Tras una larga enfermedad, el viejo Colmenares finalmente cerró los ojos y cogió su caminito al cielo. Se sentía ligero y medio tristón, no llevaba más equipaje que el recuerdo de sus pecados. Dejaba atrás dos años sobre una andrajosa colchoneta, y aquel paseíto, pensaba, le sentaría bien, sanaría las llagas ponzoñosas de su postración.

Durante el viaje sintió desvanecerse como se descomponen los actores y las cosas en el haz del cinematógrafo, volviendo a materializarse al estrellarse los puntitos de luz sobre la pantalla. Contra su deseo, llegó en un dos por tres. Eso le causó tremenda frustración. Siempre tuvo curiosidad por mirar las nubes desde arriba en un paseo lento que le permitiera regocijarse ante la inmensidad del espacio.

Muchas almas se aglomeraban allí, invadiéndose, superponiéndose, esperando a ser atendidas. Colmenares cogió su puesto al último y no tardó en preguntar.

―¿Qué lugar es este, por qué estamos aquí? ―creyó haberse equivocado.

―¿Acaso no lo sabe? Es la puerta del cielo. Ya están a punto de abrir, faltan como quince minutos ―le dijo mecánicamente el que tenía delante, mientras Colmenares veía como llegaban nuevos difuntos y se colocaban detrás de él, igual de perplejos, asustados y tontos.

Hubo una larga espera y las almas comenzaban a impacientarse. El tiempo en el cielo no discurre igual que en la tierra y aquellos quince minutos eran como mil años terrestres. Al fin se encendieron las luces de la marquesina, chirriaron los goznes herrumbrosos de la puerta y salió un ángel mofletudo escoltado por un guachimán armado con una escopeta de flores.

―¡Silencio! ―dijo―. Soy Nathanael el Azuano, designado para el puesto de asistente del muy venerable ángel San Pedro. Ejerzo interinamente hasta que el Gran Señor decida si sí o si no, y eso tardará algunos días. Para que vayan sabiendo, esta aglomeración es algo inusitado y se debe a que desde el pasado jueves la puerta ha permanecido cerrada, y ya hoy es martes. El venerable San Pedro, su custodio titular, está medio maloso y me ordenó que los acomode hasta que él se sienta mejor y pueda atenderlos, lo que podría fácilmente durar dos o tres días.

Hubo otro amago de motín tras el cálculo de algunas almas que se preguntaban cuánto tiempo podría significar dos o tres días del cielo.

―Que los recién llegados se pongan de este lado ―dijo Nathanael, mostrando su derecha― y cojan este trillito. Al llegar al final se acotejan hasta que los llamen, en el mismo orden que no es una fila de Inespre ―dicho esto reculó  sin dar la espalda y cerró la puerta tras de sí.

Las almas languidecían. Se recostaban unas encima de otras, cabeceando debido al tedio. Los goznes volvieron a chirriar la tarde del segundo día. El ruido desperezó al viejo Colmenares. Su vista se perdió tras el último de la fila de los recién llegados. Era inmensa. Al darse la vuelta vio la barba blanca de San Pedro y sus mechones sobre las orejas, también blancos, rodeándole la calva. Tenía cierto parecido con Gandalf, solo que no era hechicero y parecía que se hallaba atolondrado, cavilando qué hacer para salir del atolladero. Por delegación del Gran Señor, el ángel custodio fungía como juez de instrucción que perdonaba con leve o ninguna penitencia los pecados veniales: pescozones, injurias y cosas por el estilo; los casos graves seguían siendo asunto del Juicio Final.

―Vamos a resolver este problema de forma sencilla ―dijo San Pedro― haciendo uso de un recurso establecido para casos extremos como este molote ―y citando artículos e incisos del código de procedimiento dijo―: Se abre la lotería del cielo. Una de cada cien almas pasará por la puerta sin necesidad de confesar sus culpas. Sus pecados les serán perdonados sin ningún trámite. Que lo decida la suerte. Las demás irán derechito al infierno.

