Jeanine Meerapfel es una importante cineasta, guionista y productora argentino-alemana. Su producción es profusa y de gran calidad, premiada y considerada en los certámenes del género más importantes de América y de Europa. Debutó en 1980 con el largometraje titulado Malou, y al año siguiente produjo En la tierra de mis padres, un documental de 93 minutos que la hizo acreedora del premio Ducado de Oro, otorgado por el Festival de Mannheim-Heidelberg, en Alemania.
Atraída por la idea de conocer sus raíces, desde 1964 se estableció en Alemania, asiento de sus antepasados. Allí se dio cuenta de lo acertada de su decisión para la orientación de sus guiones, por lo que resumió su experiencia al afirmar: hacer conexión con el pasado es la forma más natural de asumir la identidad, con lo cual, agrego, se garantiza su conservación. Con los resultados de su búsqueda, infiero que no sólo produjo su segundo documental, sino que, sin proponérselo, Meerapfel dejaba planteada la necesidad de combinar lo antropológico, lo histórico y lo sociológico en el estudio de la identidad cultural.
Hoy se acepta que el tema de la identidad no es motivo de preocupación para los países desarrollados. Para sus intelectuales se trata de un tema agotado, antiguo, diferente a lo que ocurre en nuestro medio. Entre nosotros, en los términos de Cardoso y Faletto, dada la condición de países periféricos, y por ser un producto histórico-cultural relativamente nuevo, sigue vigente la necesidad de la autoafirmación y defensa de lo que somos. Esto es más decisivo por las fuertes amenazas del mundo globalizado del siglo XXI, a pesar de que esta realidad no implica cerrar las puertas, pues la apertura hacia otras colectividades consolida el sentimiento de la identidad.
A pesar de que la bibliografía acerca de los conceptos referidos es abundante, los intentos de caracterizarlos no son abundantes, especialmente cuando se trata de buscar aportaciones teóricas al respecto. En cuanto a su asimilación, entre las aproximaciones más útiles figuran las de la psicología y la sociología. Para estas disciplinas la identidad resulta de procesos sociales inconclusos, pero en cuanto a su búsqueda, es decir, a la tarea de explicar el origen de una comunidad determinada, sale a colación su carácter histórico. Señala Ubieta Gómez, especialista cubano en el tema, que dicha búsqueda no se limita a simples realidades, sino al establecimiento de identidad de sentidos que parte de la unidad en la diferencia o en la diversidad.
La identidad implica la forma en que los individuos o grupos se reconocen o establecen la singularidad entre ellos con respecto a otras colectividades. Asumir este comportamiento remite a un acto de conciencia que parte de una realidad objetiva y subjetiva de carácter histórico. Es decir, la identidad va más allá de quienes la asumen y la enuncian. Su formación lleva consigo procesos colectivos que superan lo individual.
La identidad se manifiesta de múltiples formas, en el campo ideológico, de los valores, de lo tangible e intangible. En cualquiera de sus manifestaciones, la identidad es un hecho cultural, es la puesta en práctica o el acto de reconocimiento de una cultura: etnia, costumbres, modos de vida, creencias religiosas, idioma, territorio y otras expresiones. Esto se torna más claro cuando una cultura, ante la necesidad de garantizar su existencia, se ve precisada a marcar la diferencia con otras, frente al otro, dirían los antropólogos. Como muestra tenemos el espacio que ocupan los grupos minoritarios establecidos en los grandes países. La cultura oficial de los Estados Unidos, por ejemplo, habla de afroamericanos, hispanos, católicos y otros. Cuando esos grupos están en capacidad de hacer valer sus singularidades frente a la pautado por lo oficial, o sea, lo preponderante en términos sociales, estamos ante ejemplos de expresiones de identidad como un recurso de afirmación colectiva.
De lo dicho se desprende que, según afirma la historiadora chilena Ilse Saso Olivares, la identidad guía el concepto de identidad cultural. Este se fundamenta en los rasgos diferenciadores de varias culturas, expresa vivencias compartidas, afinidades de sentimientos y emociones. Además, la identidad comporta la manera concreta con que, “en una situación dada, una colectividad expresa sus necesidades, anhelos y sus proyectos.” Entonces, la identidad cultural es una toma de conciencia, no se da por simple adopción o acuerdo.
La identidad cultural sintetiza el sentido de pertenencia a un devenir histórico particular. Es un sentimiento de mutuo encuentro de una sociedad o país, que luego se hace extensivo a otros grupos o comunidades. Se resume en la asimilación de procesos históricos y sus lecciones; y del reconocimiento de que toda cultura es un producto que cambia con el tiempo gracias a su dinámica interna y a la influencia de factores externos o del contacto, muchas veces forzoso, con otras culturas. Los efectos de estas influencias se sitúan en tres planos: la aculturación, que resultada de la adopción de elementos de otras culturas; la deculturación, que consiste en la pérdida de expresiones de la cultura propia; y la transculturación, que implica la transformación considerable de una cultura por la imposición de otra. En los dos primeros casos, por tratarse de la asimilación o pérdida de elementos culturales aislados, no está en juego la identidad cultural, en el tercero sí.
En sí, para comprender los efectos de los cambios culturales es necesario, cual hiciera Meerapfel, buscar en el pasado, las raíces que trazan los ejes de lo singular dentro lo general. Como ella, asumamos la premisa de que lo de ayer importa, si queremos una intelección provechosa del presente.
Finalmente, destacamos que la identidad cultural no es excluyente, ni se impone ni se trasplanta. Esto no fue posible ni siquiera en los procesos de conquista más conocidos. En el caso de la expansión de Europa en América, por ejemplo, los resultados de la cultura por trasplante no fueron los esperados. Bien se sabe que de sus intentos surgió el crisol cultural que identifica a todo el continente.