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La crítica literaria es, al decir del ensayista inglés Walter Pater, “un acto de apreciación”; es, en gran medida, un ejercicio personal y apasionado del intelecto y del criterio. Baudelaire, el fundador de la modernidad, dijo, en ese sentido, que “la crítica ha de ser apasionada, política y poética”. No es filosofía ni religión ni ciencia, estimo, sino una disciplina literaria que sitúa, en su dimensión estética, un texto, descubre a un autor e ilumina las interioridades de una obra. Desde sus representantes más conspicuos–Samuel Johnson, Saint-Beuve, Edmund Wilson, Paul Valery, Hazlitt, De Santis o Harold Bloom–, se define como una forma de la literatura sapiencial y una reflexión sobre las obras literarias y la vida misma. La crítica literaria es también un testimonio de una época y de una tradición escrita. Supone un temperamento, una intuición, una moral y un estilo intelectual. Es, ante que nada, una experiencia de lectura, una celebración placentera del libro. Demanda entusiasmo, rigor y cultura. Es elogio, comunión y palabra. No es condena per se sino justicia del criterio. Tampoco es silencio o castración. Comporta, eso sí, un estado de placer que reside en la percepción y el olfato de la buena literatura. Un buen crítico es como un buen escritor, cuya crítica ha de leerse como un poema en prosa, en su mejor tradición originaria, como en muchos de sus maestros fundadores.

La obra maestra de Samuel Johnson, el padre de la crítica inglesa, se titula justamente Vida de los poetas, en especial su Prefacio a William Shakespeare, modelos de crítica biográfica, así como los Retratos literarios del crítico francés Saint-Beuve, que revelan el predominio de la crítica biográfica como método crítico en el siglo XIX (en Retratos literarios y Retratos de mujeres). Lo mismo aconteció con la crítica de arte, cuyo primer referente es Vidas de grandes artistas del italiano Giorgio Vasari, que, durante mucho tiempo, fue considerado el primer intento de hacer una historia del arte. Las Vidas fueron, pues, la primera forma de la biografía como género literario, y además, el primer método de historia del arte.

Veamos varias fórmulas: crítica maniquea y autoritaria que fundamenta su discurso o su método en una autonomía ortodoxa. Crítica que no admite crítica. Crítica solipsista que se apodera de galimatías y “frases cohetes”, y que no permite la transformación de la creación, sino que impide y castra el desarrollo de una tradición creadora. Crítica carente de imaginación, y más aún, sin voluntad de estilo, que ya no tiene auditorio, y por eso se torna agresiva, intolerante y autoritaria. Crítica que aspira a la sacralidad, en su afán desmitificador y dogmático. Como se ve, hay múltiples y variadas expresiones de la crítica, prohijadas, en algunos casos, por eso que Harold Bloom llamó la “Escuela del Resentimiento”. O la sospecha, la venganza, la envidia y la pasión. En algunos casos impera el entusiasmo y el fervor; en otros, el prejuicio. En la primera sobresale la apología, y en la segunda, la detracción.

Samuel Johnson, el padre de la crítica inglesa.

Aún persisten resabios de críticas académicas –algunas valiosas–, pero enclaustradas, encerradas, aisladas de los lectores. La encarnan críticos que practican, en ocasiones, el terrorismo de la autoridad, que se empeñan, obstinadamente, en seguir pontificando con panegíricos y con una árida fraseología. Son críticos que ya no tienen peso en la vida literaria actual, y que actúan como si el territorio de las palabras y del mundo intelectual, fuera un campo de batalla o una guerra civil. El peso específico del crítico ya no es tan determinante como en el pasado, pues las revistas y los suplementos culturales, que definieron buena parte de la vida intelectual de América Latina, durante décadas, ha perdido influjo y fuerza, porque: o han desaparecido o han reducido sus espacios. La crítica profesional, que situaba las obras en su justo contexto, a partir de determinados parámetros estéticos, se ha vuelto cada vez más escasa. Esta realidad ha representado una orfandad en los lectores, que ya no tienen una brújula para orientarse en la madeja de la vida literaria, y no saben qué se publica en sus respectivos países, pues no cuentan con órganos de difusión crítica que juzguen las obras literarias. Estos canales mediadores de lectura–, que eran los suplementos literarios, — han perdido presencia y se han extinguido.