Era un sistema de selección injusto. Por él se habían perdido incontables almas que llevaron larga vida de privaciones en monasterios y claustros, otorgándoles, en cambio, el perdón y la gloria a peligrosos delincuentes. Con todo, la lotería se usaba para mantener el equilibrio de la tasa demográfica de las alturas, cada día más raquítica. Era un paso libre que suavizaba las duras exigencias para trasponer el umbral.

Diptongo Colmenares había sido cuando mucho un cristiano mediocre; ni siquiera fue justo o respetuoso con sus vecinos y parientes. Lo que se dice amigos, no tuvo. Su mujer lo había abandonado debido a sus maltratos. Sus hijos nunca lo visitaban. Murió solo, asistido por el honesto empleado del almacén que se encargaba, sin ningún afecto, de sus medicamentos y alimentación. Con esos precedentes, eran casi nulas sus posibilidades de pasar bajo el quicio y conseguirse un rinconcito donde rumiar sus fracasos.

El ángel vicario dio comienzo a los preparativos. Parecía una tarea titánica, sin embargo si para un ángel veterano eso era paja de coco, cuanto más fácil para el poderoso San Pedro. En un santiamén un ejército de ángeles repartió los billetes y con mucho ceremonial Nathanael introdujo los bolos en la tómbola, del 0 al 99.

San Pedro desde el podio anunció:

―Daremos comienzo cuando ustedes hagan silencio ―hubo silencio―. De cada número se han repartido miles de billetes, así que estén atentos. Este asunto funciona parecido a un palé, de modo que si sale el número 18 también gana el 81; el 00 gana junto con el 99, el 11 con el 22, el 33 con el 44 y así sucesivamente. Solo hay cuarenta mil plazas vacantes. Aquel que pierda su billete, pues se jodió; aquel que no escuche su número, también se jodió.

Colmenares se había guardado el billete con el número 27. Cuando Nathanael en la tercera y penúltima ronda dijo “Setenta y dos” supo que había ganado. No hizo una alharaca. Apenas esbozó una sonrisita. Para evitar que algún alma descontenta y envidiosa le arrebatara el billete se dispuso alejarse de allí.

Del otro lado de la puerta el ambiente era distinto. Se notaba al respirar el aire casi medicinal, se sentía en la tranquilidad paralizante y hasta en el color subido de tono de las cosas naturales. Sin lugar a dudas era lo que se llama un cambio de la tierra al cielo.

Los ganadores esperaban en galpones por su destino. Se aprovechó para instruirlos sobre las normas de convivencia. Fue en ese momento que Colmenares vino a enterarse que no todos en el cielo tienen las mismas ventajas.

―Colmenares, por ejemplo, irá a un barrio de tercera categoría―dijo Nathanael.

―¿Y por qué? Yo también tenía un boleto ganador… ¿no merezco el mismo trato que los demás?

―No, usted ganó de refilón. Recuerde que el número ganador fue el 72. El suyo era el 27, o sea que su premio es diferente. Los del 72 irán a un vecindario de segunda y a los que tenían el 27 les toca un barrio de tercera. ¿Entiende?

―¿Entonces por qué al del 72 no lo mandan al de primera y a mí a uno de segunda? ―insistió. Tras amasar fortuna no le encajaba la idea de ir a parar a un barrio de pobres.

―¡Oigan a este! Esa no es la yagua de este alacrán. Qué más quisiera yo, pero no soy quien hace las reglas ―dijo cortando la discusión.

Cualquiera diría que las almas no necesitan espacio, que son inmateriales y podrían morar millones de ellas en la cabeza de un alfiler. Sin embargo acostumbradas a vivir encerradas en los cuerpos que yacen en los cementerios llegan al cielo con sus mañas, viejas costumbres difíciles de erradicar. Para evitar dificultades y disgustos se les asigna un habitáculo parecido al de las larvas en el panal, un nicho de soledad y recogimiento. Era habitual ver a Colmenares a la puerta de su casucha, pensativo, sin ninguna expectativa de irse a mudar de aquellas calles estrechas y laberínticas como hormiguero. Su existencia se limitaba a los rezos y alabanzas, una y otra vez rezongando las mismas aburridas oraciones en una letanía sin fin. Ya hasta se sabía con puntos y comas los salmos de aquel pesado libraco. Eso, definitivamente, no era lo suyo. No había bregado con pobretones, sacándoles hasta el último céntimo para merecer una vida monacal y servil. Se aburría. Un día tomó la decisión de pedir una cita con San Pedro. La lista de espera era larga. De todas formas se hizo anotar. Pasaron años hasta que llegó su turno.

