La búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust (1871-1922) es, simbólicamente, una saga novelesca del insomnio y un fruto del confinamiento voluntario, desde el punto de vista de su origen, gestación y escritura. Su génesis se remonta al encierro de Proust en su habitación –que forró de corcho–, durante los últimos trece años de su vida, y tras la muerte de su madre, tiempo que empleó –aislado, y en soledad absoluta, a mano y sin tregua ni pausa, en un frenesí creativo–, a escribir esta magna obra en siete tomos (la novela más larga del mundo: posee 3,284 páginas, dependiendo de la edición), y cuyo protagonista técnico es la memoria, y el tiempo, su búsqueda filosófica y existencial. A Proust la enfermedad lo confina a vivir encerrado, en un estado de hipocondría, por temor a morir, víctima de un ataque de asma; también, la muerte de su madre y de su padre le permite liberar el fantasma de su homosexualidad reprimida, lo cual le posibilita contar y expresar, sin represión familiar ni social, sus fantasías homo eróticas, y los instintos libidinales del inconsciente. La búsqueda del tiempo perdido es una obra novelesca innovadora para la época: en estructura, lenguaje, estilo y forma, de periodos oracionales muy largos, en la que Proust ahonda en el fondo de los sentimientos, en las profundidades de la memoria y en el espejo de las pasiones humanas, creando arquetipos de personajes y reflexionando, con sabiduría psicológica y filosófica, sobre los grandes temas de la vida, el tiempo, la música, la pintura, la sexualidad, el amor y los celos. Y lo hizo alcanzando una profundidad reflexiva y una clarividencia, que desbordan, de modo sin precedentes, las aproximaciones analíticas  y las investigaciones de los psicólogos. Son reflexiones y meditaciones psicológicas y filosóficas que nos estremecen, iluminan, alucinan y deslumbran, por su lucidez y sabiduría. Incluso, en esta obra, hay páginas y episodios que constituyen desafíos al psicoanálisis freudiano, a la neurociencia y a la filosofía de la mente.

El célebre inicio o íncipit dice: “Mucho tiempo he estado acostándome temprano”. Se trata de una novela que es la historia de un niño, por decirlo de algún modo, tarado, castrado por la ternura de una madre sobre protectora ante un hijo, enfermo de asma de nacimiento. Y que cada noche, espera impaciente, el acostumbrado  beso de su progenitora, antes de dormirse. Sin este tradicional beso, el niño no se podía dormir. Y, justamente, una noche de larga espera, en que la madre no subía a su habitación a besarlo, porque su padre la entretuvo, motiva a que Marcel –el personaje-narrador de la novela–, se aboque a un largo, minucioso y moroso viaje por la “memoria involuntaria” (teoría de su novela, según Proust), dando vueltas en la cama sin poderse dormir, y que al autor Proust le toma 36 páginas, narrar y describir.  Al niño Marcel le asustaba que hubiera visitas durante las cenas, pues su madre, en esas ocasiones, le daba el beso en el comedor y no en su habitación, donde le gustaba, en cambio, le disgustaba porque tenía que irse solo a dormir. Este beso de cada noche era para él indispensable porque representaba una cura de su insomnio y un sedante para dormir. Se podía ir a la cama en paz, feliz y seguro de que dormiría plácidamente. Sin ese beso, sus noches eran una tortura y un desvelo. La historia del primer capítulo de  esta novela es, pues, la descripción del sufrimiento que una noche sintió, tras su padre impedir  –o posponer–, sin saberlo, ese beso de buena noche. Así, esta situación, esta circunstancia, será el origen o el hilo conductor de toda la novela. Este simple hecho cotidiano representa el sufrimiento de una separación madre-hijo, solo por un momento, pero que define una acendrada ternura violentada, frustrada o aplazada, nunca igual, desde luego, a la que representó luego la muerte de su madre, que lo sumergió en una honda y eterna melancolía. Cada minuto de espera de ese beso materno significaba una eternidad en el niño. Marcel Proust tenía 34 años cuando su madre murió, justo la edad en que emprende la titánica tarea de escritura de su obra, que lo inmortalizaría, y en la que duró los últimos 17 años que le restaban de vida (murió a los 51 años, igual que Balzac, una de sus influencias). El punto final de su epopeya narrativa concluye con su muerte, con la muerte del autor real, no solo con la muerte del personaje-narrador. Durante su intensa vida social y nocturna, su madre siempre lo esperaba hasta su regreso, sin acortarse, despierta, en duermevela. Al morir su madre, Jeanne Weil (1849-1905), Proust apenas volvió a salir. Su asma creó un vínculo de acero y de enorme dependencia con su madre, y después de la muerte de ella, ese lazo lo ocupó su obra novelesca, que fue su gran empresa literaria de vida. Dormía durante el día y escribía durante la noche, siempre que los ataques de asma se lo permitían. (Bebía café para estar despierto y té para dormirse, como un carro en marcha que le colocan la reversa).

