He despertado otra vez. Cada despertar se ha convertido en una victoria inesperada, casi inmerecida, de un cuerpo que reposa en posición mortem sobre la cama para evitar las molestias que provocan los cadáveres rígidos a los empleados de las funerarias. Observo la pintura del techo, la humedad de las últimas lluvias la hace ver envejecida. Como siempre, el Gran Poder de Dios me mira desde su estática posición en la habitación, y me persigno casi de manera autómata. Aun estando en la cama, suena el timbre de la puerta principal y me incorporo para ir a ver quién ha venido a verme tan temprano, es inusual que alguien toque el timbre y a estas horas. La cama chilla a la par del movimiento de mi cuerpo para abandonarla. Hace mucho tiempo nadie visita esta casa; las tazas de té en lugar de utensilios de cocina, se han transformado en objetos de colección que se aprecian desde la vitrina del comedor mientras acumulan polvo y telas de araña. La que fue una residencia habitada por voces y risas, hoy solo es el eco de la desolación. Yo también soy una desolación y quizá el eco de la mujer que ayer fui. Me abrigo bien y salgo al pasillo, las paredes buscan el calor de mi cuerpo, único vestigio de vida que los oblicuos rayos del sol traspasan a través de las enredaderas del jardín a mi paso por los ventanales. Todo está en el mismo lugar y orden en que quedó anoche. Es el mismo orden de la semana pasada, del mes pasado, del año pasado, del decenio pasado, y del siglo pasado. Las agujas del reloj se detuvieron en la casa número 4 de la calle Restauración, aquí todo huele a humedad de tiempo pasado y yace bajo un velo de diminutas partículas que vienen desde donde bulle la vida, pero que no logran recrearla en este anacronismo de la nueva urbanidad de la ciudad. El espacio que habito vuelve a ser grande, como lo fueron los espacios en mi infancia: La casa, la escuela y el parque. Solo que al crecer descubrí que en realidad éstos no eran grandes, sino que los observaba desde la pequeñez de mí ser, y terminé defrauda por los espacios, pues me mantuvieron engañada durante muchos años, haciéndome creer que ellos, familiares para mí, tenían una estatura moral del tamaño de sus dimensiones físicas. El desengaño llegó aquella mañana que visité el colegio de provincia en el que estudié. Las amplias escalinatas eran unas escalinatas cualesquiera, aquel vestíbulo que me intimidaba por su anchura y altura, era una pequeña recepción con unos cuantos muebles en el que también se coleccionaban los trofeos ganados por generaciones de estudiantes. Y el patio, ¡Eso fue lo peor! Se reducía a una cancha de baloncesto y a otra de voleibol, y para mí ese espacio significó algo así como un campo de fútbol. Había crecido, la vieja escuela me quedaba chica, como un pantalón viejo de esos que se ponen “brinca charcos” con el paso de los meses y los años de una infancia en la que el tiempo ni transcurre ni cuenta, y que de inmediato pasa al canasto en el que se va acumulando la ropa que se le donará a personas necesitadas, para sentir la amarga alegría de no ser los últimos en el escalafón de la pobreza. Ya casi llego a la puerta, solo me falta sortear un último mueble, ése que me regaló Edmundo en nuestro décimo aniversario de bodas, y en el que me deleitaba escribiendo cartas a mis hermanas cuando se casaron y se fueron a vivir a otros pueblos. Ese mueble supo de mis penas y alegrías, también fue testigo de mis primeros cansancios ante la vida, acogió mis lágrimas cuando perdí a mi hijo, se convirtió en el hombro en el que lloré las escapadas de su comprador. Y allí sigue invicto en el centro del salón, como el mejor testigo de mi existencia: Yo no doy cuenta de él; él da cuenta de mí. No solo sabe el número de cartas que he escrito sobre él, también