Los derroteros de la teoría y la crítica literarias hoy día apuntan a un dominio especializado de los profesionales de la crítica, estudiada en los departamentos de literatura de las universidades –o de los filósofos camuflados de críticos. A partir de los años sesenta, el panorama cambió y surgieron nuevos desafíos, lo que supuso un giro en el mapa de la teoría literaria y una re-configuración de los métodos de análisis críticos.

La historia de la teoría literaria, como disciplina, es la historia de las diversas corrientes teóricas que plantean y proponen énfasis en cuestiones intrínsecas al hecho literario –y que van desde la crítica del autor, de la obra literaria y aun del lector. Así como hay movimientos y tendencias en la historia literaria, también hay teorías críticas que tienen, de igual modo, su historia, su mediodía, su ocaso o su devenir.

La crítica no es imparcial, desde luego, y por tanto no es inocente. Tendrá en consideración los demás puntos de vista del marco teórico escogido para su enfoque. Asumir una función teórica va siempre en desmedro de un acto de creación, aun cuando hay críticos-creadores y teóricos-creadores. La crítica es anterior a toda creación (ya estaba en Dionisio de Halicarnaso, en tradición helenística), en tanto aquella participa como actitud de autocrítica o autocensura, que en ocasiones paraliza una obra de creación. La crítica es pues anterior y posterior a la creación. Cuando un autor concibe y gesta su obra creativa, previamente agota una etapa de pre-creación, en su mente creadora. De ahí que, desde el punto de vista de la psicología del arte, hay un estado del ser creador que actúa como médium, al que nunca llega la apreciación crítica. El primer crítico de una obra de creación es, desde luego, el propio autor. En ese sentido, todo acto de creación es un acto de procreación, en tanto procede de la creación de una creación, similar a un parto. No se escribe para nadie, aun cuando el cinismo del escritor pretenda fingirlo, pues todo el que escribe, escribe para alguien o para un hipotético lector, ese “lector impune” –como lo llamó Valery Larbaud. En tal virtud, la obra pasa a ser un fenómeno social que atraviesa el tamiz del crítico, y de un hecho individual pasa a un cuerpo colectivo, y ya corresponde al territorio no de la psicología, sino de la sociología de la literatura y del arte. El crítico actúa, así como un ente mediador de lectura entre la obra creada y el público que posee la doxa opinión. De ahí la importancia del crítico y la función de la crítica en la sociedad humana y en el proceso histórico de las letras, y como eje de transmisión del mensaje sugerido, expresivo o metaforizado. El crítico a secas ha de ser el ideal de todo crítico. Sin embargo, la historia de la literatura tiene ejemplos proverbiales de grandes escritores y poetas que han ejercido, a la par, el oficio de críticos y de creadores. ¿Este es acaso el verdadero crítico y el real creador? ¿Es decir, aquel que conjuga su experiencia creadora con su experiencia crítica? Las reflexiones críticas de Voltaire, Alexander Pope, Octavio Paz, Auden, André Bretón, Mallarmé, Valery, Eliot, Mathew Arnold o Pound ejercieron, en sus respectivas épocas, un poder revelador, lúcido y esencial, incluso con un componente satírico en los dos primeros casos.

La sucesión de tendencias teórico-prácticas en la crítica ha experimentado una diversidad progresiva, a partir de los años 80, en especial en el mundo académico americano. Las nuevas teorías pretenden hacer contribuciones necesarias a la reflexión crítica para producir un impacto en las obras, desde el punto de vista de género, sexo y etnia.

Lo que Raman Selden llamó, en su célebre libro La teoría literaria contemporánea, “la hora de la teoría”, a fines de los años 70 y principios de los 80, ya no ocupa el centro de gravedad de la preocupación central de los académicos. La teoría ha pasado a una serie de teorías. Ya no hay una teoría única, inclusiva y abarcadora, sino un espacio intelectual multicultural, cuyo centro motriz está en cualquier lugar de la esfera teórica de los estudios culturales. En tal sentido, la obra busca su crítica, es decir, su método de análisis.

