordeando la rigola que pasaba por Los Coquitos. Y fue el primero en llegar al cementerio y se   posicionó estratégicamente, listo para el combate.

“Rosendo Pérez (Chechén) lo vio y le aconsejó que se marchara, y obedeció. Lo hizo discretamente. Pero, cuando aún quedaban dolientes en el cementerio, sonaron los primeros tiros”, explica.

De la patrulla que vigilaba el entierro, el guardia Medrano (de Duvergé), cayó abatido de un balazo en la cara. Milito había eliminado así a su mejor en amigo en la guardia. Y logró escapar.

Al otro día, una patrulla comandada por el cabo Genaro Pérez (Barraco), dio con el guardia en rebeldía. El militar conocido como 3B (su nombre completo contenía esas tres letras) murió de un tiro en el pecho. Y Milito se esfumó bordeando el río, hacia arriba. La gente estaba en pánico.

“Todavía se me ponen los pelos de gallina cuando recuerdo que tuve que acompañar a mi mamá a ordeñar unas vacas en un potrero que Carlitos, mi padre, tenía cerca del de doña Leticia… En el camino nos encontrábamos con guardias apostados detrás de árboles y agachados en las hierbas, y se espantaban”

Los AT-6 de la Aviación Militar Dominicana (hoy FAD), a cualquier hora, tronaban en el cielo de toda la provincia en sus vuelos de reconocimiento. Dicen que llegaron a disparar sus metralletas a objetivos equivocados. Y que hubo bajas.

La casa de La Nesta, en la Mella, estaba en permanente acoso. Igual que otra vivienda, más abajo, a donde los guardias iban todas las tardes por un vaso de leche con café, contratado, y a matar el tiempo en diálogos rutinarios.

Pero Milito demostraba destrezas superiores. Tenía en zozobra a sus perseguidores. Como demostró con su llegada al colmadito de Enerio Del Orbe (Diez), en la Duarte arriba, en busca de sus  túbanos y algo de comida.

Allí, cuando salía con la mercancía a mano, se encontró con una patrulla, la encañonó y salió de espalda, apuntándole con su fusil de reglamento. Hasta que se perdió en la distancia.

En el caminó se topó con Blanca Heredia (Blanca Pimpón), quien, distraída, le preguntó: ¿No han agarrado al guardia ese?

Y él respondió: “Todavía no han cogido a ese degraciao”.

Cuando Blanca se enteró de que había hablado con el hombre más buscado del país, palideció y enmudeció por buen rato.

CANSANCIO Y HAMBRE

Los contingentes militares estaban desmoralizados. La dotación completa estaba bajo la mira de Trujillo, un presidente tirano que era capaz de matar con sus manos. Y le había emplazado a eliminar el objetivo en 24 horas.

Pedernales estaba minado de guardias. Los habitantes estaban aterrorizados. Hasta por el movimiento de una hormiga, cerraban sus puertas. Veían a Milito con su fusil hasta en la sombra.

Al cuarto día de la persecución, los guardias tuvieron un respiro. A orillas de una rigola, hallaron el “riche” con los tiros que le quedaban al fugitivo. Se le había quedado cuando huyó tras sentir unos pasos. Sabían que el fusil mecánico, calibre 7 milímetros, con alcance de 1,600 yardas, se cargaba con cinco tiros en la cámara principal y uno en la recámara. Supusieron que el fugitivo tenía disponibles, máximo, seis balas. Luego, confirmaron que eran tres.

Una presa a 30 años le había mandado a decir al comandante, capitán Almánzar, que haría llegar a Milito a la misma fortaleza, si le libertaba. Y el oficial impotente, vio a Dios en la tierra. Aceptó la propuesta. Miguel, como Clemente Pérez, lo ha confirmado.

Refiere que a esa mujer le atribuían dotes de bruja. “Dicen que hasta pidió un carrete de hilo y otros materiales para hacer el trabajo”. Pero, con todo y superstición, las Fuerzas Armadas seguían su misión por aire, mar y tierra. Decían que con Trujillo no se jugaba.

Una madrugada, Milito se raneaba como una boa por la rigola de los guardias, en busca del Centinela 3, justo en la parte norte del perímetro de la fortaleza. Y lo vio como una estatua, en servicio. Fusil en tierra, bayoneta clavada.

