“La verdadera reconciliación expone el espanto, el abuso, el dolor, la herida, la verdad”. Desmond Tutu

En julio del 1975, un hombre mulato, joven y con bigote se dirige caminando con seguridad, pero tratando de no llamar la atención, al puesto del agente de migración más cercano. Hace todo lo posible por ignorar los letreros de “soldado, el comunista es tu enemigo” que durante los 12 años de Balaguer abundaban en el Aeropuerto Internacional de las Américas. Necesita ignorarlos para poder mantener la compostura y viajar hacia Budapest, Hungría a representar el Partido Comunista Dominicano (PCD) ante la Federación Mundial de la Juventud Democrática. Uno de sus amigos y camaradas del PCD, periodista también, había sido asesinado solo cuatro meses antes en la calle José Contreras y esa era una de las razones por las que se decidió que saliera del país por unos años.

 

Varios pasos atrás en la fila una mujer rubia, joven también y de ojos verdes, trata de ocultar los nervios mientras carga a su niña de dos años y observa al hombre mientras conversa con el agente. La niña, por suerte, está distraída con su vestidito nuevo de Ana Regina y sus moñitos. El acuerdo es que ella se devuelva a la ciudad (“camina despacio”) si a él lo detienen al pasar por Migración. Ambos saben que todo es posible. Él no es tan conocido como su camarada asesinado pero ¿y si el agente lo reconoce de todas formas? ¿Y si no se cree la historia de por qué va a París (Hungría no se puede mencionar porque está prohibido viajar a la URSS o a cualquier país “de la órbita socialista”)? ¿Y si, después de descubrirlo, se encuentra con uno de los fanáticos de los letreros que cree que la gente de izquierda y especialmente las y los comunistas son “el enemigo”? ¿Y si termina también asesinado como su amigo Orlando, como Amín, como los Palmeros, como tantas y tantos otros?

 

El hombre joven era mi papá, Arsenio Hernández Fortuna, la mujer joven era mi mamá Yluminada Medina Herasme y yo era la niña con los moñitos. Por suerte para papi y mami, para mí y para mi hermano Aníbal que nacería después en Hungría, el agente no reconoció a mi papá. Papi pasó y luego pasaría mami conmigo. Fuimos de las familias afortunadas que no se quedaron incompletas y con un hoyo (o varios) en el corazón por los asesinatos impunes de la Banda Colorá y la represión generalizada de los 12 años. Es una de las historias que mami nos ha contado a Aníbal y a mí una y otra vez y la escribo para ustedes y para mí para que no se borre, como tantas veces, el pasado.

 

Porque en República Dominicana, como en muchos países, tenemos la mala costumbre de barrer la historia que no nos gusta debajo de la alfombra. Por ejemplo, en Estados Unidos, la mayoría de mis amistades, colegas y estudiantes todavía se sorprende cuando se enteran de que EEUU ha llevado a cabo más de 200 invasiones de otros países alrededor del mundo (incluido el nuestro) porque no aprenden “esa” historia en la escuela. Las pocas veces que se mencionan hechos de este tipo se hace con eufemismos como cuando se llama a la invasión de México en 1846 la “Guerra entre México y EEUU” ocultando que fue provocada por el entonces presidente estadounidense James Polk para garantizar la expansión de su país incorporando lo que es hoy es California, Tejas y otros estados.

 

De forma similar, en Francia por décadas los libros de historia en la escuela dedicaban un capítulo completo a la esclavitud en los EEUU, pero solo unas líneas al sistema esclavista que implantaron en Saint Domingue y a la Revolución Haitiana. Eso claro sin mencionar que Francia obligó a Haití a pagar el equivalente a 560 millones de dólares de ahora para finalmente reconocer su independencia “compensando” a Francia por las pérdidas materiales que le ocasionó la Revolución (léase, la liberación de los seres humanos que hasta ese momento trataban como simples mercancías). Una serie publicada por el New York Times el año pasado consultando documentos históricos y personas expertas en el tema llegó a estimar que, de no haber sigo obligado a hacer esos pagos, Haití habría podido agregar por lo menos 21 miles de millones de dólares a su economía en los últimos dos siglos y no sufriría la pobreza rampante que conocemos hoy. (Otras estimaciones en dicha serie hablan de hasta 115 miles de millones).

