En una ‘capsula’ anterior mencioné que entre mis recuerdos de la República Dominicana a principios de los años sesenta tenía una placa de bronce en la que estaba grabado “En esta casa, Trujillo es el Jefe”. La semana pasada encontré otra reliquia: un LP inocentemente titulado “Música – Parte de Nuestra Historia” y valorado en 35 pesos. En su portada, el retrato del Generalísimo en uniforme de gala. En letras más pequeñas se lee la lista de canciones, que incluyen “la Voz del Jefe”, “Era del Benefactor”, “Era Gloriosa”, “Padre de la Patria Nueva” y “R L no lo Tumban”. Presumiblemente, las iniciales R L corresponden a "Rafael Leonidas", en retrospectiva, no una nomenclatura reflexiva.
No debí sorprenderme que se hubiera puesto música a la glorificación de El Jefe. Que yo sepa, ningún otro caudillo en el hemisferio, con la posible e improbable excepción de Trump, podría desafiar a Trujillo como maestro del narcisismo exuberante. Un segundo cercano sería el Dr. Francia, dictador de Paraguay de 1814 a 1846, quien insistió en que sus súbditos se dirigieran a él como “El Supremo”. Tanto Trujillo como Francia dejaron legados de éxito económico y brutalidad espantosa. En el caso de Trujillo, la oscuridad pronto extinguió cualquier luz.
En la mañana del 30 de mayo de 1961, Radio Caribe (la voz del SIM) acusó al Padre McNabb, un sacerdote canadiense de la Orden “Scarboro”, de pasar drogas a los adolescentes; este y otros ataques difamatorios estaban vinculados a la negativa de la mayoría del clero a respaldar la propuesta de que Trujillo fuera nombrado ʺBenefactor de la Iglesiaʺ. El Padre McNabb y otros dos sacerdotes canadienses vivían en Haina. Parte de mi trabajo en la embajada era consular, lo que incluía, cuando era factible, el bienestar de los ciudadanos canadienses.
Esa tarde (30 de mayo de 1961) partí hacia Haina, junto con un amigo y mi perro criollo, Mamouna. Seguí el patrón habitual de conducir por la comunidad para asegurarme de que el SIM local estuviera al tanto de nuestra visita. Después de este mensaje, posiblemente ineficaz, el Padre McNabb y sus colegas nos invitaron a la casa curial. McNabb estaba imperturbable y en su habitual forma entusiasta. Después de tomar un poco de ron y comer unos tostones salimos de regreso a la ciudad.
Recuerdo esa noche vívidamente. Soplaba una fuerte brisa. Las sombras galopaban a lo largo de la carretera mientras las nubes pasaban junto a la luna llena. Altas espumas de rocío brillaban a través de la resplandeciente luz plateada. A ocho kilómetros de la capital nos detuvo el SIM: dos agentes y su ominoso 'cepillo'. Sus ametralladoras asomaban por las dos ventanas delanteras abiertas. Mamouna le lanzó un mordisco al cañón de una de ellas, hasta que mi amigo lo retuvo. Otro vehículo era apenas visible en el borde coralino de la carretera. Nos identificamos, nos interrogaron y gracias a mi identificación y placas diplomáticas, nos dejaron seguir la marcha.
Al acercarnos a las afueras de la ciudad, nos encontramos con una caravana de Mercedes y Cadillacs que se dirigían hacia el Oeste a gran velocidad. Ráfagas esporádicas de disparos resonaron en la ciudad. Algo dramáticamente fuera de lo común había sucedido. Lo que era lo supe recién a la mañana siguiente, gracias a un colega británico. Trujillo había sido asesinado a tiros poco antes de que llegáramos al lugar. Era su Chevrolet (un vehículo de aspecto anónimo, seleccionado para que no llamara la atención) el que habíamos visto en el borde del arrecife, lleno de agujeros. Este carro había sido elegido para una visita nocturna a una de sus amantes.
El chofer de Trujillo yacía herido a unos treinta pies de distancia, aún sin ser descubierto. Tanto Trujillo como su chofer habían respondido a los disparos, y varios de los asaltantes habían resultado heridos. Trujillo estaba muerto. Habían metido su cadáver en el baúl de uno de los vehículos de los atacantes.
El título que le he dado a esta cápsula, “La era de Trujillo llega a un fin violento”, es un poco engañoso. Como sabe la mayoría de los dominicanos, muchas de las características más brutales de la Era permanecieron dolorosamente durante varios meses en manos de la familia Trujillo, especialmente Ramfis, el hijo mayor, y leales agentes del aparato de la dictadura.
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