Existen novelas de tragedia, de drama y de comedia. Reconozco que se trata de un reduccionismo incompleto, pero para nuestros presentes gozará de suficiencia. Que un texto novelado se encuadre en una de esas tres posibilidades implica que se basa en los fundamentos de una de esas formas del arte dramático por una consabida razón: el teatro es anterior a la novela. En las siguientes páginas comentaremos Tantas razones para odiar a Emilia, del autor mestizo José M. Fernández Pequeño.
De un relato de largo aliento pueden decirse muchas cosas desde diferentes puntos de vista. En esta oportunidad, ante la evidencia de que estamos frente a una novela en que la risa es convocada en cada una de sus páginas, la calificaremos del tipo de comedia y, apoyados en los criterios de Antonio López Pinciano, de finales del siglo XVI, mostraremos la manera en que el texto fue construido para dar albergue a un discurso pletórico de personajes reflexivos o guatacas en los que palpitan el amor, las maquinaciones de trastienda y esa cosa de origen endiablado y hasta cierto punto deforme que es el Caribe.
La construcción de la comedia
Como género de aparición tardía, la novela tuvo que alimentarse estéticamente de las experiencias fundacionales trilladas por la lírica y la tragedia. Así como “nació de la épica la tragedia y tomó la narración de las personas solamente”, según comentaba hacia 1596 en la Filosofía antigua poética Hugo a Pinciano (López Pinciano, 2009, p. 31), puede afirmarse que a su vez la novela tomó de la tragedia la narración de las personas y la hizo su fuerte. Porque de un texto novelístico, por más geniales descripciones que posea o por más llamativa que sea su fábula, lo que se recordará básicamente será sus personajes, como vasos comunicantes o hilos conductores de todos los sucesos. En el caso de Tantas razones para odiar a Emilia, el tinglado de personajes conforma la zapata.
Inicialmente, podría darnos la impresión de que la historia tendrá un tono trágico. Esto se debe a que en el primer capítulo se tiene un narrador condicionado por uno de los aspectos más trágicos del hombre moderno: el desamor. “Hice bien en no ahorcarme ni enviar ningún mensaje. Bye-bye, Emilia, ahí te quedas con el insecto de tu marido” (Fernández Pequeño, 2021, p. 34). Y se debe también a que en el siguiente capítulo, “Kafka, algunas veces”, el doctor Marcos Soria Creek, actante opositor, “no amaneció convertido en un asqueroso insecto” (Fernández Pequeño, 2021, p. 35), pero amanece extrañamente con la identidad perdida y, en consecuencia, sometido a aquella terrífica tragedia cotidiana que Orlando Martínez, glosando en 1973 un documento del Bloque Oposicionista, llama el miedo del centro: “Es un miedo que ha generado muertes incontables, sufrimientos inenarrables, angustias insoportables… Es el miedo número seis, el miedo del centro: el miedo a perder los bienes” (Martínez, 1977, p. 18). El desamor y el miedo a la miseria parecerían indicios suficientes para una historia trágica. Sin embargo, en la medida en que se empiezan a sumar los sentimientos y las situaciones, pasamos al tono que prevalece de manera determinante, aunque intermitente, en toda la novela: el de la comedia.
Nos conviene regresar brevemente a 1596 para ver cómo, tras obtener también de la épica la narración de las personas, la comedia se instituye como una expresión estética autónoma. Fadrique le comenta a Pinciano (López Pinciano, 2009) que la comedia se distingue de la tragedia y de la épica por el deleite y la risa. Y dice más. Fadrique toma la ruta de diferenciarla de la tragedia para establecer que la comedia utiliza personas comunes; carece de grandes temores causados por el peligro; no tiene final triste; sus fines no son ampararse en principios sólidos y turbados; no presenta una vida de la que se debe huir, sino seguir; no se basa en la historia, sino en la inventada fábula; y, por último, que no demanda estilo pomposo, sino bajo. En suma, que la comedia se diferencia de la tragedia “por medio de pasatiempo y risa” (López Pinciano, 2009, p. 107).
Partiendo del continuo deleite y jocosidad que produce Tantas razones para odiar a Emilia, nos basaremos en la manera en que en esta novela se alcanza el tono de comedia, todo a partir de los criterios de Alonso López Pinciano.
