En el mundo humano todo es contingente y precario. No hay una eternidad ni un orden absoluto en un plano donde solo existen seres humanos. Porque “no nos bañamos dos veces en las aguas de un mismo río”, la vulnerabilidad acecha, llegando a formar parte de la estructura de nuestra existencia.
La vulnerabilidad antropológica refiere lo anterior. Ese estado en el que el ser humano se encuentra en una permanente situación de amenaza o de posible daño que llega a convertirse en una condición universal de todos en cuanto existimos.
No obstante, cuando nos referimos a la vulnerabilidad social, describimos una situación en la que una persona o grupo tienen una mayor probabilidad de sufrir las consecuencias adversas de algún evento o situación que puede deberse a factores como la edad avanzada, la pobreza, la falta de acceso a servicios de salud, la discapacidad, la pertenencia a una agrupación étnica, la disparidad social, entre otros.
Esta situación puede ser creada, como cuando ciertas políticas excluyen grupos sociales o desatienden a un sector. Las personas vulnerables pueden estar expuestas a más riesgos de exclusión y discriminación, así como a más probabilidades de sufrir enfermedades, accidentes, violencia o abusos. Por lo tanto, emergen factores que generan esta vulnerabilidad, de ahí surge nuestra idea de lo justo, del bien común y de prestar atención al desarrollo de las capacidades.
Pero cuidado con el cuidado. No se trata de un simple “proteccionismo”, ni tampoco de un “paternalismo” decadente que encubre las situaciones reales a través de la entrega de dádivas
La filósofa Martha Nussbaum en su libro Las fronteras de la justicia. Consideraciones sobre la exclusión (2007), ha planteado que cualquier sociedad decente debe responder a las necesidades de asistencia, de educación, respeto, actividades y amistad. Pero esto implica la creación de un “Estado con amor”, más allá de la racionalidad instrumental de la “burocracia que llena formularios” y de los “horarios nalgas” que imponen unos burócratas incompetentes bajo la creencia de que todo eso es eficiencia.
Cualquier situación de riesgo o de desventaja socioeconómica apunta hacia una condición vulnerable. Factores como la pobreza o la carencia de acceso a recursos básicos, incluso la discriminación, la violencia y la edad avanzada, ponen en jaque la idea de autonomía que hemos heredado de la modernidad. Estas personas precisan de protección y apoyo especial por parte de las instituciones públicas y de la sociedad en general.
Pero cuidado con el cuidado. No se trata de un simple “proteccionismo”, ni tampoco de un “paternalismo” decadente que encubre las situaciones reales a través de la entrega de dádivas, sino de diseñar políticas públicas y programas de ayuda social que estén dirigidos a hacer frente a las necesidades de estas personas con el objetivo de mejorar su situación, promoviendo la igualdad y la justicia social.
Esto ha derivado en la aparición de una ética que atiende el problema de la vulnerabilidad como categoría moral y no solo sociológica o bioética. Esta reflexión se centra en las personas que sufren, recuperando la compasión como valor básico de la vida. Una ética que alza la voz ante el silencio del poder que genera tristeza y humillación.