las veces que llorando las convertí en un bollo de papel inservible y las tiré al cesto de la basura. Y es que las palabras tienen tiempo de caducidad, no sirven para toda la vida. Llega un momento en el que el silencio se entroniza y ellas salen sobrando. Las palabras deben ser dichas en tiempo hábil, ya sea para salvar una amistad, el amor, evitar una condena inmerecida… Si no son dichas en ese tiempo, ya solo nos queda una sola palabra en las alforjas: Perdón. Ya casi alcanzo la puerta. No han vuelto a tocar el timbre, parece que quien toca es una persona educada o alguien que me conoce y sabe que me tomo mi tiempo hasta llegar a la puerta y quitar los cerrojos. Antes, cuando en la calle vivían algunas familias con niños, estos lo presionaban y salían corriendo. Pero ya todos se han ido, hoy son profesionales y tienen hijos, y quizá no recuerden las veces que disfrutaron haciéndome enojar. Tal vez piensen que me mudé o he muerto. Sus chicos no vienen a tocar el timbre para salir corriendo, están con la cabeza toda metida en esos aparatitos electrónicos que los convierte en mecanógrafos virtuales, y, sin embargo, de seguro no sabrán redactar una carta de solicitud de empleo a sus dieciocho años. Así están las cosas. Las nuevas generaciones están viciadas con habilidades inefectivas para la vida real. Aunque también se está creando una nueva realidad, gente que hace empresas sin capital, basadas en el liderazgo; compañías virtuales que te traen a la puerta de tu casa lo que necesites sin ir a la tienda; personas que se autodenominan exitosas y se ganan la vida brindando instrucciones para alcanzar el mal llamado éxito, como si éste fuera un fin y no lo que es: Un proceso; acciones diarias que se van sumando y que al cabo del tiempo dan un saldo positivo.
Vivimos la era de la idolatría de la imagen. Paso frente a un rectángulo con un marco hermoso. Hay una mujer frente a mí y me observa expectante. Es más baja que yo, más encorvada que yo, más arrugada que yo. Lleva puesta una bata blanca de casa de esas que llevan botones a presión para evitar la dificultad de entrar los botones en los ojales cuando ya se padece la enfermedad de Parkinson. Unas pantuflas violeta abrigan sus pies, igual que un abrigo negro sobre sus hombros. Su pelo gris está divido en el centro de la cabeza, en dos partes iguales y a cada lado un moño, dando asimetría a un rostro que ya no la tiene. Su nariz, la única parte de su rostro que ha resistido sin mucho éxito los embates de las arrugas, está ligeramente torcida hacia el lado izquierdo. Sus lánguidos labios son la sabana de surcos que delatan el paso de los años. Y en todo el contorno de su boca, diminutas arrugas se forman para acompañar una vellosidad solo perdonada en las mujeres cuando son ancianas. Pensándolo bien, su boca simula un ojal, solo que en lugar de un botón, a través de él es deslizada una papilla de trigo mojada con leche. Sus párpados caídos le dan a su mirada un aspecto de triángulo escaleno, y en la frente, las líneas de expresión horizontales semejan el sedimento de sucesivas riadas de sufrimiento que se acumularon por décadas. Sus mejillas, que alguna vez fueron el lienzo de labios apasionados, se dejan vencer por la fuerza de la gravedad y dejan ver las formas de sus maxilares superior e inferior, y en el intervalo de ambos maxilares, la depresión, la succión que hace el espíritu a la carne a medida que se envejece. Sus orejas cuelgan, igual que la piel del cuello y la papada; su vida también cuelga de un fino hilo, es frágil, puede romperse en cualquier momento, incluso ahora mientras la estoy mirando sin que yo sepa cómo reaccionar ni qué hacer, pues no tengo fuerzas para ayudarme a mí misma, mucho menos a otra persona. Aún con el gris que expele la