El reloj de techo está sobre la mesa grande, Vicente lo dejó allí cuando se fue. Es un reloj sin marca, color amarillo en el centro, con un ribete marrón. Su tic tac se escucha muy quedo, pero firme, con ese viaje al infinito, eterno.
En la pared pende el Cristo de San Juan de la Cruz, con su cabeza baja, sus manos tristes y los pecados de Dalí. Del otro lado cuelga el autorretrato de Vincent van Gogh, con su oreja cortada y su rostro de locura.
Un niño entra en la estancia y se arrodilla ante el Cristo, dice unas plegarias, se levanta, le da una mirada y luego se acerca al autorretrato, le pareció ver a un hombre apesadumbrado, que lo miraba con un rencor ancestral. Luego fue a la mesa, el reloj empieza a derretirse, caen gotas de la mesa, poco a poco. El niño crece, el reloj se gasta. El niño crece y crece, se hace grande, muy grande, mientras el reloj se derrite por completo.
Domingo 23 de junio de 2024
Publicación en Acento: No. 110
Virgilio López Azuán en Acento.com.do