Personas comunes
La picaresca nos recuerda tempranamente que la narración debe estar constituida por personajes comunes y corrientes. No es un espacio para héroes, dioses ni grandes reyes. Así, la novela, se diría en español dominicano, es para personajes chopos. Es tan así que cuando en alguna figuran presidentes y altos dignatarios religiosos, deben quebrarse hacia las miserias humanas y situarse en la debilidad del hombre común, como nos recuerdan el primer ministro y el cardenal en aquella venenosa conversación telefónica en los inicios de Las intermitencias de la muerte, en la que el prelado, al despedirse, expresa amablemente que, si la muerte decide regresar esa noche, no se le ocurra elegir a su interlocutor (Saramago, 2010). Si estos dos personajes actuaran en aquella ocasión desde el estatus de altos funcionarios, es decir, si en medio de la conversación no se les hubiera salido ácidamente el barrio, entonces este segmento del relato de Saramago hubiese sido fragmento de un reporte oficial o de una tragedia moderna. Para que un texto novelado tenga efecto de comedia hay que construirla como un espacio de jodienda.
Fernández Pequeño lo sabe. Y por eso sabe que sus personajes tenían que ser una partida de seres comunes y corrientes. En su novela, los narradores que componen su relato son hijos de vecino, de malos vecinos en muchos casos: artistas y empresarios marrulleros, guachimanes, recepcionistas, gente de a pie. El sujeto central, Osvaldo Bretones, es un artista de instalaciones con un espíritu desarraigado. Las bajezas interiores lo arrastran a la configuración del relato tal como lo conocemos, lo que se infiere de aquel instante en que se sabe atrapado por el objeto de deseo que es Emilia: “pudiste comprobar que sí, que ella tenía no una sino dos cosas ahí, el más espectacular par de tetas que un pariguayo como tú hubiera visto en su lamentable vida” (p. 72). En cuanto a Emilia, no obstante su abolengo, actúa como una simple seductora dotada de lo que el narrador llama un “mefistofélico cerebro femenino” (p. 72). En cuanto a Marcos Soria Creek, que es el oponente de Osvaldo, se trata de un empresario que se vale de toda clase de marrullas para mantener su poderío económico.
Otros narradores son escritores reducidos a la debilidad del ser humano común, tras una operación que consiste en despojarles del prestigio de la escritura artística. En este sentido, entre quienes se sintieran ofendidos podría hablarse de personajes en busca de un autor… Entre los susodichos, se encuentran Luis Arambilet, a quien se le acusa de haber inducido al consumo perjudicial de un pulpo a la gallega; Juan Freddy Armando, reducido al rol de ciberacosador; Taty Hernández, al final utilizada como muchacha de mandado; y Arcadio Disla Brito, una vez más injustamente olvidado por el celo que produce su pluma, apenas esbozado en estos folios como un simple argonauta de paso. También aparecen allí, a la manera de motetes, León Félix Batista, Rubén Lamarche y Manuel Matos Moquete. En el caso de un servidor −quien por tal motivo a lo mejor no debió prestarse a ser cogido de bacinilla para referirse a esta obra en cuestión−, se le reduce a la función de fantasma y se le introduce bajo la calumnia de que es “un tipo que tiene pinta de monaguillo, insiste en que alguna vez fue escritor, y se cree experto en mujeres porque murió a la salida de un motel en las afueras de Santiago de los Caballeros” (p. 61). Si no decliné al pedido, es porque mi presencia aquí pone en entredicho la falsa razón de mi fallecimiento, me permite pagar con la bofetada de la humildad y, de paso, restituye mi prestigio como autor, sustentado en reconocimientos como la presea del segundo lugar en el concurso de poesía del Cincuenta Aniversario del Olimpismo Vegano. De todos modos, para llevar la fiesta en paz, conviene saber que al final de cuentas el Pedro Antonio que aparece aquí no soy yo, pues en una novela no se puede contener ninguna otra realidad que la ficción o invención del autor, ya que no existe manera real de que un ser humano, sentimiento o cosa pueda ser convertido en palabras.
