Isaac Asimov, en la década de los ochenta, se quejaba de que en la cultura y la política se evidenciara pobreza y caída del rigor mínimo. Nunca pensó, que pasaríamos a la burla e inhabilitación de cualquier discurso decente, y se convertiría en política la descalificación de la academia, de tal modo que en los propios centros docentes la epistemofobia, la ausencia de debate, incluso de libros, ha ido ganando terreno.
En la tradición de la filosofía, es una verdad de Perogrullo que el principio de todo conocimiento es la ignorancia. El método de preguntar hasta alcanzar alguna verdad razonable está todavía presente en el inicio de toda investigación. Un viaje hacia un saber supone la aceptación de un desconocimiento, acompañado, por supuesto, de método y una buena dosis de curiosidad intelectual.
Cualquier estudio –cualitativo, cuantitativo, de campo, observacional –supone el planteamiento de una pregunta encontrada en medio de muchas certidumbres. Así, inicia la formulación de un problema relevante. De tal manera sería la fórmula: identificación del arcano y búsqueda del saber. Este ignorar tiene antecedentes metodológicos y consecuentes confirmaciones o refutaciones.
En rigor, todo gran conocimiento inicia con una pregunta bien formulada. Saber/ignorar sería el inicio. Al final se abren aún más interrogantes nuevas, lo que supone las revoluciones científicas y el enriquecimiento del sistema teórico, así como los avances en los campos aplicados. Visto de este modo, el conocimiento parte de identificar qué no sé, de la honestidad intelectual y el vacío desafiante.
Cuando el filósofo y musicólogo de la escuela de Frankfurt, Theodor Adorno, dice su brillante frase “yo no sé si no sé nada”, abre un hueco abisal entre la ignorancia lata, y el bucle interminable del investigador que no llega a saber si sabe, de tal modo que continúa hurgando más allá de los límites que impone el espíritu de una época. La filosofía está llena, desde Hume hasta Ponty, de discursos sobre lo inaprensible. Visto así, el mundo permanece siempre a la espera de ser interpretado.
La increíble muestra de un lenguaje sin sustento cobija al ignorante lato, al influencer, al catedrático ignaro.
En este contexto, hay que distinguir entre la ignorancia del que explora y arroja luz a una verdad, y la estulticia de moda que propone un culto al no-saber, cuyo cenáculo son las redes sociales y la adoctrina es la vida fácil y el “éxito” sin esfuerzo para jóvenes sin orientación, veleros en la desventura del desconocimiento. Cabe aquí preguntarnos: ¿A quién beneficia la ignorancia improductiva? ¿Quién financia el adoctrinamiento?
Mientras en Europa están preocupados por su futuro, con la alta tasa de jóvenes sin trabajo ni estudios, y los economistas plantean un oscuro futuro sin mano de obra física ni intelectual, con una población creciente de envejecientes; en nuestro país, sin estadísticas ni estadistas, continuamos sumidos en el sueño del inmediatismo, sin alternativas para un futuro que se nos viene encima: la caída del capital intelectual y sus efectos (no tan invisibles) en el desarrollo y la productividad.
La guerra contra la academia (entendida en el sentido platónico) tiene implicaciones en lo que la sociología marxista llama “modos de producción”. Sin entrar en debate sobre la vigencia de esta clasificación, la tomamos como metáfora para inferir el retroceso de una sociedad que hace culto a la agrafía, la vagancia y la barbarie. Este panorama supondría un retorno a la relación amo/esclavo. Como sugerimos en artículos anteriores, el nuevo “modo de producción” estimula unas diferencias inéditas entre el acumulador, el tecnócrata y el usuario.
La voz de los especialistas obnubilada por la moda de los influencers, no puede competir pues, bajo esa payasada, se ocultan los financiadores de la ignorancia. El consumo de las plataformas, su florecimiento, solo es posible si cuenta con financiadores. Como hace poco afirmó una comunicadora: nadie puede sostener un programa serio. Pero no es por falta de un segmento de mercado, sino por financiamiento. El problema son los sostenedores y los aparatos inoperantes del estado.
Sé decir tres palabras de baja estofa, exhibir aberraciones y parafilias, promover la violencia, el sexo fácil, el cuerpo de la mujer como mercancía, pero estos llamados y síntomas de distorsiones psicosociales, tropiezan con la educación en valores que otrora nos dieron, y que hoy se tornan peligrosas, minadas con críticas demoledoras que están respaldadas por la propaganda antiintelectualista, cuya metástasis ya se evidencia en la caída de las matrículas universitarias.
Otro “fantasma recorre el mundo”: la ignorancia financiada, cuyo lado “ilustrado” lo constituye comentaristas elevados a la categoría de científicos, que han sentado la “cátedra ignara”. Recogiendo fragmentos de internet, estructuran un discurso y lo sirven a los usuarios que, imbuidos en el chat, el selfie y la ajenidad, reciben estos fragmentos de la raw como genialidades. Los mismos que preconizan el fin de determinadas disciplinas, navegan para atrapar dos o tres “sardinas” que servir en sus plataformas.
La cátedra ignara no va más allá del convencional espectáculo, aunque se abraza a las imposturas seudocientíficas, a la descalificación autoritaria. Estamos ante un serio problema de discursos desfondados que se instalan en el inconsciente colectivo como verdades, debido a la autoridad que imaginamos inviste al divulgador. La increíble muestra de un lenguaje sin sustento cobija al ignorante lato, al influencer, al catedrático ignaro.
Don Rudy González, cuando analizamos la sociedad enferma, siempre me pregunta: ¿Qué hacer? Aunque parezca evasiva, todos sabemos la respuesta. Conocemos la mentira, pero seguimos vendiéndola como verdad, identificamos los mercaderes, pero tememos entrar con látigo al templo. Vemos dónde falta el correctivo, pero no hacemos nada. Cómplices por omisión, sabemos y nada hacemos. A veces la indiferencia no se debe a la ignorancia.