Ya agobiado por la fuga, sin balas para seguir, con las marcas del hambre sufrida en los montes (comía  caña, tomates, maíz tierno), se acercó cauteloso… y disparó el tiro que le quedaba.

Miguel Pérez, acompañado por familiares

El guardia de servicio, muy delgado, cayó. Rápidamente, Milito trató de cruzar la cerca de alambres de púas. Pero el centinela le vio desde el suelo, se levantó y le disparó, fracturándole el brazo izquierdo. Y con la bayoneta, le asestó una estocada en la barriga que le sacó las tripas. El centinela había simulado su muerte. El tiro sólo le había perforado la camisa.

En el patio de la fortaleza, mortalmente herido, Milito musitó:

“A Medrano lo maté porque él era otro francotirador, como yo, y si no lo hacía, él me iba a matar. Y a 3B lo maté porque me insultó y amenazó con dispararme. A Barraco (Genaro Pérez) no lo maté porque, ¿qué iba a hacer con todos esos negritos? (hijos). Pero a quien yo quería matar y no lo encontré, fue a Olivita”. El mayor Oliva García, Inspector de la Compañía, tenía fama de abusador. La decisión del regreso a la fortaleza, ¿Sería la necesidad de municiones y comida la causa de su regreso al cuartel, o la decisión de cobrar cuentas al mayor Oliva García?

Un recluta de los que le vigilaban, se descuidó y Milito, casi sin vida, intentó agarrarle el fusil por la culata. Pero éste lo evadió y lo remató.

Hubo toque de corneta para celebrar “la hazaña”.

En medio de la explanada de la fortaleza, en una camilla de ambulancia, exhibieron su cadáver desnudo, como si fuese un trofeo. Yacía un hombre de unos seis pies estatura, trigueño, flaco, cabellos cortos aún, la cara huesuda, ojos hundidos y los intestinos brotados, como vejigas.

Era la misma explanada de la fortaleza donde, cinco años después, Miguel Pérez, ya con 15,  marcharía con un fusil de palo como parte de los ejercicios del servicio militar obligatorio,

Esa misma tarde, sobre la camilla, llevaron al cementerio los restos del guardia rebelado sobre la cama de una camioneta militar, lo tiraron en una fosa y le echaron unas paladas de tierra, pero le dejaron una pierna descubierta que muy pronto fue carne para perros callejeros.

EL CONTEXTO

En el año 52 del siglo XX, Pedernales era una comarca donde todos se conocían. Una especie de redondel, limitado: al este, por la calle de la fortaleza, hoy Genaro Pérez Rocha, con la rigola detrás. Al oeste, la Juan López, con su rigola detrás. Al norte, donde ahora queda la antena de Claro, calle Duarte con Gastón Fernando Deligne. Al sur, hasta la Sánchez de hoy.

Fuera de ese redondel, hacia el norte le llamaban “Pueblo arriba”, un poco más allá de donde funcionaba la bodega de Enerio del Orbe (Diez), en la Duarte. Hacia el este, hasta las colmenas de Julián Cayán y las quenepas de Pompita; y, al oeste, la rigola de Hembra, cerca del matadero.

Al noroeste, al otro lado del canal informal que pasaba de la propiedad de don Pilín, en línea con la prolongación de la calle Mella, estaban Los Coquitos.   

Desde la casa de doña Pupa, (hoy 27 de Febrero esquina Duarte), se podía ver todo en derredor. El play de béisbol tenía a la derecha los edificios del Ayuntamiento y el Juzgado de Paz. A la izquierda, la escuela y la casa de los Collado Trujillo. Detrás, por el left field, la hilera de casas que colindaban con la fortaleza, al lado de la cárcel y el dispensario médico (hoy destacamento de la PN). Al otro lado de la carretera, estaban las casas de ladrillos de los oficiales.

Había un obelisco con su parquecito, frente a la fortaleza, la casa de la sanidad (hoy Braulio Méndez con Duarte), la vieja iglesia de madera con su campanario (donde hoy están las oficinas públicas).

Para entonces, el ingeniero Campos había construido los 10 chalets (Hoy, Mella y Braulio Méndez, frente al parque).

En esa obra, por picar piedras, los muchachos de la época, como Miguel, se ganaron los primeros cheles. Les pagaban tres centavos por pila. El conocido Chirí era el más diestro en esa dura tarea.