visión íntegra de ella, sus ojos tienen un brillo inusitado, es como si quisiera decir algo, pero no articula palabra, ni siquiera saluda, simplemente está parada frente a mi mirándome con sus ojos que interrogan sin hacer preguntas. Debiera ella saber que las palabras deben ser dichas en tiempo hábil, no pretendo estar toda la mañana aquí parada esperando por sus palabras. ¿Y si está equivocada de puerta?, es decir, ¿Si además de perder el tiempo esperando por sus palabras, resulta en vano porque no es a mí a quien busca? La mañana nos desnuda a ambas en ese espacio habitado en ese instante solo por nosotras, en ese reto que significa el encontrarse frente a un alter ego hasta el momento desconocido. ¿Quién ha de decir la primera palabra? A partir de la palabra inicial (Hola, Hello, Buenos días, Saludo) se establecerá el código de comunicación entre ella y yo, y habrá una resolución a este conflicto de estar una en frente de la otra sin romper el hielo, a la expectativa. Un olor a rancio inunda la habitación, lo habrá traído ella entre los mil pliegues de su piel, es el olor característico del cuerpo que se corrompe con el paso de los años. Es ese olor que anuncia la cercana muerte; da cuenta de la disposición del organismo humano a dejar de trabajar para detenerse en cualquier momento, como se detiene el engranaje de un reloj por falta de batería, lenta pero sostenidamente hasta que deja de funcionar definitivamente. La recién llegada intenta balbucear algunas palabras, pero sus manos toman el lugar de éstas y empiezan a temblar transmitiendo un lenguaje errático, ininteligible, entre temblores y falanges arrugadas. Se siente impotente ante la pesadez de su lengua y de los músculos de la boca para expresar lo que piensa o siente, y rompe a llorar ante mí. No sé cómo consolarla. ¡Es una extraña! No sé si quiera cómo ha llegado hasta aquí; no tengo la menor idea de lo que le sucede. He llegado hasta aquí para ver quién toca a la puerta, pero nunca imaginé que antes me iba a enfrentar a esta situación tan descabellada.
¿Es obligatorio abrazar y consolar a alguien que llora ante ti? ¿Me ubico en el equipo de los inhumanos si hago esta pregunta? ¿No es igual de aborrecible fingir una solidaridad inexistente? Sus quejidos molestan igual que mi falta de empatía. Ambas estamos en falta, yo por mi indolencia ante el dolor ajeno, y ella por llegar hasta aquí a destilar un dolor que no me atañe. ¿El hecho de ser mujeres y ancianas me obliga a ser empática? ¿No es un acto en sumo egoísta y alevoso ayudar a otras personas porque nos gustaría que así lo hicieran con una? ¿No estarían muchos actos de solidaridad contaminados por el pago por adelantado de un favor que se espera? Tal parece que me he endurecido con los años, así ocurre con la madera de los árboles, se endurece con el paso del tiempo. Me hastía tanto mencionar las palabras tiempo y años, se han convertido en muletillas de mis conversaciones cotidianas, de mis pensamientos más íntimos o insignificantes. ¿De qué nos sirve torturarnos recordando la inminencia de la muerte? ¿No es suficiente tortura haber vivido siete décadas? Ahora que llora su rostro me resulta familiar, pero no logro recordar dónde la he visto, en qué etapa de mi vida o lugar la habré conocido. Mi mente falla constantemente y me llena de frustración. Nada envejece más como la pérdida de los recuerdos, de esos pequeños tesoros que acuñamos desde la infancia y que vamos dejando olvidados en cada una de las estaciones de la vida. Sus lágrimas no hacen honor a sus quejidos, parece que con el paso de los años también las lágrimas se consumen, o quizá solo nos ocurre a nosotras las mujeres, que lloramos por cada cosa, especialmente a esta edad, cuando la soledad se convierte en la única compañía. He