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Al hablar de “dominicanidad” se nos impone un monumental álbum de postalitas. Colón, Duarte, Trujillo, Balaguer, Bosch y cientos de personaje a caballo, en sus oficinas, con algún trabuco, espada o pluma o foete, estarán pegados al papel con cemento. Habrá nombres y acciones, como si se combinaran guías telefónicas y libros de la Naturaleza. Al parecer todo concluyó con el 14 de junio y el 24 de abril, como en nuestros libros de textos, donde nunca se hablará de los Doce Años de Balaguer y de la pila de terror, sangre, muerte que los embadurnan. Pero como El Doctor se redimió gracias a que los del otro bando pusieron en práctica su mismo manual, ¿en qué historia nos estaremos moviendo ahora? ¿Vivimos con una historia propia o sólo es historia lo pasado antes de 1966?
Si bien hay una historia de Frank Moya Pons y Roberto Cassá, donde todo funciona como una novela negra escandinava, ¿experimentaremos ahora alguna “historia” propia? Me imagino a los moyapones y a los cassás del futuro hablando sobre el impacto de David Ortíz y Yailín La Más Viral en la economía, la moda, la política, tratando de explicar la manera en cómo utilizó el entonces embajador Bernardo Vega al mismísimo Samuel Sosa en un encuentro con congresistas para que los Estados Unidos nos mantuviera la cuota de azúcar, etc., etc.,
Si nos acostumbramos a ver el pasado como una pizarra de campesinos, soldados, burgueses, obreros, oficinistas, artesanos, cibaeños, azuanos, ¿quiénes serán los actores del momento presente?
Ahí los vientos se disparan sobre las soleras del buen chopo que todos seremos.
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Hay una figura difusa, cada vez más dominante en nuestra sociedad, que no podía ser presagiada por Karl Marx ni por Max Weber ni por alemán alguno, porque al final no se moverán por el concepto inversión-consumo-beneficio, sino algo más voluble: prestigio, reconocimiento. Estamos ante un personaje convertido en personalidad, un hatero como Santana refrito como Marqués, un hijo de esclavos como Lilís orondo con su pecho lleno de medallas y un bicornio que luego heredará Trujillo, con todos los doctorados del globo.
Para asumir nuestra elevación como pueblo, nación, e incluso como Estado, para subrayar su particularidad, junto a las grandes categorías que ya dominan como discursos habituales, también deberíamos agregarles algunos ámbitos provenientes de la antropología: la cotidianidad, la anécdota, lo local, el matiz que surge en un instante y se va corporizando. A la doxa marxista, funcionalista, le agregaría otras lecturas: Simmel, Bajtin, Foucault, Deleuze, Guattari, De Certeau, Baudrillard, Zambrano, Virilio, McLuhan. ¡Hasta le pondría algún chiste de Pablo McKinney, la pura hoztia tío, azí con zeta!
¿Qué es la chopería, entonces? ¿Un accidente? ¿Una parte más del espectáculo? ¿La araña que sale del sombrero del mago académico en vez del consabido conejo? ¿Es el chopo un problema más que le lanzaremos Silvio Torres-Saillant allá en los nuevayores y sus guardaespaldas en la rica academia norteamericana?
Así que mucho cuidado con pedirle a Silvio, Frank o Roberto alguna consideración sobre la tiradera del Lápiz, o a Irene Pérez Guerrera u otro especialista de la lengua ante el desazón que genera lo de “conciente” en lugar de “consciente”, como debe ser. ¿Lápiz consciente o consiente?
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No es que estamos ante una época de vacío conceptual como para que tengamos que poner a todos los de la condición chopa entre comillas, o pensarlos como algo episódico, o un detalle más que se esfumará como una mosca. ¡Teníamos la condición chopa desde los mismos inicios de Santo Domingo y nunca nos dimos cuenta!
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Tratemos una primera explicación: la chopería es un conjunto de actos y actitudes donde un sector emergente y dominante de la sociedad en términos económicos yuxtapone sus valores originarios de la pobreza, debatiéndose así en una cotidianidad transgresora con los valores vigentes, aportadora de un nuevo valor cultural: la mutación de lo rico en lo pobre y de lo pobre en lo rico, mediados ambos por una constancia del mírame en las alturas. Lo pongo más simple: es ser millonario por x razón pero seguir mentalmente en el estado de la pobreza, tratando de combinar ambos valores dentro de una dinámica del hacer, pensar, vivir. Es hacer de las raíces una cárcel. “Yo nunca olvido mis raíces”, dirá el chopo ejemplar, para justificar el hecho de que exija que le echen un par de cubos de hielo a ese vino Vega Sicilia, que está muy a temperatura, y tú sabes, hay que matar el calor.
