Conocí a Noé Zayas a finales del año 1999, cuando desarrollaba el proyecto de la casa cultural La Chocolatera, en donde se realizaba un festival de teatro aficionado en el que yo participaría como actor principal en la obra Bianto y su Señor, del destacado dramaturgo Haffe Serulle. Recuerdo que ese mismo día en otro espacio se desarrollaba una exposición colectiva de pintura y lectura de poesía al finalizar la función.

Con el entusiasmo y energía de aquel gestor cultural se respiraba un aire diferente. El público fluía a las diferentes actividades y los artistas y creadores aportaban desinteresadamente con el único propósito de brindar un espacio de crecimiento cultural.

Meses más tarde, me acerqué a Noe, para plantearle mi interés de publicar unas líneas que había escrito y que, desde mi punto de vista actual, no justificaban tanta tinta y papel. No obstante, encontré en él un apoyo incondicional que valoraré siempre, así como sus orientaciones en el área de la literatura.

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Noé Sayas en el Festival Internacional de la Poesía en la Universidad UTECO.

Noé Zayas nació en 1969 en San Francisco de Macorís, en la provincia Duarte, República Dominicana. Reconocido por su multifacética carrera, es escritor, teatrista, editor y psicólogo clínico. Su formación académica incluye un posgrado en Gestión Cultural en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), donde ha desarrollado una profunda conexión con la cultura y las artes.

Zayas es miembro fundador del taller literario Yocahu, así como del Teatro Kábala y del Teatro CURNE, iniciativas que han enriquecido el panorama cultural de su región. Ideólogo fundador de la Acción Teatral del Cibao ATC. Además, es el director y fundador de la casa cultural La Chocolatera, un espacio dedicado a la promoción de las artes y la literatura.

Noé Sayas con el narrador y poeta José Enrique García.

También creó y dirige la editorial Ángeles de Fierro, donde ha impulsado la publicación de obras significativas apoyando a escritores noveles y de experiencia. La editorial Ángeles de Fierro, ha publicado más de 150 títulos entre los que se destacan:

Cieno, SAFO: la más reciente escritora dominicana, Una casa azul, La estación del polvo, Pétalo de agua, Por abajo, Esencia: poesía, Rojo, Alegoría vital, Milagros de jueves, Migración a la lluvia, Cuentos eternamente breves, Hostos, Martí, Gómez. Ideología, pensamiento y revolución antillana, De una orilla a otra (Antología), Rosa de tierra: selección, Canto a Proserpina: selección, Madre de la tormenta, En el temblor de las visiones, Celebración del vino oscuro, Gárgolas, Yelidá: selección, Premio regional de literatura Hirma Contreras, Los genios de la noche, Amor sin fronteras, La historia de lechuga, Curso teórico y poético de lengua española I, Balada del ermitaño y otros poemas, Francis Bacon vuelve: slaughterhouses crucifixión, Aposentos, Feliz cumpleaños, coronel; Trópico íntimo, Sensaciones del silencio, El amor y la baratija, Otra forma para morir, Manjú, Poemas en micro surcos, Contra olvido. Antología de cuentos, Tripages, Entre cuentos y poemas, Materia gris, En la prisión del tiempo, Confidencias, Sombra grande, Tríptico, Por nuestro bien, La señorita Victoria, Tinglado, Azuanía bajo el sol, Transversos, Dios se olvidó de esta tierra, Identifícame, 10 escritores de Santiago y del Cibao, Jando; el New York men, La decisión de Sara y otros cuentos, Jardines urbano, Danza del suicida, El reflejo de las rutas, Medias negras, Por la luz de los poetas, Sueños de mujer, Tocan a la puerta, Santo Domingo año 0 y en curso, Lluvia y piedra, Sarah un águila que dejó de volar, Guía procedimental y otros aspectos legales, ante los tribunales de la jurisdicción inmobiliaria, Titá, Trapezio, Giro suplantado, Mitología, Pero yo solo quería amor, Raíces del tiempo, Urbano, La sociedad del desarraigo. Cuentos latinoamericanos I, Panbou, Atrahasis = Atrahasis, Mujer en caracol, Después de la lluvia, De amor y de lluvia, Aire en libertad, Temblor de la espera, Polvo y olvido, Confesiones de Claudia, Premio de poesía 2008, Y este era el principio, Letra de sol, Conversando contigo, Cuentos y cantos de joba, Alba sin madre, Intimiedades, Sobre una hoja, Zoom, Gardens, Astilla en el lago purpura, Navegar en lo seco, Mosaico fluido, Imperio, Tres sucesos cotidianos, Animal sagrado, Palabras=palabras, Fundamento estético del interiorismo, Anécdotas y episodios históricos, El tao, Invitación profunda, El pensamiento creativo; concepto, expresión y poesía, Ritual de evocaciones, Un viento dorado, GraO, Antología taller de narradores de Santo Domingo, La aventura visionaria, Colección literaria, Angelario urbano, Como si hubiera matado un ángel, Jardines de la lengua, Inventario de la noche, Sólo para adúlteros, Los rumores del muro, Diálogo sin cuerpo, Opus – X, La presencia del miedo, UANABI (Diarismo entre biberones), Antología del II concurso regional de literatura FUNDACOM, Soplo de muerte, La aventura visionaria, Clarissima, Charcos de furia, El fondo del iceberg, Las orillas del sueño, Antología de sonetos dominicanos siglo XXI, La mujer espiral, Tiempos de fantasía, Juan Bosch; su pensamiento humanista, caribeño y universal, Caleidoscopio, Najayo; pues yo si jayé, Voces del destino Miches, Los poemas sociales de Don Pueblín, El día sucesivo, Boinayel el llorón y otros cuentos, Modelo político de Dios gobernar, Se nos fue poniendo viernes la tarde, Vanguardia en el teatro dominicano.