vuelto a mencionar los conceptos tiempo y años a través de la palabra edad. Damos vueltas en círculos para caer siempre en el mismo lugar, en la victoria/derrota que significa el hecho de haber traspasado el umbral de los sesenta años y descubrir que la mayoría de los contactos en nuestra agenda telefónica ya ha muerto o está en víspera de morir. Alguien verá tu nombre en su agenda telefónica y también pensará que es innecesario mantener tu contacto allí porque estás muerta, sin embargo, no los borramos, por respeto a esa vida que compartió con nosotros durante tanto tiempo, simplemente nos sabemos sentados en la sala de espera del Dr. Muerte. De allí cualquiera puede ser llamado sin importar la hora de llegada ni el grado de complejidad de la dolencia. No somos atendidos por turno, sino de manera aleatoria, a pura veleidad no se sabe de quién. Yo estoy allí sentada desde hace rato, leyendo revistas viejas de vanidades que engrosan sus cuentas espiando la vida de famosos desconocidos, tratando de ignorar el miedo que me provoca el asistente cuando abre la puerta y señala a alguno de nosotros para que pase. La sala va quedando cada vez más despoblada, con un anciano aquí y otro allá, como despoblada van quedando nuestras bocas con el paso de los años.
¡Y siempre vuelvo a las mismas palabras torturantes! Ah, cómo quisiera volver a ser niña y solo hablar de amor, vida, felicidad, amistad, atiborrar mi mente de palabras positivas que invoquen al hada de la alegría (por invocar a alguien, no es que crea en hadas a esta edad). Una sonrisa no está mal, aunque quizá sea la última. Al fin decido actuar: -¿Quién es usted? ¿Qué le pasa? ¿En qué puedo ayudarla?-. Disparo una ráfaga de preguntas tratando de salir rápido de tal situación. Ella gira las pupilas de sus ojos hacia la izquierda y encoge los hombres como una niña que ignora: -No sé quién soy. Se me olvidó mi nombre ni sé cómo llegué hasta aquí. Solo sé que salí a buscar a mi hijo Eduardo. Él es alto, delgado, bien parecido como su padre. Es teniente del Ejército-. Un sentimiento de dolor se apodera de los músculos de su rostro: -Lo mandaron para la guerra, a mi hijo, que crié con tanto amor y esmero, me lo sentenciaron a muerte con tan solo 34 años. Antes de irse me abrazó fuerte y me pidió que no llorara, porque volvería-. El llanto se corrompe y deviene en alaridos de dolor, mientras su cuerpo se apoya del marco. -Ay mis nietas, quedaron huérfanas tan pequeñas. Me lo robaron todo, Eduardo lo era todo para mí: El Padre, el hijo y el Espíritu Santo de mi existir. Su padre ya se había marchado hacía muchos años, cuando ocurrió la tragedia, su abrazo me supo a pésame de amigo, no había ningún dolor que llorar juntos los dos, mi dolor era solo mío. Para su padre, su muerte fue la pérdida de un hijo, para mí la pérdida de mi vida. Y no es que sea una mala madre porque no le profese el mismo amor a Raquel, es que ella siempre fue tan distante conmigo, mire ahora: Hace años que no la veo. Vive en Miami, se casó y tiene hijos, pero no conozco a esos nietos. Yo solo existo para ella el Día de las Madres y en Navidad, luego el silencio vuelve a reinar entre nosotras. No es culpa mía, hice todo lo que tenía que hacer, solo que ella es joven y los viejos para los jóvenes son un lastre. Sin darme cuenta, me quedé totalmente sola. Todas las personas a quienes les entregué mi juventud, mi fuerza vital, se marcharon, unos de manera intencional y Eduardo sin querer. De haber estado vivo, yo no estuviera aquí en este momento, dando lástima ante usted, de seguro estuviera en su casa, disfrutando de los juegos de las niñas, acompañándolo de tienda, yendo a la playa a mirar el horizonte como le gustaba. Me quedé vacía como un cuenco, sola, vieja, olvidada. Ya nadie recuerda el día