Su obra novelesca es un testimonio de fe, un testamento de vida y una lucha contra la muerte. En efecto, su escritura será una batalla cotidiana contra la muerte y contra su enfermedad o para disipar los tormentos y las molestias de su tos agónica producto del asma. Todo lector de Proust advertirá que se trata de la escritura de una obra a contrarreloj, y de una vida consagrada y dedicada por completo a memorizar, recordar y narrar; también, a describir paisajes  y contar sus percepciones, sensaciones y sentimientos, desde su infancia, y de su entorno familiar. A detallar los paisajes interiores de su memoria y de su conciencia de escritor y de los paisajes exteriores de Combray y de Paris. Su obra es así el resultado de un estado de soledad y de ternura in extremis, en grado superlativo, y escrita con todos los sentidos: en especial, con la mirada, el tacto y el oído. Para hacerlo, selló con corcho, como se sabe, su habitación, para evitar la entrada del más mínimo ruido exterior (ante el más leve ruido, lanzaba un grito desesperado, pues llegó a educar y acostumbrar el oído al silencio, hasta el paroxismo). Logró así un estado de paz espiritual, quietud de alma y soledad absoluta capaces de hacer un viaje por el territorio de la memoria y de los recuerdos, como ningún otro escritor y novelista lo ha alcanzado aún. Así convirtió la memoria en el supremo recurso de la narración y del arte de la novela, y en materia prima de la escritura de ficción. Proust es realista en la descripción y la narración del mundo exterior y psicológico cuando lo hace de su mundo interior.

La relación con su madre fue esencial y determinante, ya que le daba mimo, ternura, aliviaba sus sufrimientos y lo cuidaba con devoción filial. Estuvo siempre al servicio de sus caprichos, manías, necesidades y deseos. Su vínculo con la madre era, en efecto,  entrañable y umbilical. Ese vacío de afectos  y cuidados lo ocupó luego Celeste Albaret (1891-1984), su ama de llaves, confidente, secretaria, enfermera y amiga, y que fue, después de su madre, la mujer más importante en la vida de Proust, pues lo cuidó desde 1913 hasta su muerte en 1922. Fue la persona que mejor lo conoció, ya que estuvo a su lado durante nueve años, por lo que supo de su vida privada, personalidad, amores, intimidades, amigos, pensamientos, fobias y filias. Nadie más que ella pudo ser mejor testigo y tener el privilegio de los secretos de primera mano, de este genio ejemplar de la novela. Ella fue testigo de excepción, la albacea y la oidora en los últimos momentos de agonía y postrer suspiro del genial novelista. Lo curioso es que, durante cincuenta años, ella no quiso hablar, sino que mantuvo en vilo el mundo editorial, con su silencio, acaso en honor y homenaje al escritor, como una forma de concluir también su vida con la muerte de Proust. De ahí que quiso encerrarse –como Proust con su obra–, en los muros blindados de su memoria. Si Proust lo hizo durante 12 años, ella quería llevarse a la tumba los secretos de su vida y sus últimos días. Ella pensaba que divulgar y difundir por escrito, contar o publicar sus memorias, era traicionar a su antiguo amo y amigo, hasta que, a los 82 años, cedió a las tentaciones de los editores, y le contó, durante cinco meses y setenta horas de entrevistas, a George Belmont, sus memorias, tituladas Monsieur Proust (1976). Acaso lo hizo bajo el imperativo ético de que otros, con menos competencia que ella y con menos conocimiento e información, se habían adelantado, traicionando la memoria del autor, sin fuentes fidedignas y primarias. Celeste Albaret habló con el corazón de la gratitud, la admiración y el respeto de su lejano  jefe y confidente. Cuenta ella: “A menudo me decía: “Cuando yo haya muerto, usted recordará siempre al pequeño Marcel, porque no encontrará nunca a nadie como él”. Sigue diciendo ella: “Y ahora me doy cuenta de que tenía razón, como, por otra parte, la tenía siempre. Nunca he dejado de pensar en él ni de tomarle como ejemplo. Las noches que no duermo es como si me hablara. .. Cuando uno ha tenido de vivo el poder que él tenía, es imposible que lo pierda después, y estoy segura de que, incluso en el más allá, sigue a mi lado… Diez años no es mucho tiempo. Pero se trataba de Monsieur Proust, y estos diez años en su casa, a su lado, constituyen toda una vida para mí, y agradezco al destino que me la concediera, porque no hubiera podido soñar una vida más hermosa. Yo no me daba enteramente cuenta. Vivía día a día, contenta de estar allí. Cuando se lo decía, él me dirigía aquella miradita escrutadora, irónica y amable a la vez, y replicaba: “Veamos, querida Celeste, ¿no resulta un poco triste pasarse las noches enteras aquí, con un enfermo? Cuando la vida se detuvo para él, se detuvo también para mí. Pero la canción ha subsistido”.

En un documental de 1992, de Wolfe Carter Production, de You Tube, en una entrevista a Celeste Albaret, esta relata las últimas palabras de Proust, que son sobrecogedoras y conmovedoras, y que cito: “Y una mañana cuando llegué, estaba como un niño que ha encontrado el juguete más bonito del mundo. La felicidad más perfecta. Me dijo: “Oh, querida Celeste, tengo una gran noticia que darte”. Y yo le dije: “¿Qué? ¿Qué es eso tan importante que ha pasado esta noche en esta habitación? ¡Algo inmenso! ¡Algo tan, tan bueno! ¿Qué ha pasado?” Él se endereza, me sonríe y me dice: “He puesto la palabra fin, ahora ya puedo morir”.