Noé Sayas junto a otros escritores y artistas.

Su compromiso con la cultura se extiende al Centro Cultural de las Telecomunicaciones, del cual fue director, contribuyendo al desarrollo de proyectos que fusionan la tecnología y el arte. Como escritor, ha publicado varios libros, entre los que destacan "La trama ciega", "Cieno" y "Trapecio". Este último le valió el prestigioso Premio Nacional de Cuento José Ramón López en el año 2006, consolidando su posición como un destacado narrador en la literatura dominicana.

Noé Sayas junto al maestro de la pintura Ramón Oviedo.

A través de su obra y su dedicación al teatro y la educación, Noé Zayas continúa trabajando en el desarrollo de la literatura mediante el Festival Internacional de Narradores de San Francisco de Macorís, en cuya XIII edición se contó la participación de escritores invitados de Haití, Cuba, Puerto Rico, Colombia, España, Perú y Venezuela.

Finalmente me animo a compartir algunos textos poéticos y narrativos de Noé Sayas

La piedra

A Sixto Gavín, dirigente estudiantil

Ese agujero perfecto lo hizo el agua. La piedra nunca sospechó que le haría tanto mal el ser estática, ni que esa gota de agua que al principio le acariciaba su estructura le hiciera tanto daño. Es por eso que agradece a Sixto, quien la movió del lugar para tirarla a un policía.

Noé Zayas.

¿Dónde está el lindero?

Nadie sospecharía lo fácil que perdí este brazo. Había insistido en que ese lindero que dividía mi patio con el de Tulio estaba donde tenía que estar. Pero cuando a Bertha le coge con algo, es obsesiva. Luego de meses de discusiones en las que nunca se llegó a un acuerdo, y que continuaban a pesar de mi insistencia con Bertha de que dejáramos eso así, porque yo sabía, como lo sabía ella, que ese aguacate siempre estuvo de aquel lado. Ese día fue él, Tulio, quien nos llamó, y digo esto porque la que empezaba las discusiones con una necedad que rayaba en lo absurdo era Bertha. Y podría decir que lo que pasó se le puede agradecer a ella. Pues, Tulio, nos llamó, y dijo, con un machete en la mano, al cual no puse asunto porque él siempre carga uno: “Vengan ustedes mismos que son los afectados y muéstrenme el lindero”. Pensé decir la verdad; decir que ese lindero estaba bien, pero por temor a Bertha no lo hice. “Ahí”, señalé con el brazo extendido como dos pulgadas más allá del aguacate, y él que me echa el brazo abajo de un sólo tajo. Yo debí dejar que señalara ella.

Noé Zayas.