―He recibido informes. Dicen que usted no cumple con sus oraciones ―le dijo San Pedro―. ¿Se siente disgustado?

―Es que no se puede vivir con tanta paz. La vida aquí me sabe aburrida. No hacemos más que rezar y glorificar al Gran Señor.

―Por lo que dice, ¿tengo que pensar que no le interesa la vida eterna? ―dijo San Pedro con gravedad. Colmenares le plantaba sin ambages una idea sediciosa, una desobediencia, y sin embargo era también algo que desgastaba aquellas almas.

―Esto será eterno,  pero es indudable que vida no es ―dijo sin titubear―. A decir verdad eso de querer vivir por siempre es puro egoísmo.

Conmocionado, San Pedro escuchaba. Almas de pensamiento más refinado le expusieron en su momento ideas similares. Lo novedoso en Colmenares no era tanto la idea ni las palabras simples sino la convicción, la sinceridad exenta de plumaje con que esta alma tosca abrazaba su fundamento. Era evidente que los filósofos estaban mejor instruidos y tenían dominio de la lógica, sin embargo en todos ellos vio allá en lo profundo una grieta por donde se les colaba la duda. Colmenares continuó:

―Antes de morir yo era un hombre afortunado, aunque nunca me di cuenta. La vida dentro de un cuerpo tiene sus limitaciones: el cuerpo enferma y envejece, nunca deja de ser una fuente de preocupación. Yo, que estuve enfermo durante años, al menos  albergué esperanzas de que un día pudiera sanar. La gente lucha por algo; es el interés por realizar los proyectos lo que da sentido a la vida a través de los cambios que se producen por el trabajo y los negocios… ¿A qué se reduce ahora lo que hacemos? Solo rezamos. No hay más nada por hacer. Y la verdad es que no se puede llamar vida a esta languidez perpetua sin perspectivas de nada. El tiempo aquí siempre es el mismo, no hay cambio ni siquiera de clima. ¿Se da cuenta? “Vida eterna”, ¡ja! Ahora que tengo la eternidad no tengo vida ni nada.

Mientras lo escuchaba San Pedro se preguntó si no hubiera sido prudente haberse saltado las reglas hablándole antes; quizás pudo haber tenido una oportunidad de encarrilarlo cuando comenzaron sus dudas. Se daba cuenta que eso ya no era posible. Los años de espera le sirvieron a aquella alma para endurecer los ladrillos de su fortificación; Colmenares estaba más allá de la línea de fuego y en ese punto no se le podía acertar un disparo persuasivo que le diera en la sesera ni interferir su albedrío.

―Le agradezco su franqueza ―dijo el vicario―. Pocos han volteado sus cartas de la forma en que usted lo ha hecho. Sobre su problema, me temo que poca o ninguna ayuda pueda aportarle. Como si quisiera contener el agua con los dedos separados, la solución de su caso se escapa de mis manos. El día de la lotería sus pecados le fueron perdonados de modo que ni su renuncia a permanecer aquí serviría de nada.

―El Gran Señor es todopoderoso…

―No podemos envolverlo en piel ajada y devolverle la vida de antes. Cuando un alma abandona la vida terrestre, deshaciéndose de su cuerpo, no cabe más en una nueva vasija. Ni siquiera Cristo al tercer día resucitó en otro cuerpo. Eso de la reencarnación es un mito de un tal Sócrates que recogió su taquígrafo Platón y que si bien él no lo inventó al menos fue su ardoroso defensor. Tampoco está en nuestras posibilidades enviarlo a las termas de Lucifer, Luzbel o como quiera llamarle. La idea en sí es una herejía. Y si el Gran Señor hiciera eso tendría que condenarse a sí mismo por injusto y pecador, la cual es otra idea herética. Colmenares, entiéndalo: usted ahora es un alma pura, inmaculada. Merece la vida eterna.