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Como la historia del arte y los movimientos artísticos, la historia de la crítica es la historia de las rupturas sucesivas, de unas tradiciones que evolucionan a unas nuevas rupturas y a una “serie de teorías”, que se superponen mutuamente, entran en conflictos y en crisis de paradigmas. Las corrientes críticas son modas que se imponen y luego pasan, entran en crisis y son negadas por otras nuevas y emergentes –como fueron los estilos de las vanguardias artísticas. Cada una representa formas radicales en defensa de su propia metodología, filosofía y praxis que buscan reconstruir las teorías vigentes. Todas actúan en un campo de fuerza y entablan una pugna de poderes para mantener una hegemonía crítica y una verdad autosuficiente.

En realidad, fuera del ámbito académico, las teorías literarias están en crisis o en estado agónico, hasta el punto de que hoy en el mundo académico de los Estados Unidos no se habla de crítica, sino de “análisis del discurso”, “estudios culturales” y de multiculturalismo o estudios poscoloniales. En cambio, en una sociedad cultural como la mexicana, la crítica que más predomina, por ejemplo, es la crítica literaria periodística (a la que me adscribo), esa que se publica en las páginas de los suplementos y las revistas culturales, cuyos modelos y referentes han sido Plural y Vueltas —ambas fundadas por Octavio Paz–, y donde han descollado figuras que hoy dominan la crítica en México como Adolfo Castañón, Christopher Domínguez Michael, Gabriel Zaid, Guillermo Sheridam, Fabienne Bradu, Eduardo Millán, o los fallecidos Alejandro Rossi y Tomás Segovia. Este es el modelo de lo que Edward Said llama “crítica práctica”, y que opera como facilitadora y divulgadora de las obras literarias, la cual se expresa en reseñas, crónicas de libros y recensiones críticas de libros (la que me seduce). La crítica mexicana que funciona fuera del ámbito académico tiene una tradición cuyo origen se remonta a Alfonso Reyes, y que tiene en Octavio Paz a un artífice paradigmático y decisivo en el siglo XX, como fundador de una modernidad crítica en América Latina. Sus continuadores, antes mencionados, practican una crítica literaria lúdica, documentada, erudita, imaginativa, sabia, con vocación de estilo, culta, y donde el pensamiento y la historia, la filosofía y la sociología, constituyen fuerzas motrices que le sirven de impulso teórico.

Para Raman Selden –ante el fracaso de la teoría literaria, a juzgar por la posmodernidad–, se avizora en el horizonte la emergencia de una próxima teoría, a la que le llama “nueva estética”. La teoría literaria vive, entonces, los avatares contemporáneos, expresados en la teoría de la deconstrucción de Jacques Derrida –fundada en Francia y expandida a los Estados Unidos. O las ideas de un “canon” impuesto por Harold Bloom –el gran Buda de la crítica americana de la escuela de Yale–, a más de su célebre tesis de la “angustia de las influencias”, en cuyo canon literario habría una selección de las “grandes obras” que sería un referente del valor de los textos, y quien ve en Shakespeare “el inventor de lo humano”, para significar así que el padre de las letras inglesas es, además, el genio de todos los clásicos y el epicentro de todas las tradiciones literarias.

Por otro lado, en el momentum actual de la crítica académica, sus representantes plantean la recuperación de textos marginales y marginados por la crítica tradicional, que conforma un corpus textual de producciones literarias excluidas por los discursos teóricos en boga. Esta labor reivindicativa la llevaba a cabo la teoría multiculturalista o poscolonial en las academias americanas. Algunas imponen sus normas y su hegemonía en los circuitos académicos de grupos minoritarios como los programas de women studies, o las tendencias feministas posmodernas, gays, lesbianas y queers —que operan como centros de poder y se disputan puestos de direcciones burocráticas en los departamentos y becas de investigación.