Paisaje del hospital X

Ese bulto a orillas del camastro es mi hijo, nacido muerto. Aquella doctora que le grita al doctor lo sabe todo; ella me atendió toda la noche mientras lo esperábamos. Aquel descamisado que golpea el policía es mi marido, le golpea porque está prohibido gritar en el hospital. Él le explica que llora y hace rabieta porque no puede contener la sangre en su cuerpo y sólo se alivia dando gritos. Pero el policía le dice que no importa, que de todas formas allí no se puede llorar. Yo estoy callada, no porque así lo deseo, sino porque ocho horas de dolor y espera me han dejado sin fuerzas para nada. Qué más, siempre habrá una luz al fondo, y un pasillo de paredes lamosas por donde corren con uno, mientras un grupo de enfermeras le curcutea las venas. Él dice que no llegó a tiempo porque se estaba bebiendo unos tragos y que él no está para salir corriendo porque a alguien se le haya antojado parir a esa hora de la noche. Los diálogos se van poniendo agudos, como llanto de cerdo al sacrificio, ya no puedo sostener mis sentidos despiertos. Todo se me vuelve oscuridad.

Un pequeño conflicto

Porque trabaja, papi, porque trabaja. No como tú, que solo sabes quejarte y decir que te duele y no puedes ni cargarme, porque siempre tienes las manos llenas de ampollas. Y es por eso que Esther tiene bici, porque su padre gana mucho dinero y nos da caricias con sus manos suaves de algodón y olorosas, como flor de eucalipto en la mañana. Tiene dinero para comprarle muchas cosas. Y ella me dijo que es porque él trabaja mucho.
−Sí, amor…
−No te quiero− La niña finge llorar; sale huyendo hacia la mata de almendras que copa la pequeña casa. El padre, con mucho esfuerzo, logra seguirla con la mirada, sonríe, y vuelve a caerse de la silla de ruedas.

El pájaro de acero

Se retiró a ocho o diez metros. Luego se abalanzó contra el muro de cristal que divide el mundo en dos pedazos. Sus tonos azules mancharon todo el piso. Allí quedó el rebullir de plumas que se vieron caer con una lentitud que atormentaba a los transeúntes. Allí también, a un lado y con la misma lentitud, cayó la nota. No he tenido paz, desde que Galsin, con la intención de hacer un bien, intentó liberarme dándose un tiro en la cabeza. Su imprecisión, sea por borrachera o por la agonía de sus crisis existenciales, me dio esta invalidez con la que he vivido durante todos estos años. Digo, si es vivir arrastrarse por el mundo a merced de un favor ¡Qué libertad la mía! A todo esto, se le añade mi más viejo mal, mi tormento, este pájaro de acero que taladra mi cerebro pidiendo su libertad. Con esto, digo adiós a mi invalidez. Y dejo libre al pájaro de acero.

El soñador

Aquella mañana despertó del sueño en que era apuñalado por su esposa, para inmediatamente descubrir al hombre, que dirigiéndose hacia él, descargaba el revólver en su pecho. No se sorprendió. Como no lo sorprendía ninguno de los sueños en que constantemente era matado por algo o por alguien. Fue en esa misma mañana; dirigiéndose al trabajo, cuando cruzaba la avenida Libertad que vio, sin duda que lo vio, aquel Mercedes Benz rosado que se dirigía hacia él. Por un breve momento lo atormentó la duda. Pero ésta se disipó con la conciencia de que esto no era más que otro de sus sueños y siguió caminando. Pero esta vez todo fue distinto.

La pasión de dudar

Siempre me acusaron de ser un optimista que rayaba en lo enfermizo. Nunca acepté la realidad así de tajo. Si despido ese mal olor que ni yo soporto y se me está poniendo la carne blandita, hecho del que me doy cuenta cuando tengo que rascarme, ya sea porque me pique un insecto o si me come, porque me come que se me quedan pedazos de carne en las uñas, me digo que todo no es más que una ilusión. Lo que me asusta, lo confieso, es cuando no puedo moverme, y casi llego a convencerme de que sí, de que estoy muerto, o si no, casi muerto.

Malva − Poemas de Noé Zayas

Huyo hacia ti, penetrante,  asciendo hacia la muerte,
la ciudad que tú eres se vuelve un laberinto.
Tu vientre es esta fuente donde abrevo:
azahar lloviendo sobre la desnudez de los amantes.
Nos quedamos dormidos.
El agua corre en ti como granos de cristal en los cerezos:
somos dos cuerpos de piedras que resisten al tiempo y sus fatigas.

Y yo me quedo dundo, ahogado en tus ungüentos,
errando en tus seis pecas esféricas.
Consulto mi carta de rutas, busco a ciegas,
doy vuelta de tu ombligo a tu ombligo,
corro hacia tus pezones, ruedo hacia bajo y caigo en ti,
embriagado…

Viajo en tu cuerpo.
¡Oh, espacio, dislocación,
madeja del tiempo en sus batallas,
muerte, incertidumbre,
nadie estará el día del descenso!
Sé que la ventana por donde miro
(desolado rincón, páramo, polvo de carne y sangre)
puede ser tú,
y el mirar me ha hecho un hombre triste.

