La Ciudad Colonial está limitada al norte, Av. Mella, al sur, el Paseo Presidente Billini, al este Río Ozama y al oeste, Calle Palo Hincado. En esas demarcaciones se encuentra la muralla de Santo Domingo, que es la que verdaderamente marca los límites.

Si caminamos desde el oeste hacia el este por la calle Juan Isidro Pérez, nos encontramos El Polvorín, (ahí vivió Juan Bosch), Jobo Bonito, San Lázaro, San Miguel, San Antón y Santa Bárbara.

Estos barrios de hoy en día fueron los poblados de la parte alta de la ciudad en donde vivían los obreros de los conquistadores, quienes a su vez vivían en lo que hoy se conoce como “La Zona”.

Vivir por ejemplo en San Miguel es una dicha, es un pueblito como otro cualquiera de los pueblos del interior. Todos nos conocemos. Una de mis anécdotas es que hasta los perros conocen a sus habitantes y nosotros a ellos, desde que pasa un extraño, comienzan a ladrarle, a los parroquianos no nos ladran. Es más, hacía mucho que no veía al perro negro de Mayra y le pregunté dónde estaba, me dijo que no quería salir del frente de su casa.

Es muy común escuchar una voz desde cualquier lugar preguntar si llegó el agua o si en X casa tienen o no tienen luz.

Es hermoso disfrutar de los marchantes, quienes ponchera en la cabeza venden aguacates. Otros pasan con sus triciclos vendiendo vegetales a mejor precio que los supermercados. No falta quien vende “batata asá”, quienes pregonan sus “mamposteiros”. Los que compran cosas viejas también pasan, compran de todo menos mujeres viejas; suerte que prohibieron esta última compra para sentirme protegida. En los barrios de clase media alta también pasan, por si acaso y a lo lejos se escucha su pregón.

San Miguel tiene como cualquier pueblo, su Iglesia Católica y la primera Iglesia Evangélica Dominicana, su parque, su pequeño parque infantil, su canchita de baloncesto, supermercado, ahora hasta una ruta de guagua porque la que le corresponde está cerrada ya que están reparando la calle en donde están construyendo un hotel de lujo.

San Miguel tiene su encanto. El día del Patrón, o sea, en las fiestas patronales, un rincón  de mi parqueo se transforma en un baño público. Ya en cuarenta y siete años he tenido que acostumbrarme.

Temprano, antes de que comiencen la música y los palos, me sitúo en mi puerta a ver el desfile de la gente con su ropa verde o roja o la combinación de ambas. Muchas llevan pañuelos colocados en una forma muy llamativa.

Al atardecer, ya los ánimos son diferentes, no pasan tranquilamente, van en grupo caminando rápidamente, cerveza en mano, muchas veces fumando cigarros y bailando.

Confieso que en todos estos años nunca me he atrevido a ir al parque ya que la algarabía es tal que me da miedo, pero me cuentan que hay una “brindadera” de comida y bebida, de gente que ha ofrecido eso como ofrenda al Santo.

Antes, pero mucho tiempo atrás, las fiestas de San Miguel constituían una festividad llena de desenfreno, durante toda una semana se festejaba, la música altísima, el barrio olía a alcohol y los motores con su escándalo que no dejaban dormir, hasta que la iglesia decidió prohibir las casetas de las casas licoreras que hacían su agosto, como popularmente decimos cuando se saca mucha ventaja de algo. Cada noche había un muerto, al otro día se pasaba revista, de no ser así, las fiestas no eran buenas.

Hoy en día todo es más tranquilo y creo que las misas son celebradas en la Iglesia de las Mercedes, para que de esta forma todo el que tenga fervor católico participe tranquilamente.

Dentro de seis días celebraremos a San Miguel, si quiere ver una fiesta popular y con mucho sabor, vístase de rojo o de verde, amárrese un pañuelo en la cabeza de igual colores y fúmese un túbano para que baile al son de los palos o atabales.

Todo esto es lo que le da sabor a la vida.