de mi cumpleaños y me llama para felicitarme, y como ellos no me telefonean para felicitarme y yo estoy tan mal de la memoria, ya no recuerdo ni qué día nací. ¿Para qué vivir tantos años cuando ya éstos no tienen sentido? Ya no le sirvo a nadie para nada, soy una carga, un estorbo, una cosa a quien se deben brindar los cuidados necesarios hasta que muera de manera menos indigna, porque de no hacerlo serán juzgados por la sociedad, pero en verdad quisieran que muriese ahora para que ya no signifique para ellos un pesado compromiso que se contrajo en tiempos pasados, cuando nadie imaginaba que sería tan deshumanizante esta ancianidad. A veces hasta olvido si he almorzado, olvido las pastillas, olvido tantas cosas, menos a mi Eduardo. Maldita la hora en que su padre le metió en la cabeza la idea de ser militar. Me lo dio y me lo quitó. Usurpó la función de Dios. Cómo quisiera morir en este mismo instante, dejar de respirar, que mi corazón deje de latir, no sé, cualquier cosa que desencadene la muerte, para no sufrir más esta soledad y reunirme con mi Eduardo, abrazarlo y besarlo otra vez, curarle las heridas del campo de batalla. ¡Oh, cómo debió haber sufrido mi niño los últimos días de su vida! ¿Qué sentido tiene la guerra? ¿Qué sentido tiene una máquina de moler carne humana que será consumida tan solo por gusanos? ¿Quizá usted llegó a conocer a mi hijo?- Niego con la cabeza. –Pero si vivió en esta misma calle, corrió bicicleta en ella, la caminó para ir y venir de la escuela todos los días, en ella hizo amigos, tuvo novias. Mi hijo, mi pobre hijo, tan bueno, tan pulcro, tan solidario, tan amoroso, tan humano. Y caer en una trampa tan inhumana, en la trampa de las armas de fuego. Tanto que nos cuesta a las madres construir la vida y tan fácil que le resulta a las armas de fuego destruirla. Nos hemos convertido en máquinas de procreación, traemos al mundo a los hombres y mujeres que van a caer víctima de la violencia en tan solo un par de décadas a partir de su nacimiento, como mucho; algunos caen antes, capullos marchitos antes de abrirse en flor. Ellos muertos físicamente y nosotras muertas en vida ¿En qué mundo habitamos? Nos enseñan a darlo todo incondicionalmente para terminar nuestros días mendigando un poco de amor y cuidados. Vivimos en un mundo de seres humanos desechables, pues tenemos el mismo valor que un pañal desechable. Somos codiciados y necesarios mientras no hemos sido usados, pero en cuanto dimos aquello que estábamos destinados a dar, nos tiran al zafacón sin una pizca de remordimiento. No quiero ser la madre de un héroe, quiero ser la madre de Eduardo, que me devuelvan a mi hijo-. Ella calla de repente, pero no tengo palabras de consuelo que llenen el silencio, no porque no me haya identificado con su dolor, sino porque nada puede consolar a una mujer en su situación. Me resisto a expresar palabras huecas o frases gastadas como “todo va a pasar”.
¿Qué va a pasar? ¿Con cuánto tiempo cuenta una mujer de unos setenta años para ver tiempos mejores que los actuales? Sobre su minúscula existencia crujen los dientes de la muerte y el olor a mortaja no se disipa ni con el más caro de los perfumes. Me limito a abrazarla, acuno su blanca cabeza en mi pecho, acaricio su cabellera tratando de calmar su dolor y reconociendo que solo es tratar, que no podré borrar de su ser los sentimientos de tristeza que lo alberga. Entonces, allí acunada, empieza a sollozar, es un mar de sufrimientos que brama y amenaza con engullir cualquier frágil embarcación. Mi pecho recibe las vibraciones de su garganta al llorar y conectan con mi propio dolor. Cada mujer tiene un dolor particular, pero el mío lo he amordazado, no puede bramar para vomitar desde el interior de mi ser hasta los sentimientos de dolor más viejos, aquellos