Ir al pozo (sin cántaro; cárcel del agua)dudar del paisaje que es la ventana,
luz, cuerpo tornasol de la navaja en la herida.
Y a una yarda más allá del límite (sin apresuramientos)
al niño que nos ofrece la rosa perfumada, se le dibuja, como un escarabajo de cristal, la pobreza
por diez pesos devaluados en sus trescientas veces menos.
Nos preguntamos si no será sólo un hueco.
La interrogante me deprime,
me hace llorar en sus bordes.
Y si lloro en el interior de mi casa,

¿qué haré de su exterior…?
Si te desnudas, será nada la llovizna, su belleza
los horrores del paisaje escritos en la ventana.
−Estoy desnuda, atada a lo reluciente, al vaho de la noche, a su magia, a los embrujos de mi cuerpo; esa asombrosa cárcel que se confunde con mi yo.
Sé que me descubres torpemente rodando entre los cuartos,
me rozas suave    como brizna de luz;
pero hay algo entorpeciendo el sueño:
una sombra,
un manto de oquedad,
un chorro bramando.

Despierto jadeando.
−Esta habitación es otra si estamos solos, los muros se vuelven imágenes, se transfiguran, tiembla mi espalda desnuda ante la levedad del aire, ante la sospecha de ser un grabado de Miguel Ángel o de Dalí rugiendo en los ocres de la tinta.
Oigo subir tu sangre tibia,
el vagido de mi boca disloca tus pezones,
humedece tu sexo si lo palpo.

Te recoges en la sombra.
Caigo en tu cauce,
me estremezco,  me voy muriendo en ti.
La ciudad es una perra herida en cuatro partes,
en las que nos perdemos huyendo como lobo solitario, sin manada.
La casa es un jardín floreciendo en tu tacto;
la vida, el mundo, la gente nos premia con su olvido.
Y el ciego de ayer  insiste otra vez en tocar a la puerta
de esa casa del rosal donde ya no vive nadie,
en la que tú y yo jugamos a escondernos.
Su perro, también ciego (vigía inconsolable), le es fiel.
Así logra atravesar el jardín
caminando sobre la ceniza de sus sueños.
−¡Ea! −dice− vengo del Sur. Corro entre rudas visiones y bullicios, un rostro de muchacha (casi feliz de verme) se deshace entre la multitud de rostros. ¿Quién habrá herido la ciudad tan mortalmente y ha transformado el patio de su casa en campo de fusilamiento,
guerra del olvido,
lugar de lo imposible,
castillo de la angustia,
techo del degollado,
promiscuidad del necio,
guarida de ladrones,
tierra del desamparo,
refugio del perverso?

Lo contuvo un silencio de espesura, un llamado a la muerte.
El mar entró en nosotros como un lienzo de espadas.
Lloramos jadeantes,
con aquellos jipidos en los que solíamos querernos.
Llovíamos sobre la ciudad,
rodábamos sobre el cieno hasta hundirnos,
nos dorábamos en el fuego.

− ¡Ea, la gente de esta casa!
Y ninguno osaba interrumpir el viaje.
Quedábamos en silencio, mordiéndonos los labios,
y una respiración ahogada y pedregosa enmudecía en  nuestros pechos.
Estar vivo o muerto, da lo mismo:
el paisaje revienta de sobriedad y espesura,
estamos en el sueño como olvidados de nosotros a plena luz del día.

Muero y no es tan diferente:
sigo en lo mismo
dando vueltas, huyendo de los perros,
buscándote en el parque, en el reflejo de los árboles,
con aquel terrible dolor en las rodillas (sólo que no están tus caricias).
Y me siento en el banco del Sur que lleva nuestros nombres.
Y están los mismos viejos y las palomas en vuelo
ejecutando cabriolas,
como nerviosas trapecistas en los alambres del tendido eléctrico.
Allí está nuestra tumba,
nuestro Taj Mahal
por el que corríamos hasta la sombra del samán en las mañanas.  Vivíamos como aquellos amantes hindúes, que se encerraron en un pozo a hurgarse los sexos, a comerse, a practicar el acto de amarse hasta morir.
Se levanta como una fortaleza de piedra.