Veamos otra definición del chopo, esta vez más inserta en los cánones estructuralistas: el que ascendió pero vivió en el mareo, no logrando afirmar una personalidad típicamente capitalista, sino fundamentando su vida entre “hay que vivir el momento” y “cógelo suave”, aunque el que se mate sea él mismísimo.
Sé que estas aproximaciones serán como uno de esos espaguetis chinos que no tienen fin y que al final tendrás que cortarlos con tus propios dientes, aún y a riesgo de mancharte la camisa.
Vayamos por parte en esta especie de lección “Chopería para principiantes”.
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El chopo se hace y siempre tiende a deshacerse. Asciende, llega, cambia de status a partir del esfuerzo y su creatividad: bachateros y peloteros son los mejores ejemplos, sin obviar a cómicos, comunicadores, joseadores, chantajeadores, comunicadores sociales que aprendieron la importancia del insulto, la manipulación, los asaltos a mirada armada, entre otros.
También están los que se consolidaron vía ilegal: narcotráfico, robándole al Estado, lavando dólares.
¿Pero qué es lo que les da la condición de “chopos”? ¿Es posible superar la chopería?
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Lo primero: no estamos ante una enfermedad o epidemia o malestar social. Estamos ante una “condición” de un grupo de figuras emergentes y dominantes que manipulan un concepto de pueblo, de identidad, de “deber ser”, donde van imponiendo una cotidianidad marcada por la violencia y la obsesión por el reconocimiento social.
Lo segundo: La condición chopa es en esencia es una puesta en escena de una violencia cotidiana contra sí mismo y contra medio mundo, en una espiral hiperconsumista, donde la tendencia más importante es el dominar o ser dominado.
En la condición chopa el cuerpo de la mujer tiene que ser redefinido por el cirujano, arreglando senos, labios, nalgas, y dejando a la casi occisa convertida la más de las veces en una vulgar muñeca Barbie-tropical.
En la condición chopa no hay seducción, ni convencimiento, ni conciencia, ni palabras que toquen conciencia o que al menos te hagan pestañear de emoción. En ese ámbito a la diabla hay que regalar un automóvil más caro que el que le regalaron a la otra diva.
Gracias a la condición chopa ahora tendremos más cirujanos que dentistas y enfermeras dentro de poco, porque en ese cortar y pimpear cuerpos es que están las monedas.
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Los chopos no se aparecieron como los Colones en tres carabelas. Ni los chopos ni la condición chopa son fenómenos recientes, aunque desde hace unos 30 años hayan alcanzado mayor visibilización. Los dominicanos hemos sido chopos desde que Don Bartolomé Colón asentó en Villa Duarte el primer asentamiento dominicano. Ahora, sin embargo, es que nos venimos a dar cuenta.
El colonizador no fue más que un pobre campesino o artesano con la fiebre de hacerse rico lo más rápido posible y alardear de ello. Para eso no hay que leer a Fernand Braudel ni a Marcel Bataillon, pero tampoco estaría tan mal hacerlo.
Uno de los primeros grandes dilemas planteados a este sujeto colonizador giró sobre la pregunta de cómo construir en el espacio colonial. Surgió ahí la problemática de las dimensiones del diseño urbano. ¿Cómo pensar el Palacio de Colón, la Catedral, el monasterio de los jesuitas, en medio de un paisaje urbano todavía mediado por la presencia indígena y sin grandes esperanzas de desarrollo?
Dentro de todos los pleitos entre los vecinos del Santo Domingo primero, dentro de los informes de Miguel de Pasamontes, la pregunta siempre era el porqué tan edificación tan alta, como si la altura definiera una contravención al orden imperial.
De ahí llegamos a la mentalidad colonial de esos vecinos, pobres campesinos y artesanos castellanos, otros andaluces, todos con el oro en los ojos y la partida lo más próximo posible. Llegamos así a uno de nuestros soportes psicológicos: la isla de Santo Domingo como un permanente punto de partida, del que había que arrancar lo más posible algún soporte de prestigio personal, léase: el oro.
Venir como fuera, sacar oro, volver a España para consumirlo, pero no para invertirlo. Así a España se le fueron nuestras riquezas, porque las riquezas obtenidas en Indias fueron consumidas pero no reinvertidas. Mejor era importar cualquier cosa gracias a los metales que provenían del Nuevo Mundo, que ponerse a levantar fábricas o invertir en la industria local.
Podríamos hablar, más detalladamente, pero más adelante, sobre estos esta “chopería colonial”, esos códigos que desde hace más de 500 años de historia todavía nos están moviendo, como si fuésemos arlequines inevitables de una opereta de apaga y vámonos.
Pero esa será otra historia en el mundo del Pequeño Adams.