A propósito de los fantasmas, Osvaldo Bretones se vincula con tres aparecidos que fungen como ayudantes: Migdio Limones, Pachango y Pedro Antonio. En el sentido estricto, se trata de tres ayuda-memorias que colocan parte de los significantes pretéritos esenciales en el relato. Por ejemplo, es bajo la mirada de Migdio Limones que aparece por primera vez el recuerdo de Emilia, y será el tal Pedro Antonio quien se encargue de contar el primer encuentro entre esta mujer y Osvaldo, con motivo de la exposición de una instalación en los salones del Museo de las Casas Reales. En fin, la nómina de personajes refleja una humanidad común y corriente sobre la que el autor podrá insertar toda clase de bellaquerías y debilidades de los narradores puestos en relato.
No se basa en la historia, sino en la inventada fábula
En Tantas razones para odiar a Emilia no se parte de la Historia. Es decir, no de la Historia en mayúscula, que exige, por más rejuego que se tenga en el relato ficcional, una camisa de fuerza esencialmente infranqueable. La novela se construye a partir de la fábula, concebida, según Tomachevski (1982), como “un conjunto de motivos en su lógica relación causal-temporal” (p. 186), es decir, esa historia preexistente que para fines del receptor existe como un todo independientemente de la trama, o sea, de la estrategia lineal o yuxtapuesta que elija el autor para desarrollarla. Esa historia preexistente necesita ser inventada, o libremente reinventada, para que el tono desenfadado pueda establecerse en la novela.
El conjunto de narraciones que compone el tejido de la novela que nos ocupa parten de fábulas que podríamos llamar de libre invención. La fábula general se alimenta de otras fábulas con las que intertextualiza. De alguna manera, cada personaje es incorporado con un esbozo de su historia, la que suma al contexto narrativo general. Aparte de los pequeños relatos de la invención de Fernández Pequeño, también se insertan otros que proceden de la reinvención. Así, en el capítulo “Kafka, algunas veces”, la acción transformadora de Gregorio Samsa en La Metamorfosis sirve de motivo para construir el proceso de cambio de identidad en Marcos Soria Creek. Aunque, como un guiño de jodedera, inicia con una negación al relato de Kafka, “No amaneció convertido en un asqueroso insecto” (p. 35), la realidad es que Marcos pasa por el proceso de ser desconocido por todos sus familiares, amigos y relacionados. Y, peor aún, posteriormente es identificado como otros sujetos ajenos a su experiencia vital. Este enganche con el relato kafkiano opera de una manera un tanto invertida, como una entretenida manera de traición a la fuente.
Otra experiencia intertextual se produce a la manera de La vida está en otra parte, de Milán Kundera. Recordemos que, en una ocasión, Jaromil y un grupo de poetas realizan un debate con el público en torno al espíritu revolucionario y el amor. En el momento en que la discusión alcanza su mayor nivel de elevación y absurdo, un obrero con pierna de palo toma la palabra para preguntar por qué han alejado de la fábrica la parada de autobuses. Esto conlleva un altercado que da término al debate. A manera de adaptación y, en cierto sentido, de transferencia paródica, nos encontraremos con un gap parecido en Tantas razones para odiar a Emilia. Sucede en medio de una discusión sobre la revolución y la democracia. En el instante más caldeado, la discusión se va a pique:
la profesora cubana inicia una combativa diferenciación entre la democracia clásica, la democracia burguesa, el centralismo democrático, la demo… y es precisamente en ese punto que levanta hacia el techo una mirada de caótico espanto, contrae los labios en inequívoca señal de que los ángeles de la devastación han comenzado su ascenso desde las entrañas de la mesa. Es todo un espectáculo ver cómo las aletas de su nariz se estremecen, su boca se tuerce, y finalmente dice lo que ningún cubano podría reprimir en un trance semejante:
—¡Caballeros, qué clase de peo se han tirado! (p. 110)
No demanda estilo pomposo, sino bajo
La intertextualidad jodedora con pasajes de narraciones de gran reconocimiento universal es posible debido a que esta novela se asume desde la orientación de la comedia. La comedia, en el caso de esta experiencia narrativa, provee al autor de amplia libertad para transformar el relato. Por esta razón, es desde la comedia que se puede comprender la construcción de esta novela.