Bloom, y aun George Steiner, han defendido la tendencia de desplazar los estudios literarios y asumir la noción de “estudios culturales” por ser esta más abarcadora, aportando modelos de análisis mucho más amplios. De ahí que se haya evolucionado de la teoría literaria a la teoría cultural para aglutinar así todo el campo de la investigación y la crítica. En Steiner asoma su erudición enciclopédica y su teoría de la traducción, como el gran teórico de la literatura universal, y en Bloom, el crítico que combina la cábala, el psicoanálisis y la literatura comparada, con una gran erudición, cultura literaria, filosófica y teológica.

Toda acción crítica está sostenida por una teoría, y esta a su vez por una ideología. Sin embargo, toda teoría crítica ya no puede ser monolítica, hegemónica y autónoma, pues sería –y será– objeto de ser criticada y desmitificada por una nueva teoría literaria negadora.

La teoría literaria es el fundamento de la crítica y aquella no se estudia en los talleres literarios ni en las universidades (o muy poco). De ahí que en esta realidad reside su ausencia y la poca presencia de la crítica en la República Dominicana. Además, por la carencia de medios de divulgación, en razón de la casi desaparición de los suplementos culturales y la ausencia de revistas literarias o culturales. La teoría solo se estudia en las universidades, en sus escuelas de letras, literatura o filología (no si en los talleres literarios), y ha pasado a ser un género filosófico. De ahí que son los filósofos existencialistas, fenomenólogos y hermeneutas los que se están ocupando de los estudios literarios y la teoría literaria en el mundo, y cuyos aportes han sido (o son) emblemáticos y trascendentes, en el siglo XX. Pienso en George Bataille, Jacques Derrida, Phillipe Sollers, Maurice Blanchot, Eugenio Trías, Fernando Savater, Michel Foucault, Jacques Lacan, Hans Georg Gadamer, Jules Habermas, Peter Sloterdij o Roland Barthes. Esto hace suponer que la teoría literaria acabará transformándose en una materia del pensum académico, y acaso de las escuelas de filosofía.

Toda crítica literaria lleva implícita una praxis y toda teoría una crítica en su seno. Son proverbiales los aportes, en ese sentido, a la teoría literaria de Antonio García Berrio, José María Pozuelo Yvanco, Harold Bloom, Terry Eagleton, Raman Selden, Rene Wellek y Warren Austin, así como  los de Matthew Arnold, I. A. Richard, Edmund Wilson, Lionel Trilling, T. S. Eliot, Mijail Bajtin, Umberto Eco, Roland Barthes, Jean Mukarosvky, Víctor Shlovsky, Frederic Jameson, Raymond Williams, Hans Robert Jauss, Michael Riffaterre, Wolfgang Iser, Stanley Fish, F.R. Leavis, Jonathan Culler, Gerard Genette, Tzvetan Todorov, Yuri  Lotman, Julia Kristeva, Eric Auerbach, Ernest Robert Curtius, Walter Benjamín, Theodor W. Adorno, Lucien Goldmann, George Luckacs, Louis Althusser, Jean Paul Sartre, Helen Cixous, Luce Irigaray, Kate Millet, Elaine Showalter, Gille Deleuze, Félix Guattari, Paul de Man, Michel Foucault, Jean Baudrillard, Jean Francois Lyotard, Homi Bhabha, Edward Said, Gayatri Chakravorty Spivak, entre otros teóricos y filósofos que han hecho estimables aportes a los estudios literarios contemporáneos, desde perspectivas académicas, filosóficas, históricas, feministas, psicoanalíticas, marxistas, posmarxistas, semióticas,  estructuralistas, posmodernistas, postestructuralistas, formalistas, así como la deconstrucción norteamericana, el nuevo historicismo, el materialismo cultural, la nueva crítica, la fenomenología, la teoría de la recepción, el marxismo de la nueva izquierda, el marxismo estructuralista, la escuela de Frankfurt y la escuela de Chicago.

Toda lectura y toda cartografía crítica son provisionales e incompletas, y cuando no, erróneas. Las posibilidades interpretativas de un texto son, salta a la vista, infinitas. También lo son los métodos y los instrumentos hermenéuticos desde la arqueología, el psicoanálisis, la antropología, la exégesis textual, la reconstrucción, el análisis lógico-sintáctico, la crítica socio-histórica, marxista, neomarxista, etc. Nada garantiza una interpretación final, definitiva y acabada. Afortunadamente.