En la poesía de José Mármol (Santo Domingo, 1960), poeta y ensayista dominicano, cohabitan y dialogan la naturaleza y lo cotidiano, el amor y el pensamiento, bajo el imperativo estético de lo que él mismo llamó –como teórico de su generación–, en los albores de la efervescencia intelectual de los años 80: “la poética del pensar”. El mundo poético que crea, funda y recrea está, por así decirlo, dibujado por su palabra pensante, con la que reinventa un universo lírico poblado de símbolos, y en el que resuenan los ecos del silencio, la sabiduría ancestral, la magia del mar y la música del amor. Así podemos sentir los efluvios de su lirismo y las reverberaciones de los días y las noches, en su más transparente plenitud. Su poesía, aunque proviene de lo reflexivo, ha ido derivando en sus últimos libros hacia perfiles cada vez más autobiográficos, íntimos, cotidianos y personales, hasta crear una cartografía lírica más vinculada a la experiencia de lo visible y lo sensible, lo sentido y lo evocado: lo familiar y lo contextual.
Confluyen en su universo poético, a un tiempo, la infancia feliz y la orfandad; igualmente, el mar, en tanto espejo del recuerdo –como imagen obsesiva de la inmensidad y el infinito–, y el río –como metáfora de la temporalidad y del devenir. Hay, además, en su poesía de madurez, una nostalgia por volver a vivir la infancia como promesa de felicidad, ante el imperio de la decadencia del cuerpo, disipado por el tiempo biológico: el mar de su primera infancia y el río de su adolescencia. De modo que la imagen del río y del mar pueblan su cosmos y su imaginario. Su poesía parece ser edificada más con el ojo y la mirada que con el oído y lo escuchado, y cuyo universo simbólico da la impresión de provenir menos de la noche que del día. Nace de la insularidad para empinarse hacia la universalidad: poesía con vocación de pensamiento que nace de la isla dividida para dialogar con el mundo, desde el yo lírico hasta la otredad, en una búsqueda y encuentro con lo ancestral, primigenio y seminal, y en una suerte de viaje a la semilla del asombro y la sabiduría.
Retrato de la nostalgia y autorretrato del espíritu, en su universo poético la amada también actúa no solo como cuerpo sino como personificación del deseo: del amor encarnado en erotismo y del otro femenino como alteridad. El amor impersonal, en ocasiones, y en otras, una imagen del deseo erótico sin objeto de deseo, en una suerte de despersonalización. Lo frío y lo caliente, lo húmedo y lo seco, “lo crudo y lo cocido” –en la acepción de Levi-Strauss—se atraen recíprocamente, proceso en el que lo poético se transfigura en pretexto de escritura, y donde el pensamiento –o lo conceptual– se permea o se subsume —o se consustancializa—con el cuerpo amado.
Si bien como dijo Unamuno, que “una mujer es todas las mujeres”, en el mundo que crea o recrea el poeta Mármol, la mujer es un ser único, irrepetible –y que, en la tematización del amor más sublime, lo encarna su esposa Soraya (y de ahí que sea un personaje recurrente, y, que, en algunas ocasiones, le dedique poemas de amor). La mujer representa, pues, en su poética, la perfección, la pureza, la posesa del don del amor y la procreación, la belleza y la atracción dichosa. Es carnalidad y espiritualidad, es decir: más salvación que perdición, menos culpa que perdón. La naturaleza y su prolongación. O, como diría Hegel de la belleza: “La percepción de una idea”. En Mármol, la mujer es, en la poesía, el ente lírico, que también es impulso de creación, objeto carnal de la intimidad, inspiración verbal de lo soñado. Paradojas del deseo y dilemas del amor. La poesía es aquí bolero o bachata: tristeza y alegría; tragedia y comedia. En estas páginas se sienten el vuelo del amor y el viaje del cuerpo: la playa o la isla, el aire o la noche, la sombra y la luz. El ardor del deseo y el sonido de la piel. Es decir, hay, además, música, pintura o dibujo. Poesía táctil, donde las manos y la voz configuran el leitmotiv de la palabra del poema. El laberinto del amor y sus delirios. El amor como comunión de la mirada