La ausencia del estilo pomposo, propio de la tragedia y del reporte oficioso, abre el camino hacia el tratamiento expresivo de la bajeza. Y en este punto podemos ejemplificar con una apreciación obtenida sobre una noción del Caribe. Se trata de un concepto que funciona como componente para alimentar la fábula. Primero, crea una jodedera con el falso gentilicio al hablar “de aquellos indígenas a quienes Cristóbal Colón convirtió en ciudadanos de la India” (pp. 63-64) y, por tanto, “adoptó voz de Cristóbal Colón al tomar posesión de unas Indias que ni siquiera indias eran” (p. 72). Con la misma licencia de invención del Almirante, al autor se le antojará una zona caribeña, Terre du Soleil, “tierra envenenada de misterios y desmesuras, como cualquier isla” (p. 23), en la que sucederá parte del relato. Este Caribe imaginado estará espacialmente tan presente como cualquier segmento de la avenida 27 de Febrero en Santo Domingo. Porque se trata de un Caribe como realidad incierta: “voces que preguntan con sagacidad de matarife si la Guyana pertenece al Caribe, o si existe la cultura jamaicana, o si lo martiniqueño no es una extensión de Francia, o si Terre du Soleil posee ciertamente una identidad propia” (p. 138). En esta novela se retoma el Caribe como un territorio bollando en el agua, poblado de gente cuyo único mínimo común múltiplo “es la diferencia, no hay otra identidad posible entre nosotros que la de los distintos” (p. 95). Podría, sin lugar a dudas, afirmarse que el único discurso serio que existe en esta novela es el de la identidad caribeña, conceptualizada como “una existencia resonante y múltiple” (p. 94). Sobra decir que, no obstante su sobriedad y precisión, estos enunciados están matizados por reflexiones mordaces y burlescas.
En este ámbito, no es extraño que los personajes siempre sean identificados por sus rasgos fisonómicos, como testimonio de “los explosivos e impredecibles cruces raciales tan comunes en el Caribe” (p. 140). Cada sujeto será en la medida de lo que parece. El rasgo fenotípico aparecerá incluso en las presencias más fugaces, como en, por ejemplo: “Al momento de salir a la calle, vienen entrando precipitadamente un joven blanco, robusto y de bigotico muy fino, más un mulato artillado con una cámara de video” (pp. 235-236). En este auténtico crisol de razas, el mestizo −sea mulato o jabao− reinará como variante de lo caótico. El color de la piel será una marca que, en el fenotipo caribeño, siempre apuntará hacia la negritud, como en el caso del potentado empresario Marcos Soria Creek, que ya empezaba a ser traicionado por “el tono amarillento que la decoloración de los años provoca en la piel de los mestizos, por muy disimulada que esa condición sea” (p. 37), o en el de la profesora cubana, en quien “empalidece el blanco apócrifo de su piel” (p. 53).
Quizás a manera de delación −por si en un futuro se suelta por estas aguas quemadas por el sol caribe el movimiento Me Too− nos place denunciar que el narrador (y aquí lo designamos en su corriente estatus de autor) realiza hacia sus personajes femeninos un acercamiento sexualizado. Veamos unos botones de muestra. Al referirse a la chica del counter de la aerolínea, describe: “No es fea la chica, demasiado blanca quizás, pero su piel ofrece una textura sutil en las orejas y las manos” (p. 24). Sobre la funcionaria francesa, dice: “Pues vea, la ogra era (es) joven, más bien pequeña, suave y de armónica belleza. Una muñeca con inclinaciones de princesa, diría el plebe de Pedro Antonio” (p. 146). Nótese que incluso inventa falsas y calumniosas citaciones, a la vez que a la fémina la trata de “muñeca”, tomándose de esta forma la licencia de hacer con los personajes lo que le viene en gana. De la dependienta de la tienda Los Muchachos, escribe: “tan fea y flaca es la mujer enfundada en su overol azul claro, que cuando dice ¿le asisto?, él cree escuchar ¿le asusto?” (p. 222). Y por si tales evidencias resultaran insuficientes, de la compañera Viviana dice que es “un estereotipo con patas a quien Dios dotó de todos (absolutamente todos) los atributos que avergonzarían a una lesbiana de respeto. Escasos cabellos. Escasos labios. Escasas piernas” (p. 32). En sus tiempos, el viejo Freud afirmaría de forma vehemente que en este narrador existe una pulsión que le lleva a sexualizar a sus personajes femeninos, a diferencia del enfoque fenotípico dicharachero que asume al describir a los personajes masculinos. Por si alguna defensora de la mujer desea tomar medidas correccionales al respecto, cumplo con el deber ciudadano que informar que ha de dirigirse al autor de estos desmanes, que es el sujeto conocido como Alatabó, presunto secretario ejecutivo de un supuesto Consejo de Divinidades Inferiores.
