La crítica de arte, contrario a la crítica literaria, no se alimenta de palabras o signos verbales sino de imágenes; es decir, no de imágenes verbales sino de imágenes visuales, aunque se nutre, además, del vocabulario de una tradición. El crítico de arte debe mirar, y para mirar, debe aprender a mirar: a educar el ojo y la mirada, a saber ver y observar, pues hay maneras de mirar y “modos de ver” –como diría John Berger. Esta mirada puede ser oblicua, inclinada, vertical, horizontal, distante y lejana, y cada una es una experiencia diferente, que genera una crítica distinta y autónoma, y que representan signos diversos. Cada ángulo o perspectiva visual simboliza otro discurso: lo plural, lo abierto, lo luminoso, lo sombrío o lo colorístico.

Descreo, por tanto, de la crítica de arte que se regodea en sí misma, miope, abstrusa, autista, que se vuelve un coto cerrado, una piedra de diamante, muda, cincelada a base de frases cohetes, de galimatías, de conceptos puros y de una verbosidad irrespirable. Esta es una crítica sin vocación de estilo, maniquea, carente de imaginación y matizada por una retórica sorda y vacía, distante de la obra analizada. Me refiero a esa crítica de catálogos, revistas de arte o periódicos, cuyos cultores la elaboran en la frialdad de un escritorio o biblioteca, y no frente al cuadro o la pieza escultórica: en el museo o la galería de arte; hablo de la obra de arte abordada, descifrada o interpretada, pero divorciada de la experiencia visual, y no vista en el estudio del artista y en diálogo con él. Por tanto, esa crítica de arte de laboratorio, escrita entre cuatro paredes, es una crítica sin alma, sin vuelo ni magia, sin nervio, sin vida, sin pasión; en una palabra: sin poesía, aspiración suprema de toda buena crítica de arte– para decirlo como la definió Baudelaire. De esas cualidades es de lo que adolece nuestra crítica de arte, salvo algunas excepciones. Le falta imaginación, pasión y estilo; en una palabra: prosa. Debe crear una nueva sintaxis, un lenguaje, nutrido a la vez del pensamiento y la imaginación, nacido de la tradición de la crítica de arte universal, que sirva de escuela y de educación estética del buen gusto, de la pasión de la mirada y de la contemplación poética de las imágenes plásticas. La crítica de arte trascendente debe beber en las fuentes del placer de lo mirado y alimentarse de la experiencia sensible, de esa experiencia estética, que brota de la contemplación seráfica, viva (no abstracta), que se nutre de los signos plásticos y de los mensajes iconográficos que emite la obra vista en sí misma. “La crítica debe hablar el lenguaje de los artistas”, dijo el iluminado y malogrado Walter Benjamin. Esa debe ser la suprema aspiración y el ulterior anhelo de toda tentativa crítica, que se desprenda de la apreciación, el análisis y la interpretación de una obra de arte plástica o espacial. El crítico debe aspirar, en efecto, en trocar o transformar en palabras, las imágenes captadas y sentidas, y convertir en ideas sensibles, la percepción de los símbolos, códigos y elementos compositivos de la obra: del cuadro, la pieza escultórica, el dibujo, la fotografía o el grabado. Es decir, el crítico de arte es el intérprete, el intermediario, el ente de mediación entre la obra y el público. La pintura, la escultura o la arquitectura no pertenecen a la historia de la filosofía, de la filología o de la lingüística, sino a la historia de las artes visuales. Por tanto, el crítico de arte no debe explorar, indagar y navegar en la historia de las ideas filosóficas o lingüísticas, sino en la historia de las imágenes artísticas, para hacer su crítica. A lo sumo, debe conocer y saber que existen la psicología del arte, la sociología del arte, el psicoanálisis del arte, la antropología del arte, la filosofía del arte y, desde luego, la historia del arte.

Al leer una crítica, divorciada de la obra interpretada, siento una sensación de vacío, de asfixia, una trampa de la sensibilidad: la lectura de un texto paralelo, un texto que se vuelve un pretexto, una excusa para exhibir una dosis de erudición y una descarga de malabarismos verbales huecos. Uno lee una crítica de arte como estímulo para ver la obra (asistir a la exposición, verla en el museo o galería de arte), como impulso para comprobar lo leído y como guía para orientarse en la madeja de imágenes, códigos y símbolos de la composición visual, y del lenguaje y las técnicas de su creador. La crítica debe aspirar, en suma, a servir de protocolo y brújula para el espectador, a dar lecciones de goce, celebración y fantasía, y a comportar o contener el espacio visual. La cortesía del crítico de arte (Ortega y Gasset dijo que “la claridad es la cortesía del filósofo”) debe girar en torno al arte de la persuasión, y aun de la seducción, para hacer que el espectador disfrute, sienta y asuma lo dicho o leído, con lo visto, y pueda fundirlos en una misma percepción, en un golpe de mirada. Y hacer, al espectador, partícipe del espectáculo de las luces y las sombras, de la fiesta del color y de la forma, de la ceremonia de las líneas y la composición espacial, que conforman y configuran la obra de arte visual.  Mi mejor modelo de crítica de arte es el de la colección de monografías e historias del arte de la editorial alemana Taschen, escrita por críticos o periodistas especializados en arte –en un pintor o escultor–, y que son paradigmas de buena escritura: de prosa elegante y ágil, de estilo persuasivo y comunicativo.

