A:  Yuly Monción Fermín, por su calidad  y valentía

Se  ha escrito mucho sobre las llamadas noticias falsas, recursos espurios que han suplantado a los modelos  propagandísticos en la práctica  política de hoy día.  Los efectos que puede tener en los usuarios  el poner a circular fake news, aún no han sido medidos. Pero, tampoco se ha mensurado como impacta la descalificación de cualquier discurso estético, al ser etiquetado de  inexistente, sin más premisa que el odio.

Uno de los temas menos explorados de la mentira mediática, es el odio disfrazado de discurso crítico como  una de las silenciosas  formas de la exclusión.  Contando con la fértil producción artística, con escritores excepcionales, pintores, escultores, dibujantes, todos con obras que esperan encontrar alguna vía para librar la insularidad; estamos, sin embargo, bajo el fuego implacable de haters, creadores de desinformación.

En el arte se ha hablado siempre de la dialéctica tradición/ruptura.  La consciencia del legado y la exploración de nuevas posibilidades, genera la dinámica transformadora del arte, y abre la inserción de lo nuevo en la historia.  Todo ello, cimentado en el diálogo y el respeto generacional. En oposición, entre nosotros surge como un hongo el hater generacional.

Trashumante de la calle el conde, camina con su celular en ristre, listo para el rumor del whatsapp.  Generalmente, no cuenta con una obra (texto, pintura, dibujo o escultura) que exhibir. Tal vez esa frustración de no contar con trabajos donde alimentar su narciso, sea el motor de su odio a los que ya han alcanzado una trayectoria. Con sus decenas de aniversarios de nadería, cree poder burlar a quien  debería ser su predecesor, mentor, o simplemente amigo mayor.

Recuerdo mi devoción hacia don Antonio Fernández Spencer, don Manuel del Cabral y don Víctor Villegas. Recuerdo, además, cuando solo unos cuantos fuimos a despedir al poeta e intelectual, Antonio Fernández Spencer, que murió sin ir a la ceremonia de recepción del Premio Nacional de Literatura; Villegas me toma de la mano y me susurra: “murió tu papá, pero yo  te adopto”.  Por memorias así, no puedo entender a los hater generacionales.

Otra forma de expresión del odio en el mundo del arte, más corrosivo y excluyente, es el hater  de la clase media. Con pretensiones de ser intelectuales del sistema, ocupan espacios, tales como: jurados de concursos literarios, bienales, o cargos burocráticos. Algunos vienen  de la rancia izquierda, otros de blasones de ignominia, y unos de la vagancia oportuna. Se asumen divinizados; su odio proviene del miedo a sus orígenes y buscan aplastar, irrespetar y con su  índice mostrenco obnubilar la luz del artista.

Lo llamativo de esta “clase” es que tampoco cuenta con una obra sustantiva ni sustancial, sin embargo, ha sabido calzar las pantuflas del conde siendo sólo un miguelete, mercenario de una guerra sin corona que defender.  Aunque no deberíamos extrañarnos   –ya Marx nos advertía de los vicios de la pequeña burguesía– sorprende la gratuidad y virulencia.

Otra de las posibles clasificaciones a la conducta de odio en el arte es la de hater viajero. Algunos odiadores se escudan en sus títulos académicos obtenidos allende el mar. Su  odio (como todos los odios) tiene un trasfondo de trauma y frustraciones personales. El hater viajero, al llegar con su diploma bajo el brazo y encontrar la resistencia del entorno a su “saber”, lo convierte en un resentimiento cuyo depositario inmediato será el que hace algo en la ínsula.

Empero, los haters del arte tienen sus artistas favoritos. Por un lado, sus amigos, por el otro sus alter ego, aquellos a los que, en su medianía, quiere parecerse. Por su limitación real o imaginaria, el odiador se convierte en algo así como un narciso al revés. La respuesta paradojal a esta presencia inevitable  se expresa en la fertilidad del arte evidenciada en la cotidianidad de las salas de exposición y la proliferación del libro.

Los fabricantes de odio han sido parcialmente eficaces en afectar proyecciones  y proyectos producto del ingenio del otro. Se trata de una especie de individualismo  que busca predominancia  y asume como obstáculo la obra ajena. Sin embargo, en medio de dos enemigos gratuitos: los haters y el Estado indiferente, el artista descubre una razón ipse para producir, revela su pasión sin importar el ruido o el silencio.

Si, según Hegel, el arte es un reflejo de la belleza del espíritu, nos preguntamos: ¿A dónde queda el espíritu del odiador? Arte es siempre trascendencia, mientras, el odio solo tiene la brevedad del espectáculo.

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