que se fraguaron en la edad temprana cuando supe que mi padre, era en verdad mi abuelo, y que quien era mi padre biológico nos había abandonado. Ese es un dolor que me ha acompañado toda la vida, pues ni siquiera de adulta él me buscó. Ya debe estar muerto, ya no podré conocerlo, ya no podré decirle que lo extrañé muchas veces, y él no podrá decirme: Perdón. Las palabras deben ser dichas en tiempo hábil. También el tiempo con esta desconocida aferrada a mí está pasando y no he dicho una sola palabra sanadora. Sus familiares deben estar buscándola por todas partes, llegarán en cualquier momento, y la llamarán por su nombre, un nombre que ella ya no recuerda, quizá no voltee el rostro para mirar, porque no se reconozca en su nombre propio. Pero quizá sus carnes tengan memoria de esas manos que la cuidan, y cuando les toquen los brazos y las manos, les resultarán familiares y se dejará llevar, no muy convencida, resistiéndose a desprenderse del pecho de esta desconocida, pidiéndome socorro con su mirada triangular. ¿Qué podría hacer yo? Me declararé incompetente para acogerla, para cuidarla, si es que yo demando de cuidados y no los tengo, ¿Cómo podría asistir a otra persona en mi condición?… ¿Quién sabe? Muchas veces mirar hacia atrás y tender una mano al desvalido y menesteroso, nos hace más fuertes y disipa el miedo. Y es que solo fuera de la zona de confort a la que nos hemos acomodado, se ponen a prueba nuestras capacidades. Entonces me imagino bañándola en la cama con un paño y una vasija con agua, aún con mis dolores artríticos y mi escoliosis lumbar. Dándole de comer a pesar de mis movimientos involuntarios de las manos. Al menos ya no estaría tan sola. Le diría a mis allegados que una prima lejana vino a vivir conmigo, que me siento estupenda, que ya se puede ahorrar las llamadas protocolares por mi cumpleaños, del Día de las Madres y Navidad. Nadie cuestionará nuestro parentesco; a nuestra edad, todos los seres humanos nos parecemos, la vejez nos asemeja unos a otros. Basta tener el cuerpo cubierto de arrugas y manchas, el pelo gris, la espalda curva y usar un bastón o un andador, y todos los ancianos pertenecemos a la misma familia, a la familia de los seres humanos ya desechados, aquellos que ocupan la sala de espera del Dr. Muerte. Contrario a como creía, nadie ha venido en busca de la anciana. Es probable que no la extrañen y que no salgan a buscarla hasta que no hayan transcurrido unas 24 horas de su desaparición. Cuando las personas no piensan en ti, no extrañan tu ausencia, sino hasta que ya tu desaparición es inocultable y es preciso llenar los requisitos legales para no ser acusados de negligencia. Yo he venido hasta aquí para abrir la puerta de casa a quien ha tocado el timbre y, sin embargo, me he detenido ante esta presencia que ha secuestrado todos mis sentidos. Ella aparta su rostro de mi pecho y busca mi mirada para pedirme disculpas por el tiempo que me ha robado sin apenas conocernos ¿Cómo está segura ella que no nos conocemos si acaba de decir que no tiene memoria? Quizá nos conocimos en otros tiempos en que nuestros cuerpos tenían otras formas, otra tonicidad, otro olor y despertaban otros sentimientos en los demás. Quizá éramos socias del mismo club o asistíamos a las mismas reuniones de padres del colegio de nuestros hijos o nos vimos de reojo en el salón de belleza, pero como éramos jóvenes y hermosas, preferimos ignorarnos mutuamente porque la belleza humana no gusta de otras bellezas humanas, contrario a la belleza del mundo: a más bellezas de las naturaleza juntas, más armonía. El río no compite con las montañas, las nubes no compiten con el sol, la lluvia no compite con las hojas o las flores, el azul del firmamento no compite con el verdor o el pardo de las praderas, todas