Por tradiciones orales e informes escritos, quedó asentado en la memoria colectiva de los dominicanos del siglo XIX que la invasión del Estado haitiano a Santo Domingo en 1805 se acompañó de matanzas de nativos. Así quedó recogido en los textos icónicos de los albores de la historiografía dominicana, en particular los del prócer José Gabriel García.
Desde hace años, de manera en lo fundamental subrepticia, salvo alguna excepción, se ha introducido el supuesto de que lo que se denominó degüello de Moca, al retorno de las tropas haitianas tras su fracaso en tomar la ciudad de Santo Domingo en manos del régimen francés, “no existió”.
Estaríamos, de acuerdo con esa aseveración en presencia de un mito de magnitudes insospechables, con el fin de atizar la confrontación entre los dos pueblos. De paso, con esta argumentación se pretende implícitamente legalizar la incursión militar entre febrero y abril de 1805 encabezada por el gobernador de Haití Jean Jacques Dessalines, meses después de haber sido proclamado emperador con el título de Jacques I, en septiembre de 1804.
Es cierto que la invasión no se hizo contra los dominicanos, sino contra los gobernantes franceses, instalados en Santo Domingo desde la expedición encabezada por Charles Victoire Emmanuel Leclerc en febrero de 1802. Como es bien conocido, el gobernador de Santo Domingo, Louis Ferrand, no renunciaba a la recuperación de Saint Domingue, para lo cual dispuso medios ofensivos. La decisión de liquidar la presencia francesa se precipitó a raíz de una ordenanza que autorizaba la captura de haitianos para su venta como esclavos.
Mientras tanto, sectores importantes de los medios dirigentes dominicanos, aunque apegados a la añoranza por el orden español, se plegaron transitoriamente al régimen francés con la finalidad de prevenir el retorno de los nativos de la parte occidental de la isla impuesto en el año 1801 a nombre de Francia para hacer cumplir el Tratado de Basilea. Estos vaivenes, posteriores al Tratado de Basilea de 1795, no pueden ser tratados en estas líneas.
En esa medida, los jefes haitianos identificaron a los dominicanos en bloque como compromisarios del dominio francés y procedieron a cometer excesos criminales sobre personas que no formaban parte de tropas ni oponían resistencia armada de ningún género y ni siquiera tenían una postura política activa.
De estas acciones la que más se ha resaltado es la ocurrida en Moca, al retorno de las tropas por el norte entre finales de marzo y abril de 1805. Pero se produjeron varios otros hechos que no son aludidos en los argumentos revisionistas acerca del comportamiento de las tropas haitianas, como el indudable incendio de La Vega y otras villas.
No está dentro de la intención del presente artículo atizar contraposición alguna entre dominicanos y haitianos. Pero sí rebatir la deriva carente de sustento empírico de negar hechos indiscutibles o bien silenciar su ocurrencia, en aras de denunciar un pretendido “anti-haitianismo” en bloque de los historiadores dominicanos, incluidos los de orientación democrático-liberal, como José Gabriel García. No cabe duda de que hubo recusaciones a actos del Estado haitiano entre literatos del siglo XIX y un estado ampliamente mayoritario de opinión coincidente en la unificación nacional frente Haití, a causa principalmente de las secuelas dejadas por las invasiones iniciadas días después de la fundación del Estado dominicano en 1844.
Quienes niegan lo ocurrido en Moca contraen una responsabilidad ética ante sucesos sobre los cuales no puede haber duda.
Sin embargo, el que se desee rebatir argumentos, por más de buena fe que quiera hacerse, en ningún caso autoriza la falsificación de lo ocurrido. Si se propugna por el entendimiento y la amistad entre haitianos y dominicanos debe ser sobre la base del examen de los problemas del pasado y el presente. Los intelectuales haitianos han insistido en evocar la matanza de 1937, a veces con el argumento soterrado de la culpabilidad de los dominicanos en bloque, lo que no se corresponde con la verdad. Haitianos y dominicanos, de la misma manera, están convocados a evaluar lo ocurrido en 1805. Resulta ilustrativo el afán de unos pocos dominicanos por negar o silenciar hechos de ese año y otros, como el exterminio del Batallón Fijo de Santo Domingo por orden de Toussaint Louverture.
Respecto al “degüello”, se ha esgrimido el argumento de que no hay documentos que avalen su ocurrencia. Tampoco los hay sobre otros hechos indiscutibles, pero eso no tiene nada de raro a causa de las condiciones calamitosas de aquellos días. Por lo demás, todavía no se ha hecho una búsqueda suficientemente acuciosa en los archivos de Francia, hacia donde se enviaban los informes gubernativos.
José Gabriel García, en especial, llenó vacíos en la documentación disponible. Por ello son insustituibles sus indagaciones, basadas en buena medida en la recopilación de testimonios orales, aunque acudió a todo material bibliográfico o documental disponible en su época. En varios de sus textos García recoge la tradición acerca de lo ocurrido en Moca. La verificación de versiones todavía no resultaba demasiado difícil, ya que el Padre de la Historia Dominicana comenzó sus indagaciones a finales de la década de 1850, de lo que es resultado ya su primera obra publicada en 1867. En términos generales había pasado poco más de medio siglo después de 1805 cuando García comenzó a reunir información. Cualquier lectura en clave metodológica de sus estudios pone de manifiesto que se nutrió de fuentes orales para dilucidar acontecimientos desde la década de 1790.