Buena parte de las grandes obras de artes plásticas, de movimientos artísticos y de muchos artistas (pintores, escultores, dibujantes o fotógrafos) son y han sido el fruto de descubrimientos, denominaciones, conceptualizaciones y hallazgos de los grandes críticos de artes o poetas (Roger Fry y el postimpresionismo; Apollinaire y el cubismo; Marinetti y el futurismo; Breton y el surrealismo; Hugo Ball y Tzara y el dadaísmo, Kandinsky y el abstraccionismo; Paul Klee, Macke, Franz Marc y Kandisky y el Der Blaue Reiter o Jinete Azul); de aquellos que han tenido la sensibilidad, el tino, la inteligencia, el buen gusto y el pulso de valorar, en su justa tesitura estética, la dimensión de una obra o la trascendencia de un artista creador. La crítica debe nutrirse de ideas y de pensamiento, de intuición y de percepción. No debe aspirar al tratado sino al ensayo; no a fundar una dialéctica sino una metafísica (“La crítica raya a cada instante en la metafísica”, dijo Baudelaire). En ese sentido, afirmó Charles Baudelaire: “Creo sinceramente que la mejor crítica es la que resulta amena y poética; no una crítica fría y algebraica que, con la excusa de explicarlo todo, no siente ni odio ni amor y se despoja voluntariamente de todo tipo de temperamento; por el contrario: siendo un bello cuadro la naturaleza reflejada por un artista, la crítica que yo apruebo será más bien ese cuadro reflejado por su espíritu inteligente y sensible”.  La imaginación debe ser su vocación superior. El olfato crítico será consustancial y vital como punto de partida de la experiencia estética, de la experiencia sensorial y visual que demanda la apreciación de la obra. El buen crítico de arte es aquel capaz de hacer transferir a los demás espectadores (además de a sus lectores), su propia experiencia visual, su emoción, su placer, su goce, su estado de encantamiento, a través de sus palabras, a otros críticos, a otros consumidores de arte plásticas, después de mirar y ver la obra. Y también, ser capaz de descubrir un talento artístico, fundar una tradición crítica, y, sobre todo, persuadir y convencer a las generaciones críticas del presente y del porvenir: por su agudeza, acierto, visión, imaginación, iluminación y penetración interpretativa.

Octavio Paz.

La crítica de arte en Santo Domingo ha oscilado entre el periodismo y la academia, y donde la crítica académica, contrario a lo acontecido con la crítica literaria, no ha tenido ningún peso específico en los circuitos universitarios ni ha gravitado en la conformación de una tradición, acaso porque en Bellas Artes, y en las academias de artes visuales, solo forman artistas, no críticos ni historiadores de artes. A lo sumo, la crítica de arte ha sido practicada por los propios pintores o artistas visuales en general, y, en otros casos, por los poetas, que, muchas veces, nos han dado lecciones de buen gusto y sensibilidad –a veces con más acierto y agudeza que los propios críticos de arte–, pero, a menudo, carentes aún de imaginación y de gracia, y, en ocasiones, traicionando la poesía misma, para asumir una retórica seudocientífica, maniquea y mimética. No fue el caso en la tradición universal de los poetas-críticos de arte, donde sobresalen nombres egregios y señeros como los de Baudelaire, Apollinaire, André Breton, Octavio Paz, Yves Bonnefoy, José Ángel Valente o Cardoza y Aragón. Curiosamente, los historiadores del arte, raras veces han sido, a la vez, poetas. Sin embargo, los críticos de arte han sido, con cierta frecuencia, poetas, y en ocasiones, novelistas, como Mario Vargas Llosa, John Berger, Carlos Fuentes, Jean Paul Sartre, Alejo Carpentier o André Malraux, por ejemplo. Y teóricos del arte o tratadistas del arte, han sido con mayor frecuencia, los filósofos, o los mismos historiadores del arte, y, con algunas excepciones, fueron los pintores los autores de textos, poéticas o tratados de pintura. Así vemos, durante el Renacimiento, los célebres tratados de la pintura o de la geometría del arte de Leonardo, Durero o Luca Pacioli, respectivamente. O en el mundo antiguo, los tratados de la pintura o la arquitectura de Cennini y Vitruvio.