las formas, texturas y colores de la naturaleza se complementan en una sinfonía que da armonía a los sentidos de quien la aprecia. Pero los humanos conspiramos contra nosotros mismos y contra la naturaleza, de todas las especies vivientes sobre el planeta, somos la mejor y la peor a la vez, de forma contradictoria. -No se preocupe. Es para mí un placer estar aquí con usted. Hará meses que no hablo con otra persona. A veces pienso cosas que deseo comunicar a otros, pero pasa tanto tiempo hasta que alguien de mi entorno llame por teléfono o venga a visitar, que cuando tengo a la persona en frente, ya lo que pensaba decir es una idea innecesaria u obsoleta. No solo “cada día trae su propia preocupación”, sino también “cada ser humano tiene su propia preocupación”, solo que mi preocupación es insignificante ante la suya. A pesar de que estoy completamente sola, puedo valerme por mi misma aún. Sí, es preciso decir aún, porque sé que si el Dr. Muerte no manda a llamarme, llegará el día en que no podré prepararme de comer, bañarme, caminar, y que alguien tendrá que ocuparse de ayudarme en mis actividades cotidianas. Fue hace tanto tiempo que perdí a mi esposo, que no guardo dolor, lo pienso como si él fue un amigo de infancia, ya no guardo interés en él. Y respecto a los hijos, perdí a lo que más he amado, pero me consuelo pensando en que hay un ángel en el cielo que cuida de mí. Al menos tengo casa propia y el gobierno me pasa una pensión, estoy tranquila sentada en la antesala del Dr. Muerte. Tengo todo que se puede desear para una muerte tranquila: La pre muerte. Yo sé que dirá que ese concepto no existe, pero no importa, pues es cierto que estamos en la pre muerte. El ser humano empieza a morir desde el momento mismo en que nace; vivimos en cuenta regresiva y ni lo sospechamos (risa irónica). Y ya nosotras rondamos los setenta años, respiramos la muerte día a día, comemos junto a ella y dormimos junto a ella, y solo está esperando la orden para entrar en nuestros cuerpos y dejarlos convertidos en fríos y violáceos cadáveres. Tanto es así, que a veces sirvo dos tazas de té o dos tazas de café, porque sé que ella está allí a mi lado. Para que no se le haga tediosa la espera por mí, le hablo, y la invito al café o al té. Ya sé que son ideas chifladas, pero no hay nada más chiflado que la vida misma. Estoy perdonada por mis chifladuras, no significan nada ante una existencia humana desordenada y agitada que entraña el germen de la muerte en sí misma. Cada generación cosecha lo cultivado por generaciones precedentes, casi nadie cosecha el fruto de su propio trabajo, y en esa cadena a veces resultamos timados, si quien cosechó antes que tú no cosechó bien o lo suficiente. A mí me tocó cosechar lo que mi madre había sembrado: un hogar, un esposo e hijos. Y sí que resulté engañada, pues el esposo resultó un fiasco y el hijo lo perdí en la guerra. Y mi hija: Mi hija es mejor ni hablar de ella. De repente me quedé sin nada, vacía, sola, esperando a que la muerte asuma mi corporalidad y termine este culebrón de mal gusto que ha sido mi vida. Y debo dar gracias que al menos no estoy en auspicio o en casa de un pariente, estorbando, sino que tengo mi casa y no molesto a nadie. El dinero que recibo se va en las cositas que compro para comer y en medicamentos. Sí, los medicamentos, al parecer, han pasado a sustituir los contactos personales en mi vida: La pastilla de la presión por las mañanas, la del asma al medio día; en las tardes, algo para el dolor que me provoca el reumatismo, por las noches la píldora para dormir, y luego otra píldora por el dolor abdominal que me provocan todos los medicamentos, y así soy una gran consumidora, pero de medicamentos. Para la industria lo importante es que seamos consumidores, no