A: Armando Almánzar B., quien me enseñó a leer a Roland Barthes.
Vamos a empezar con una “generalidad”: no existe el mercado del texto. Entonces la escritura es un acto de inocencia en una época de ofertas y demandas. El que escribe debe tener claro que no lo hace para nadie. Si algún lector busca el placer de lo decible, deberá ser bajo su propio riesgo. Solo escribo para inscribirme en una pasión, no para adscribirme al mercado de las ideas banales.
Si existe un país en el mundo, donde cobra radical sentido la frase barthesiana que afirma: “la escritura y el lenguaje son los movimientos de una succión sin objeto”, es el nuestro, donde el lector no puede ser apelado aun por el mejor ensayo sobre nuestras ficciones o realidades. Casi nadie desea al texto. Definitivamente, somos lectores ocasionales de lo foráneo y enfermos fóbicos de lo intrínseco.
¿Por qué ese miedo al texto/espejo? En el limite de esa pregunta opera la alienación, y cuando nos acercamos a lo propio, lo hacemos con prejuicio y cautela, encontrando siempre fallas imaginarias o reales, hipertrofias en fin que evidencian el síntoma neurótico de la auto descalificación. Persiste ese a priori que han llamado pesimismo dominicano y que, pienso, es pensamiento del subordinado.
Escribir en estos tiempos es peligroso o inútil. Cada vez es más estrecho el rango de sujetos con una reflexión ética o perversa ante el poema, la narración o el ensayo. Lejos de fundar un espacio crítico escritor/lector, la voz solo encuentra el abismo del silencio o la porqueriza de las bajas pasiones. Lo primero nos convierte en minotauro, lo segundo, en simples tachaduras.
El goce de la escritura es soledad. Una soledad aceptada como clivaje de la comunión que hoy o mañana alcanzará el texto, no el autor. Sobre todo en una sociedad como la nuestra, cuya práctica es póstuma: solo de muertos reconocen la obra sin las objeciones que el “instante insostenible” impone a la lectura de lo propio. Si el escritor se me parece, no puede ser bueno.
Después de la muerte de Dios, es posible el suicidio del texto que se niega a ser mercancía y seguir existiendo sin embargo.
El escritor es punto de cesura entre la locura y la razón, por eso escribe donde menos se espera: desde la gozosa revelación para nadie. Aunque esta afirmación puede aplicarse hoy en cualquier país, en el nuestro es verdad radical. Por ello nos preguntamos: ¿para que escribir allí donde hay un no/saber? Allí en donde parece atomizarse el poder social por la techné, la escritura no es un artificio; escribir es perversión, ulceración, vuelta.
Parece que en la sociedad desfondada y sin bordes ya no se trata de la “autoridad del saber”, si no de su anulación para instaurar la plena ignorancia del usuario, lo que permite un ejercicio de la persuasión pura del objeto, donde se desdibuja la ética del poder, y donde no podremos encontrar tampoco una ética del subordinado.
Por eso hoy, como nunca, y aquí, más que en cualquier otra parte, escribir es un acto de rebelión. El libro será, por algún tiempo, un ataúd de palabras, pero no así el acto de la escritura. Los lectores válidos parecen muertos, pero la producción de ideas genera reencarnaciones. En esta era del vacío –al decir de Lipovetsky– si cada sujeto solo vive para sí, entonces parece un imperativo para el escritor continuar su ejercicio autoerótico: la escritura como acto de soledad.
Empero, la ruptura de algo, la liberación del lenguaje de su uso instrumental, la premisa de la ficción y el poema; la exploración crítica del ensayo en los limites verdad política/verdad texto, moverá a unos pocos lectores; lo hará aunque sea necesaria la labor de canillita de las ideas, como enseñó Pedro Peix; haciendo “legible” la desgarradura, fundando el texto, aun no sepamos para quien. La obra deberá pesar en alguna conciencia, y abrirá las puertas de su goce al lector “voyeur”.
Después de la muerte de Dios, es posible el suicidio del texto que se niega a ser mercancía y seguir existiendo sin embargo. Fundará tal vez mitogonía y volverá al hablante —ahora mudo– y sucederá la comunión soñada por Paz. Mientras eso sucede, la vibración del corpus textual sigue tejiendo, alimentándose de pensamiento crítico, más acá de los pesimismos y más allá de los odiadores. Porque nadie odia más que el que nada hace.
Al final, alguien se arrojará a estos abismos.