La argentina Beatriz Guido (Rosario, 1922-Madrid, 1988) fue una de las más exitosas escritoras de su generación, la del 55, junto con Silvina Bullrich y Martha Lynch, de quien ya me he ocupado en esta columna. Sorprende, por tanto, el olvido en que ha caído, a pesar de contar con novelas celebradas y premiadas. Compañera del director de cine, Leopoldo Torre Nilsson, colaboró con él como guionista en muchas de sus películas. Es hija del famoso arquitecto Ángel Guido, a quien se debe el diseño del Monumento a la Bandera en la ciudad de Rosario. Estos hechos de su biografía permiten explicar la obra de Beatriz Guido y, en especial la breve y poco conocida narración suya, Soledad y el incendiario (1982).

De difícil clasificación genérica, Soledad y en incendiario se divide en tres partes: “Mi nombre es Marco”, “Mi nombre es Soledad”, y “Simplemente dormida”. La trama se desarrolla en un tono paródico que roza las fronteras de lo grotesco, pasando por el absurdo. Esto se explica, por ejemplo, en el contexto en que se desarrolla, un barrio popular de la ciudad de Rosario, ante el Monumento a la Bandera y el río Paraná, símbolos de la nación. También dentro del texto se introduce una ficción que describe un impreciso lugar, supuesto refugio de clases más elevadas, con sus dilemas y conflictos. Asimismo se hace evidente lo grotesco en el personaje Marco, el Incendiario, quien pareciera salir del mundo de Roberto Arlt. Un ser reprimido, dispuesto a desatar su furia contra las mujeres de vida disipada. Moralista y fanático, prende fuego a un burdel para acallar los furores de la carne.

En casa de Marco trabaja y vive Soledad, una joven de origen humilde, entregada por la madre a una familia de hábitos excéntricos, a cambio de que pueda ir a la escuela. Para distraer a su patrona, Soledad escribe una fotonovela, “Simplemente dormida”, parodia de un culebrón entonces ampliamente conocido en el mundo hispánico. Al contrario de lo que se espera, esta ficción dentro de la ficción no responde a aquel género popular. La autora da una vuelta de tuerca al relato de Soledad asignándole el papel de ridiculizar a la sociedad burguesa en su “fotonovela”, que se nos da en forma de guion.

En esta segunda ficción, el personaje Jarquet, profesor de metafísica, huye de la vulgaridad y pretende defender elevados ideales. Su esposa, Janina, es un ser etéreo y sin deseos propios, que languidece a su lado. Se trata de un matrimonio que no se rige por los principios burgueses, ni ella responde al rol que se le asigna a una esposa; ni él cumple con los deberes conyugales. Se plantea en esta irónica teatralización la trágica dualidad entre lo femenino y lo masculino, que impide el encuentro de la pareja. Él atrae a sus alumnas y las utiliza, mientras concibe a la esposa como su posesión, una criatura incapaz de vivir para sí misma. Janina es una mujer niña sin cuerpo, sin deseos, casi inexistente, una proyección masculina, como una muñeca eternamente presente.

En “Soledad y el incendiario” se juega con contextos opuestos, donde transcurren las vidas de hombres y mujeres, bien sea en la dramática intimidad de una pareja desprovista de carne y de deseos, o en la clandestinidad de la terraza de una casa frente a un burdel, donde las mujeres hacen ostentación de sus atributos físicos. Son mujeres que ofenden con su actividad a los moralistas, como Marco, quien desata, como he dicho, un incendio.

No es menos cruel el sometimiento de Janina al marido, hasta el punto de suponer que prefiere la muerte a vivir sin él. Aparentemente se plantea aquí un problema moral y religioso, la dualidad entre el amor y la carne. En realidad, se trata de evidenciar a nivel simbólico la hegemonía masculina, la potestad del hombre de construir una mujer según su capricho, o de destruir a las que lo perturban. No es este el caso de la humilde Soledad, dominada por las necesidades que le impone la miseria. Para ella es apenas natural juntarse con un vendedor de helados, quien debe trabajar para mantener a los hermanos.

Beatriz Guido no olvida que frente a la construcción cultural de la mujer, borrosa, sin voluntad, inexistente y etérea, está la mujer trabajadora, generadora de vida y creadora que, movida por la necesidad o el instinto de supervivencia, se une un hombre, pero lo hace por propia decisión. Esta es Soledad, cuyo nombre encuentro altamente significativo al trazar los rasgos que la definirían.

Consuelo Triviño Anzola en Acento.com.do

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