Otros tres componentes de la comedia
Fieles al criterio de Antonio López Pinciano, podemos observar que Fernández Pequeño obtiene otros tres elementos de la comedia para construir su novela desde una posición jodedora: el de carecer de grandes temores causados por el peligro, el de no presentar una vida de la que se debe huir, sino seguir, y el de no tener final triste ni ampararse en principios sólidos y turbados. Arrancando de atrás para adelante, podemos decir que los personajes son despojados de principios. En este relato, las ideas políticas, éticas o incluso artísticas son simples escaramuzas que carecen de solidez. Sin llegar a ser turbios, los criterios intelectuales de los personajes suelen ser posturas complacientes, como puede verse en los casos de las defensas de la revolución por parte de la profesora cubana o por la cuestionable actitud solidaria de la funcionaria francesa al pretender que el artista cubriera los gastos de traslado de una instalación con la que se acaba de hacer dinero supuestamente para ayudar a las víctimas de violencia de género. De hecho, parte de las reflexiones del protagonista tendrán constantemente que ver con el desmonte de las falsas actitudes de los personajes que le rodean.
Los fines de esta novela no son trágicos ni tristes. Si se piensa bien, el cierre constituye una liberación de un sentimiento amoroso esclavizador. Aunque el destinador del programa narrativo central es la búsqueda del amor, y el destinatario es la plenitud amorosa en la forma del levante, la figura final constituirá la liberación de ese amor: la conquista real será la plenitud en el levante de la libertad amorosa. Se trata, indiscutiblemente, de un cierre feliz, en el que Osvaldo Bretones logra superar el estado emocional que le aprisiona. Al final, no huye de su responsabilidad existencial, sino que ha utilizado el trazo del discurso para tomar la dirección a seguir en el camino de la vida. Toda la fábula ha sido desarrollada mediante una trama en que el peligro de las acciones no ha desestabilizado al lector a través del sentimiento del temor, sino que le ha abierto las puertas del sentido y la reflexión para repensar con un tono crítico y festivo la comedia humana escenificada en un espacio indefinible llamado el Caribe.
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Finalmente, hemos podido ver cómo la novela Tantas razones para odiar a Emilia, de José M. Fernández Pequeño, adquiere la constitución de la risa a partir de los fundamentos clásicos de la novela, según las consideraciones de Alonso López Pinciano hacia 1596. De este trazado proviene la fortaleza estilística de su tejido textual. Sobre este armazón se compone una novela rica en recursos intertextuales, en la que la lengua es visitada desde sus niveles extremos, desde el llamado culto hasta el delatado como vulgar, y los personajes son incorporados sin limpiarlos de esa bajeza que los hace tan humanos. El resultado ha sido un relato sólido, capaz de satisfacer tanto la necesidad de diversión como el interés por la cacería de la buena ejecución literaria comunes a los lectores más exigentes. En suma, esta novela es una ventana fresca para acechar el amor, las pasiones y el mapa del Caribe desde la comodidad de la página abierta. Se trata de un libro en el que, como recomienda uno de sus personajes, “reír siempre será mejor” (p. 55).
Referencias
Fernández Pequeño, J. M. (2021). Tantas razones para odiar a Emilia. Ediciones Furtivas.
Martínez, O. (1977). Microscopio. Tomo II. Editora Taller.
Pinciano, L. A. (2009). Epístolas sobre el arte dramático (De Filosofía antigua poética). UNAM.
Saramago, J. (2010). Las intermitencias de la muerte. Alfaguara.
Tomachevski, B. (1982). Teoría de la literatura. Akal Universitaria.