y el cuerpo, el deseo y la correspondencia, la atracción y la conjunción. El poeta deviene en voyerista, veedor de bañistas y de tatuajes de mujer en las playas. El beso de los amantes aviva y atiza la pasión amorosa, ante el acecho de sus enemigos: los celos y la rutina del amor, en su lucha contra el olvido, el desapego y la pena. Pero un fuego enciende el amor: la desnudez. Luego la cópula, el sexo y el erotismo lo realizan. Del origen del amor en Provenza con el “amor cortés”, en el siglo XI, hasta su consumación –su llama azul que no quema, pero hiere–, la poesía se ha nutrido del dolor, la pasión, el desamor, la seducción, la atracción o la separación de los amantes. Así fue desde el Medioevo, del amor noble y caballeresco, como se originó la poesía lírica misma, con los trovadores y juglares provenzales, en que la relación amorosa entre la dama y el caballero era de puro vasallaje. De modo que el amor ha evolucionado, como el sexo, de ser secreto, por conveniencia y por arreglo entre la nobleza, distante de los valores del “sacramento del matrimonio”, hasta el amor prohibido o adúltero. Desde la contemplación y el diálogo hasta las caricias y los besos, los delirios del amor son inescrutables y misteriosos. Del amor platónico –o idealizado– hasta el amor místico, las pulsiones del deseo amoroso, en los juegos de la seducción, conforman uno de los grandes enigmas de la condición humana. El deseo erótico es apasionado y a la vez trascendente. Las formas del amor cortés como presencia tienen sus antecedentes en la poesía árabe, cátara o en la mística cristiana, cuyos orígenes en las cortes principescas y ducales en Provenza, Aquitania o Borgoña, del siglo XI al XII, conformaron un poderoso movimiento en la lírica europea, que se extendió hasta el siglo XIV. Y que también tiene, en la tradición hispánica cristiana, su mediodía en la lírica galaicoportuguesa y catalana, pasando por el dolce stil nuovo del Renacimiento italiano de Dante y Petrarca, desembocando en la lírica inglesa de Chaucer, y alcanzando gran esplendor durante la poesía romántica europea de los siglos XVIII y XIX (desde el sturm und drang alemán hasta los poetas ingleses del distric lake).
Como se ve, esta muestra de textos, titulada Invitación al vuelo, de José Mármol, conforma una antología poética personal de su vasta producción, cincelada, esculpida y escrita no sin ahínco, tesón y pasión, en la que el lector podrá detectar –y observar– giros expresivos y recursos estilísticos que articulan un corpus de descripciones, definiciones y cambios de sujetos de la persona lírica: la potencia de las adjetivaciones, las recurrencias de las sinonimias o el ritmo vertiginoso de las anáforas. A menudo se siente, o se percibe, o bien se confunde la voz poética, entre el yo personal y el yo lírico, la memoria y el presente, lo real y lo ficticio, con una insólita maestría verbal y con no menos pulso creativo. La memoria del amor y del deseo ocupa un espacio protagónico en sus poemas más intimistas. Y no sin frecuencia, se sienten, escuchan los ecos, las reverberaciones o los latidos de un soliloquio, como si el sujeto lírico estuviera hablando consigo mismo o monologando con la otredad, en una especie de solipsismo ontológico de la experiencia poética. En la atmósfera de su obra lírica, en el fondo, se percibe una anécdota, que enmarca no pocos poemas, pero que la trasciende con su talento poético y con el eco de su canto interior. Así pues, en muchas piezas –en verso o prosa–, la anécdota tiende a servir de impulso de creación. El cuerpo femenino del deseo, en gran medida, en sus poemas de amor, adopta una voluntad amatoria. De modo que, la mujer se transfigura en sujeto del deseo, en espejo de la escritura del poema. Desde su opera prima hasta el presente, el grueso de la poética marmoliana tiene como eje motriz –o voluntad creadora– el amor y la mujer, con todas sus simbologías y representaciones. Por consiguiente, su pulso imaginativo siempre lo motoriza y combustiona la pasión amatoria, en la tradición de la gran poesía amorosa de Occidente.