 

En nuestro país, el debate sobre la escandalosa inclusión de Ramiro Matos González, un conocido militar de la dictadura trujillista y asesino de héroes nacionales en la Academia Dominicana de la Historia reactivó el interés sobre la importancia de la historia no solo como disciplina sino como el legado que cada generación deja como guía a las siguientes. Como habían denunciado Minoú y Manolo Tavárez Mirabal y destacó la historiadora Quisqueya Lora en este mismo medio: “La pertenencia de Ramiro Matos a la Academia es una afrenta a la memoria de los héroes, heroínas y mártires que han luchado por salvaguardar la democracia”. Es un intento más de ocultar la historia de la que nos avergonzamos pretendiendo que no existe, que nunca existió, en vez de asumirla y denunciarla para poderla cambiar.

 

Tanto Quisqueya, como la también historiadora y profesora y además expresidenta de la institución, Mukien Sang Ben, enfatizan en sus llamados a la Academia que la historia no es simplemente la “descripción del pasado” sino que es toda un área del conocimiento sobre la vida humana en la que, por tanto, se requiere ejercer un análisis crítico constante. También en un debate similar en las redes sociales se destacaba la importancia de las Comisiones de la Verdad que en diferentes países han realizado ese ejercicio crítico de sacar la basura de debajo de la alfombra y luego la han lavado y limpiado el piso antes de volverla a poner. Como decía el obispo y teólogo Desmond Tutu, coordinador de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Suráfrica, hay que sacar a la luz y reconocer los hechos horribles si realmente queremos evitar que vuelvan a acontecer. O para usar las palabras de Roque Santos, filósofo y colega articulista en Acento: “Es hora de que pongamos sobre la mesa el papel de los historiadores en la legitimación de unas figuras que riñen, en su accionar público, con la ética y promueven el conservadurismo rancio que se impone en la sociedad dominicana”.

 

A quienes venimos de las humanidades y las ciencias sociales no nos sorprende este barrer la mugre de la historia bajo la alfombra. Aprendemos en nuestras disciplinas que los países (como las empresas, los grupos y las personas) también hacen relaciones públicas. También se presentan ante el mundo y ante su propia gente con su mejor cara (incluyendo la famosa “marca país”) y hacen todo lo posible por esconder sus defectos y abusos de poder. En parte porque los gobiernos saben, aunque la gente que trabaja en ellos no haya leído al historiador y politólogo Benedict Anderson, que las naciones son “comunidades imaginadas”. No conocemos a todas las personas que son parte de la comunidad que es nuestra nación pero nos sentimos conectadas con ellas a través de un vínculo imaginario representado por los idiomas que usamos, las instituciones que heredamos o por las costumbres y la historia que tenemos en común. Y cuando esa historia es vergonzosa y terrible, mucha gente piensa que es necesario negarla para que la nación pueda sobrevivir y avanzar. Nada más alejado de la verdad.

 

En estos días en que asistimos a las revelaciones del caso Calamar, recordemos que el legado del trujillato y de los 12 años de Balaguer no se queda en lo estrictamente político ni en un solo partido. Abarca también lo acostumbrada que está una parte importante de la clase política (que no toda, tuve el honor de trabajar en el Estado con políticas y políticos íntegros) a asumir el dinero y las instituciones públicas como su propiedad privada. La basura que tenemos acumulada bajo la alfombra sigue contaminando no solo a los partidos herederos del autoritarismo, sino también a tantas y tantos discípulos de Juan Bosch y Peña Gómez, los dos líderes que más lucharon por desmontarlo. Ignorar, en vez de asumir y entender la historia (la que nos gusta y la que no) nos condena, como dice la frase famosa, a repetirla.