Nuestra mesa está llena (con duraznos, yogur, miel, vino y una variedad de asados y ensaladas sobre un juego de vajillas de cerámica y oro del Japón)
sin que el hambre llegue aún.
Mis deseos atentos a tu cuerpo
en penitencia…

Tu sombra se arrastraba sobre los mosaicos, andaba en la terraza  atravesada por el humo de la marihuana, con el temor de ser descubierta por la noche, como una hiena en asecho.

Fuera de allí sólo hay destrucción.
Las calles están llenas de jóvenes suicidas,
la catedral se hace añicos en nuestros ojos.
Un interminable charco de agua y sangre sobre el piso
refleja el techo cóncavo invertido.
Nuestro destino era jugado a los dados por soldados semitas,
la destrucción lamió la ciudad con pasión ciega.
Allí, aún las sombras no encuentran lugar para reflejarse de pie,

incorporadas.

Tenían que arrastrarse sobre un tapiz de lloro.
Sólo nuestra casa permaneció erguida
y nuestros cuerpos intactos.

El Sur oscurecía a nuestro lado, nos embebía: El héroe entra a la casa, (ignoramos aún su condición de torturado), juega con los niños, y nosotros usamos nuestras máscaras, representamos nuestro débil papel de preocupados. Y él, sin brazos ya, se empeña en secar nuestras lágrimas y en remendar nuestras penas, mientras nosotros gritamos ¡fuego! Aun así, él no se fue sin dejarnos su tibio corazón  palpitando en nuestras manos.

Te acicalabas el cuerpo con aceite de sándalo,
mientras ibas danzado el Bharatanatya, como inclinándote en la sombra,
sostenida por un delgado hilo de sueños y profundas soledades.
Reíamos; teníamos seis años, tal vez cinco,
cuando oímos ese nombre:
Bagdad, la capital del tiempo.
Desde esa  ciudad, un ángel nos invitaba a la huida.

Te arreglabas las trenzas,
mientras tu abuelo te mostraba la proa
de un bergantín varado sobre las rocas.
Sobre la legendaria ciudad llovía fuego,
y nosotros nos cubríamos ansiosos bajo el árbol.
El puente en llamas nos atraía con una fuerza centrífuga, tu ombligo
atrapado por los espesos paisajes de Las Mil y Una Noches
acontecíamos.
La vida nos salpica con la ironía de mostrarnos
la oblicuidad del tiempo y sus demoras.
Allí y en aquel instante lo entendimos:
Scheherezade conducía la trama tejida con un hilo de sangre,
nos llevaba a prisa queriéndonos salvar de la voraz columna de guerreros.

¡Oh tú!, reina de los deseos, del clan oscurecido
nos hacía descender al azufre. A sus pasos quedaban los rumores del perfume, el olor tibio de la tierra quemada y los toscos recuerdos de su niñez, en la que disfrutaba la tierra como un manjar de asados aderezado con limón y especies. En verdad, era exquisito mirar aquella danza de gacela embriagada con la que solía moverse entre los árboles ancianos del bosque de bambúes que le servía de refugio.
Su cabellera dorada le cubría el rostro
lleno de trazos geométricos, de planos de la ilusión, de signos sagrados, antiquísimos,
ofrecido al sacrificio en la mezquita de Mirjan.
Su cuerpo suspendido ardía en llamas:  el cuerpo oculto del guerrero, trasciende, busca la superficie. Bajo la leve llovizna fosforece como una antorcha. Se deshace, floreciendo una rosa de tristeza oscurecida. Nadie sabe, ni puede, ni debe pronunciar su nombre en el momento de su fusilamiento. Ya lo hemos olvidado.

No nos encontramos en el tiempo en que nos tocaba morir en  nombre de los otros.
Esta era la piedad que prodigaba la cicatriz del sueño.
La casa envejece sumergida en tinieblas de polen de cerezos,
la galería y los cuartos están llenos de perros;
así entendemos la brevedad del miedo en sus afanes.

El hombre entró de pie al borde de la historia,
dormía con la muerte,
obvió la estocada de la sombra,
y así creó este río de sangre hacia la áspera  luz de las mañanas,

los duros pasadizos por donde huyes entrando en ti,
en tu aposento. Allí duerme la muerte,
como una enana cuya tristeza duplica su tamaño;
estamos en su yantar de la mañana,
nos cobija su sombra de delgada enfermera.
Nos decimos adiós:
un beso en la comisura de tu boca clausura la vida.