Desde la poesía de la inocencia fantástica y la poesía de la experiencia verbal, del amor y el erotismo, se produce un discurso poético entre el mundo rural y el mundo urbano, en que se superponen –en un contrapunto mágico, en un péndulo de amor y desamor, atracción y repulsión, memoria y olvido– los avatares existenciales que atormentan a la vez al poeta y al hombre común, al viajero y al sedentario.
Mármol puebla su mundo de seres que asisten a la renunciación ascética de las cosas del mundo, desde un estado erguido de contemplación. Es decir: del amor y sus prohibiciones, del erotismo y sus interdicciones, del cuerpo y sus excesos, del deseo y el desamor. Para su ser poético, el mundo y la sociedad representan un paisaje simbólico de la economía del goce, en la tradición de la poesía ascética, esa que se caracteriza por la economía de la exuberancia y la depuración de los excesos de la imaginación y la sensibilidad. De ahí que, a mi modo de ver, la poesía de José Mármol orilla la experiencia de la poesía pura, pues se opone a la elocuencia y a la retórica románticas, buscando la esencialidad del verso: persigue iluminar, desde la introspección intuitiva e imaginaria, la soledad y el sufrimiento, el dolor y el placer.
Otro aspecto que destaco en su obra poética es su magia verbal y su dominio técnico del verso, que se expresan en su versatilidad sintáctica y variedad estilística –y que se remonta a su obra seminal, El ojo del arúspice, de 1984. De modo que forma y sustancia poética se yuxtaponen, en la página, en un juego de los versos, y en sus estructuras rítmicas. Mármol ha escrito una poesía confesional y testimonial, poblada de las simbologías de su memoria erótica y autobiográfica, y en la que no faltan el dolor y el placer, en sus múltiples vertientes inherentes y consustanciales a la vida humana: poesía no de la acción, sino de la contemplación desgarrante, en su esencia ontológica. De ahí que su ser poético busca recuperar una memoria espiritual, perdida en los meandros existenciales como ente humano y social; es decir: entre su insularidad y su soledad ontológica. No reflexiona lo contemplado, sino, antes bien, emplea la experiencia de lo mirado como laboratorio estético, y teje sus versos con la materia de lo visto, no con experiencias puramente verbales. De estilo gráfico y sencillo, pero con un gran vigor en sus imágenes y un rico dominio en la construcción del verso y de la frase poética, Mármol nos revela un mundo lírico que toca, no sin frecuencia, la transparencia del verbo. Logra así, un equilibrio expresivo entre la sencillez y la profundidad, la oscuridad y la transparencia, la luz y la sombra.
En esta muestra poética de sus poemas de amor y desamor hay un canto al cuerpo erótico femenino, a la sensualidad que brota a flor de aire o de piel, como en varios de sus libros. Su ser poético busca la reconciliación con su otra voz, en un viaje hacia el centro de la expresión estética, que es un viaje, al mismo tiempo, a la intemperie, donde la piel se abisma contra el mundo.