Sus esperanzas se desvanecían. Ahí estaba el vicario confesándole como si nada que no era cierto que el Gran Señor lo podía todo, que sus habilidades estaban encajonadas en imprecisos límites morales y que debido a esa moralidad él debía permanecer en ese corral de almas que es el cielo comiéndose la yerba de su inconformidad por los siglos de los siglos… Sí, aquello le parecía un secuestro; había sido una estafa, un caso de publicidad engañosa… ¿Y qué pasaba si él persistía en no decir las oraciones, qué podían hacerle?, ¿qué castigo iban a imponerle que no fuera lo que él deseaba: que lo echaran así fuera a empujones, que lo sacaran a la fuerza? Mudarse de allí era su decisión, pero ¿adónde? Tenía que haber un lugar intermedio entre el cielo y el infierno donde se pudiera vivir sin oraciones. ¿Y si tal vez hubiera un cielo de los ateos?

―De hecho, un lugar como ese existe, aunque desde hace tiempo está abandonado―dijo San Pedro leyéndole el pensamiento―. Su dueño, al que le dicen Dante el poeta, ya no se ocupa de las reparaciones. Está conformado por siete habitaciones circulares.

―¿Siete?

―Cada una corresponde a un pecado de los que el poeta llama capitales. Hubo quienes las recorrieron todas antes de llegar aquí. Terminaron sufriendo de mareos. Yo no sé mucho, solo oigo los comentarios que me llegan de vez en cuando. Como usted entenderá, no es un asunto que me incumba.

―¿Y por qué no me lo dijo desde el principio? ¿Por qué ha ocultado la existencia de tal lugar?

―¡Hombre!, ¿no creerá que mi trabajo sea hacerle la propaganda a la competencia? Además le he dicho que nadie se ocupa de él desde que el Dante anda enamorado de la Beatriz ―dijo dando por terminada la entrevista.

El lugar se hallaba deshecho. Le llevaría mucho tiempo y trabajo poner las cosas en orden, sin embargo tiempo era lo que más le sobraba. Se había propuesto regentear el lugar y debía reparar el empedrado que bordeaba el jardín y colocar un letrero. Se ocuparía por sí mismo de los arreglos, eso lo mantendría ocupado: el esfuerzo sería un antídoto contra el aburrimiento.

―¿Para qué lo quiere? ―le había dicho el poeta.

―Voy a poner un hotel, será un lugar de residencia permanente: “Casa Geriátrica y Spa Colmenares” ―dijo orgulloso, extendiendo los brazos para mostrar el tamaño del letrero.

―Cuando yo me ocupaba, el lugar funcionaba como un hotel de paso. Nunca tuve huéspedes con vocación de permanencia, siempre aspiraban quedarse poco tiempo. Pero entiendo que los negocios cambian.

Colmenares comenzó la reconstrucción. Había que ver el entusiasmo con que levantaba puntales para sostener el techo, cómo derribaba la madera podrida, cepillaba los pisos hasta sacarles lustre, clavaba los nuevos marcos de las puertas, pintaba… No se daba cuenta de los cambios que se producían en él tras haber abandonado el cielo. Si al principio se sintió cada vez más fuerte y lleno de ánimo, ya en la segunda semana empezó el decaimiento. Le había llegado de pronto, acumulado como los intereses de una deuda contraída en aquel tiempo de oraciones y salmos. Ese cansancio estaba esperándolo en la bajadita para desquitarse. Lo supo cuando se le cayó el martillo. Una luna menguante, carmesí, perfecta semejaba la cabeza del acero que oblicuo le dio sobre el empeine derecho. ¿Sangre? Eso lo asustó. Colmenares bajaba la escalera tras haber llegado al último peldaño. Venía de regreso, hacia la andrajosa colchoneta, hacia su antigua vida de achaques y dolores.