importa de qué ni para qué. Ya después de eso no compro otra cosa, porque para qué, ¿A quién le puedo lucir un lindo vestido? Todos los días transcurren igual para mí, no quieren de otra prenda de vestir que no sea una bata de casa, y no es que no me guste verme mejor, sino que no tengo quién me vea mejor y me parece un desperdicio ensuciar y arrugar ropas que nadie me verá, que aunque me las ponga quizá no reparen en ellas porque no delatan curvas seductoras y carnes firmes. Estoy viviendo mis últimos días, estoy consciente de ello. Tengo todo dispuesto. Al abrir el armario, el primer vestido que se ve es con el que dejo instrucciones para que me entierren. Allí está, hasta ahora inconmovible, esperando su debut, solo que será su primer y último debut a la vez. Espero no engordar, por eso cuido mi figura, pues no quiero que haya dificultad para ponérmelo y lucirlo en mi funeral. Quizá usted considere que estoy chiflada, porque ¡¿A quién se le ocurre hablar de estas cosas?! Pues a alguien que ha dispuesto de su vida durante los últimos cincuenta y cinco años y que también quiere disponer de los últimos detalles de su existencia. Si he dispuesto durante todo ese tiempo, ¡¿Cómo no disponer de lo que se hará durante veinticuatro horas posterior a mi alma abandonar este cuerpo?! Me parece que es un derecho que me asiste: El derecho a decisiones post mortem. ¿Comprende usted lo que quiero decir?- Ella me mira y mueve su cabeza verticalmente diciendo que sí más por complacerme que convencida de mi perorata, puedo darme cuenta perfectamente que no entiende o no aprueba un coño lo que estoy diciendo, y yo gastando mi tiempo con esta vieja llorona. Hasta ahora recuerdo que venía para abrir la puerta. –Me disculpa, tengo que atender a la puerta-. Ella vuelve a decir que sí esta vez un sí de resignación, como si se sintiera mal por haberme robado tanto tiempo, como si a esta edad se dispone de ese tesoro intangible. Doy unos pasos y llego hasta la puerta, y empiezo a descorrer los cerrojos. No han vuelto a tocar la puerta, insisto en que ha de ser muy educado quien ha tocado, o quizá ya se retiró por haber tardado yo tanto tiempo (no sé en realidad cuanto) hasta llegar aquí. Al fin atraigo la puerta de madera hacia mí por el llavín y la luminosidad de la ciudad me quiebra, me parte en dos, una parte es la mujer que ha envejecido en esa casa de esa calle, que es parte de su paisaje quejumbroso, y la otra parte es alguien que se siente ajeno a todo lo que ven sus ojos, bien pudiera ser un extraterrestre que acaba de pisar tierra. No hay nadie parado frente a la casa, parece que se ha ido quien tocó a la puerta. Me dispongo a cerrar otra vez, a deslizar los cerrojos que se atascan a falta de uso cotidiano. Giro y empiezo a caminar de regreso, miro al marco de la pared al pasar por él, pero no hay nadie, sólo se ve el reflejo de mi rostro en el mercurio. Y sigo caminando, bordeando los muebles de la casa, arañando los rayos del sol que juegan sortilegios en las paredes que mueren, ausentes las honras fúnebres. Todo muere, todo es y no es a la vez, hasta los días mueren y se pudren en la memoria, los gusanos engullen lo por hacer y dejan los días convertidos en ruidos de osamentas que caen la gran fosa del olvido, de ese olvido colectivo que inoculó en nosotros, y nos ha hace olvidar el mayo francés, el triunfo de la Revolución Cubana, la Revolución del 65, el asesinato de Kennedy, la triste construcción del Muro de Berlín y la frenética algarabía de su destrucción por una multitud hambrienta de CocaCola y Mc Donalds, la liberación de Mandela y su ascendencia al poder. Si la humanidad ha sido capaz de olvidar todos esos acontecimientos, ¿Qué puede esperar el fantasma de la casa número 4 de la calle Restauración? En verdad: Nada.