Lo que sucede con mayor frecuencia es la relación poeta-pintor, escritor-pintor, escritor-escultor, escritor-dibujante, cuyos casos abundan –y que sería prolijo mencionar. Sin embargo, me arriesgo citar a los más célebres: Franz Kafka, Bruno Schulz, Gunter Grass, William Blake, Fernando del Paso, Rafael Alberti, García Lorca, Max Ernst, Jean Cocteau, Henri Michaux, Derek Walcott o Winston Churchill.

Federico García Lorca.

El crítico debe captar la voz del cuadro, la música del color y el sonido de su composición. Y hacer del texto crítico, una fiesta de los sentidos: un poema en prosa –supremo anhelo de Baudelaire. En tal virtud, para Baudelaire, fundador de la sensibilidad moderna europea: “En cuanto a la crítica propiamente dicha, espero que los filósofos comprendan lo que voy a decir: para ser justa, es decir, para tener su razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, política, es decir, hecha desde un punto de vista exclusivo, pero desde el punto de vista que abra el más amplio de los horizontes”. Esa definición debería escribirse con letras de oro y tenerse como una divisa, un manifiesto o una señal, para aquellos críticos que se distanciaron, se descarrilaron o que perdieron la brújula teórica. Como se ve, el oficio de la crítica de arte representa una aproximación visual, inacabada, sincera, sensible, y un punto de vista personal, que debe reflejar lo que siente, percibe el crítico de arte, y donde ha de quedar plasmado su temperamento. Es su deber y su ética: hacer uso del criterio crítico, y saber vincular la unidad en la variedad

El método de más rentabilidad estética reside en la lectura visual, en la posesión de un lenguaje poético, con voluntad de estilo, gracia verbal, y resultado no de un monólogo, sino de un diálogo con la obra y con su autor.  No tics verbales ni piruetas conceptuales huecas, sino palabras sensibles, ideas lúdicas y pensamiento creativo. La mejor crítica, insisto, la han hecho los poetas y los filósofos. La razón descansa en que en ellos se funden –y unen– el pensamiento y la palabra, la intuición y la intelección, la imagen y el concepto, la sensibilidad y la imaginación, la razón y la pasión, y a ambos los une el asombro. Y de eso se trata la crítica de arte: de mirar con asombro la obra, de dejarse seducir por sus signos visuales, de consustanciarse con la forma, el color, la composición, las líneas, el volumen, el tono, la textura, la luz y la sombra. La crítica de arte deviene pues celebración de la mirada y fiesta sensible de la visión. Cuando la hacen los propios artistas (pintores, dibujantes o escultores), al carecer de una teoría y, a menudo, de un conocimiento del contexto histórico, no alcanza la profundidad conceptual, aunque sí exhiben una experiencia sensible y un dominio técnico. Pero no es suficiente.

Buena parte de nuestra crítica de arte ha caído en una retórica hermética, hueca y vacía, que oculta los sentidos intrínsecos de las obras, para embaucar a incautos, pero que aleja al espectador de las mismas. De manera, que la crítica de arte es un género literario, no un género filosófico ni lingüístico, ni proviene de una teoría literaria. Es, más bien, un subgénero de la poesía, una disciplina que nada en las aguas de la poesía, en un difícil equilibrio entre el pensamiento y la poesía –y acaso por eso la han cultivado tantos poetas. Asimismo, es una lección de estilo y una celebración del arte de la crítica, que no ha caído en la trampa de ninguna teoría literaria o ideología crítica, tendencia o corriente filosófica. Porque nace de la mirada, de la experiencia visual –de la mirada que descifra signos y que descodifica o decodifica–, de la contemplación y del acto de ver una obra de arte plástica, antes que, de la lectura de un signo verbal, una palabra o, aun, una idea. La crítica de artes se salva porque no se alimenta de ideas sino de imágenes visuales. Y por eso mismo, también se presta para que cualquier poeta, escritor o periodista la cultive, con lo cual se vuelve un ejercicio de no profesionales, y no un acto que demande una educación académica de la mirada, sino una experiencia que se nutre de visitas a museos del mundo, galerías de arte, diálogos con los artistas, conocimiento de la historia del arte (universal, hispanoamericano, caribeño o dominicano; arte antiguo, medieval, moderno y contemporáneo), de la teoría de las artes visuales, de la teoría estética, de la filosofía del arte, de la historia de la estética y de la historia de la crítica de arte. Este ha de ser el abecedario, el alfabeto, el manual del crítico profesional, de arte.

 

Basilio Belliard en Acento.com.do