La suya es una obra poética escrita no desde el espacio del insomnio, ni de la ensoñación, sino desde la vigilia del pensamiento, que vuela por los territorios de la contemplación conceptual: capitaliza su acción y la pone al servicio de un ideal lírico. En su universo poético –entre Dios y la muerte- aparece el amor, encarnado en la figura de la mujer, que se transforma en espejo de la pasión erótica y el deseo carnal, y que, por ende, postula una voluntad de vivir. En Mármol, como en Octavio Paz, la poética de la escritura se lee como una erótica. Su idea de Dios (otro de sus temas simbólicos que conforma el centro de gravedad de su sensibilidad e imaginación) se define en una angustia ontológica, que sólo se disipa con el amor y el erotismo. Esa búsqueda erótica viene a llenar el vacío dejado por la plenitud de Dios y su omnipresencia trans-temporal, atizada acaso por la idea de la “muerte de Dios” de Nietzsche (filósofo sobre el que versó su tesis de grado de 1984). La idea del amor en Mármol, pues, prolonga el deseo de vivir, en que el instante temporal se eterniza en la pasión amatoria. La poesía amorosa, en efecto, tiene en nuestro poeta, un tiempo y un espacio centrales; poesía que se remonta a la mejor tradición de nuestra lengua, en la época contemporánea, en la que Pablo Neruda y Pedro Salinas dejaron una huella y un signo visibles, y una impronta estética y sensible en el orbe hispánico, y de modo especial, en el autor de La invención del día (1989). Elogio y homenaje a la mujer (madre y esposa), al cuerpo erótico y a la perfección femenina, la poética amatoria en Mármol lo sigue –o persigue– como una luz que desnuda su deseo y su voluntad para anidar en el territorio de lo sagrado. Eva antes que Lilith, en su poesía, la mujer no encarna el pecado ni la perdición; ni el vicio ni la lujuria, sino la cura y la salvación, y de ahí que su universo lírico se matrimonie con lo sagrado, antes que con lo demoniaco. Es decir, no la mujer fatal (femme fatale), que eternizaron los poetas románticos y surrealistas, sino la mujer dichosa, abnegada y fiel, en la mejor tradición judeocristiana.
El cuerpo femenino ocupa, pues, un tiempo central en sus reflexiones filosóficas y en sus inquietudes poéticas, fenómeno que se prolongará en sus libros posteriores. La carne viene a ocupar el vacío de lo desconocido, y a negar la muerte, a disipar su inefabilidad e inexorabilidad, en suma: su absoluto. De ahí que su ser poético postule una pasión deseante por perseverar en su ente, en su inmanencia, antes que trascender el vacío del otro absoluto: la muerte. Así pues, Mármol, consciente de este dilema, emplea el lenguaje poético y extrae de su forma la sustancia del pensamiento, en una crítica a la tradición del lenguaje filosófico. En efecto, funda así una poética que tuvo su auge durante el romanticismo poético europeo, pero que había nacido en los albores del pensamiento occidental helenístico y en la aurora de los orígenes de la filosofía. La suya es una poesía que critica el lenguaje filosófico y la forma de hacer poesía tradicional, acaso sin una conciencia clara y firme de que estaba haciendo, por así decirlo, una revolución en la tradición poética criolla; es, a un tiempo, crítica a un estilo poético, y, por tanto, al lenguaje de la tradición de la Generación de Postguerra de la República Dominicana, de mediados de los años sesenta, cuya poética se fundamentaba en lo social y lo político, o sea, en el hecho histórico, en lo circunstancial.
La de Mármol es, en síntesis, poesía de la experiencia del pensamiento, que depara en crítica del lenguaje poético mismo y en poesía de aliento filosófico, sin distanciarse de la conciencia estética de que la poesía es, a la vez, un equilibrio entre la emoción y la idea, la intuición y el intelecto, la pasión y el concepto. Apelación, a un tiempo, al reino de la inocencia y a la experiencia libresca, Mármol crea un corpus poético, elaborado a menudo con la sustancia del asombro y la costumbre, que va del relámpago verbal al ethos. Y, en ese equilibrio, radica, a mi modo de ver, la clave de su poética y de su mundo lírico, y más aún, de su concepto del poema (en verso, en prosa poética, y como poema en prosa). De ahí que resuenen, en su mundo metafísico, los estertores y los ecos del pensamiento y la razón sensible, desde su pose contemplativa y reflexiva.
El tono sensual que alcanza su poética hasta el presente ha evolucionado desde una especie de lirismo conceptual hasta dar con el meollo de un pulso verbal cada vez más sensible y emotivo, menos cerebral y más carnal: es decir, de una corteza racional a una superficie cotidiana
*Nota. Prólogo a Invitación al vuelo. Antología poética personal, de Editorial Huerga & Fierro, Madrid, 2023.