Esto parecería imposible a primera vista, pero pongámonos en la situación del presente. La Revolución de Abril de 1965, acontecimiento culminante de la lucha de los dominicanos por la libertad y la igualdad, todavía puede ser objeto de esclarecimientos variados sobre la base de testimonios de participantes vivos, después de cincuenta y siete años. La diferencia estriba en que, en los cincuenta y cinco años transcurridos entre 1805 y 1860, muy pocos se dedicaron a indagar acerca de hechos remotos, y el que lo hizo por primera vez de manera profesional fue García. De las narraciones y explicaciones de su obra madura se expresó de esta manera en 1880 Pedro Francisco Bonó, otro gigante del patriotismo, de la perspectiva democrática y de la limpieza ética:
Hay en ellas elevación de ideas, reflexiones filosóficas de gran alcance, apreciaciones de un observador profundo, estudio serio de la historia, de su enseñanza, de sus fines, y muy lógicas consecuencias de los hechos…
Y, más abajo, acota este otro prócer:
Nadie hasta aquí se había tomado el trabajo de consultar nuestra tradición y pasado con tanto acierto. Nadie que yo sepa, había dado ese tono a nuestra historia peculiar; y eso merece un agradecimiento…
No pocos otros textos, que podrán analizarse por separado, reafirman la validez de los enfoques y conclusiones de García en cualesquiera materias.
Al margen de la capacidad de García de ejercer la erudición y la crítica de fuentes, entra en la evaluación de su narrativa su talante moral. Los estudios de su vida ponen de relieve su honestidad de una pieza. Así se expresaron no pocos cuando falleció en 1911. García nunca hubiera concedido crédito a versiones que no hubiese comprobado a cabalidad. Por su formato expositivo, en general no refería autores, la ubicación de los documentos o la identidad de sus informantes, pero cuando llegaba a una conclusión acerca de un hecho lo había sometido a la criba de una crítica pautada por el rigor en el conocimiento profesional y la integridad.
Como era inevitable, el historiador nacional prestó suma atención a lo ocurrido en 1805. A partir de sus textos, avalados por narraciones, documentos y tradiciones, se constata que los desmanes de las tropas haitianas se iniciaron a su paso por Santiago en la marcha hacia la ciudad de Santo Domingo, en venganza por la resistencia que presentaron milicianos dominicanos comandados por el coronel Serapio Reynoso. García narra lo sucedido cuando las tropas comandadas por el general Henri Christophe entraron a la ciudad tras aplastar a los dominicanos el 25 de febrero.
… señalando su triunfo con el saqueo de todas las casas, y el asesinato de los miembros del cabildo, don Francisco Escoto, don José de Rojas, don Juan Curiel, don José Núñez del Monte, don Norberto Álvarez, don Antonio Rodríguez y don Blas Almonte, quienes amanecieron desnudos y colgados en los balcones de la casa consistorial.
Y no fueron éstas las únicas víctimas del furor salvaje de los vencedores, que también asesinaron a don Fernando Pimentel y cortaron la cabeza a don Juan Reyes, dirigiéndose a la iglesia mayor, en donde se habían refugiado muchos de los fugitivos, cuando estaban congregados los fieles para oír misa, siendo tanto su furor que las naves del templo y las calles inmediatas quedaron sembradas de cadáveres mutilados, sin distinción de edades, sexos ni razas, habiéndole tocado la muerte más cruel al cura don José Vásquez, que fue quemado vivo en el coro, sirviendo de pábulo, según don Antonio del Monte y Tejada, los escaños y otros objetos combustibles de la iglesia; matanza horrorosa de que solo se escaparon algunos prisioneros, después de condenados a muerte, por intercesión de José Tavares, que militaba en las filas de Cristóbal, y muchos que corriendo los mayores peligros pudieron guarecerse en los montes impenetrables o en las montañas inaccesibles….
¿Hay en este escrito exageraciones o calificaciones discutibles? Puede ser lo primero y cierto lo segundo. Pero solo la relación de los nombres de los asesinados y otros detalles de la narración la hacen indiscutiblemente verídica. Fue el inicio en la región del Cibao de los efectos deletéreos de la invasión de 1805. Todavía el furor de los soldados haitianos en Santiago podría explicarse ante la resistencia de la milicia dominicana. Ahora bien, en el retorno, un mes después, se reiteró el furor en el Cibao sin que hubiera ningún acto de resistencia. El emperador Jacques I probablemente llegó a la conclusión de que los dominicanos en bloque era igual de enemigos que los franceses. Es ilustrativa la diferencia de comportamiento de las tropas haitianas de retirada por el Sur, donde el jefe del cuerpo de ejército Alexander Pétion dio instrucciones de no atacar la población civil.
¿Perspectiva “de clase” sesgando la narrativa de García? Ciertamente el historiador se ubicaba en el pequeño y débil estrato superior urbano, lo que condicionaba irremediablemente el universo de informaciones y análisis. Pero ¿esto lo llevaría a mentir o a alterar deliberadamente la exactitud de la narración? Cierto que los miembros del Cabildo y los sacerdotes asesinados pertenecían a los sectores dirigentes, pero ¿y los demás, sin nombres recogidos en esta narrativa, masacrados en las calles o en el templo o que escaparon hacia la Sierra para salvar sus vidas? ¿Se justifica la atrocidad a partir de la noción de clase? ¿O mediaba en verdad una visión pautada por el exclusivismo étnico?
Quienes niegan lo ocurrido en Moca contraen una responsabilidad ética ante sucesos sobre los cuales no puede haber duda.
Roberto Cassá en Acento.com.do