Roberto Vieri recibió la pizza, exquisitez con la que cenaba casi todas las noches, y no sospechó que, minutos después de haberla ingerido, una muerte brutal le sobrevendría a causa del veneno que le habían añadido. Abrió una botella de vino, se acomodó en una poltrona, encendió el televisor para ver el Calcio italiano, y así empezó el principio de su fin. Le dio el primer mordisco a un triángulo de la suculenta comida y en ella no fue capaz de percibir el sabor a muerte, el tufo a muerte que expedía la pizza.
Meses antes del día del desenlace, María Elena se cocinaba en una caldera de dudas: no estaba segura de si esperar más o si, por el contrario, debía proponérselo de inmediato; o tal vez resultaría una estupidez hacer una proposición de aquella magnitud sin ningún tipo de preámbulo. Podría resultar peligroso.
María Elena camina a largos trancos por la alfombrada estancia. Piensa. No seas bruta, María Elena, usa las armas que tienes en tus manos, usa eso que tantos éxitos te ha deparado en tu vida. No cometas errores, María Elena.
Escuchó el timbre y ya sabía de quién se trataba: era el delivery boy que venía a traer otra pizza para su marido. Fue y abrió la puerta como estaba, en bata transparente, con esas ampulosas masas de lascivia que pugnaban por ser vistas. El delivery boy se encontró con aquella figura y por poco la pizza va a parar al suelo.
-Pase, delivery boy -le dijo María Elena.
La mujer se dio vuelta y él observó el hilo dental que se solazaba violando aquellos glúteos compactos. Ella volvió y pagó la pizza con un billete de dos mil pesos y le dejó el cambio. El delivery boy se extrañó ante tanta magnanimidad: tenía varios meses entregando pizza en aquella casa y casi nunca le daban una buena propina.
La existencia de María Elena parecía una auténtica estancia en un jardín de ensueños, pero nadie sabía que se había hecho una promesa irrenunciable: eliminar al italiano, debía eliminar al italiano a toda costa, y esa era su principal preocupación; eliminar al italiano, que no era cualquier persona, sino su marido: el hombre que había llenado cada capricho, cada sueño, cada ambición suya; el hombre que creía que ella era la mujer más feliz del planeta. El hombre que no sabía que ella sabía todo. El hombre que no sabía que ella estaba al tanto de las circunstancias en que había muerto Luis Alfredo, su antiguo socio, y que había muerto en circunstancias extrañas y nunca aclaradas. El hombre que María Elena sospechaba que había sido asesinado por orden de su esposo, Roberto Vieri.
Ella había aceptado la relación con Roberto pues sólo estando cerca de él podría consumar sus planes. A cualquier otra mujer le habría fascinado encontrar un partido como Roberto Vieri: joven, con gran fortuna, espléndido con las mujeres. Sus principales defectos eran, según María Elena, que le gustaba demasiado el sexo y el vino. Y no había sido fácil decidirse por el italiano; habiendo sido una reina nacional de belleza, las proposiciones abundaban: políticos que habían hecho fortuna desde sus posiciones en el gobierno, banqueros que habían logrado engañar sin consecuencias al prójimo, peloteros con contratos multimillonarios la asediaban continuamente, pero se decidió por Roberto: tenían una cuenta pendiente.
Pero Roberto Vieri no sabía que su mujer quería eliminarlo, y no tenía motivos para sospechar. Roberto nunca supo que Luis Alfredo había sido amante de María Elena.
Vieri no sospechaba porque, ante todo y en casi todas las circunstancias, María Elena era muy cariñosa; le decía papito, y con mucha frecuencia le daba besos calenturientos y él, a cambio, la complacía siempre: nunca había sido mezquino con ella; había hecho un testamento declarándola como su única heredera; única heredera de una fortuna incalculable, de una fortuna que incluía hoteles en la costa este, yates, acciones en muchas empresas de la bolsa de valores de New York. Pero Roberto no sospechaba que María Elena conocía muchos secretos que él celosamente guardaba. Ella estaba en conocimiento de los turbios negocios de su marido, sin embargo, no le importaba, aunque solo en apariencias. Sabía, además, que el italiano marido suyo era vigilado constantemente por los organismos del Estado encargados de crimen ligados al bajo mundo.
El delivery boy no podía creer lo que había visto aquella noche.
-Te juro que algo que se trae esa mujer, mano. Si la hubieras visto: salió a recibir la pizza con las tetas casi al aire, y qué tetas tiene esa perversa. Mira, mano, algo se trae esa mujer conmigo, lo vi en sus ojos, quería decirme algo, pero como que no se atrevía. Cuando se dio la vuelta para buscar el dinero y pagar la pizza, ¡ay, diosito santo!, lo que vieron estos ojos.
-Deja de hacerte pajas mentales, haciéndote ilusiones con señorotas y ve a entregar el próximo pedido, más te conviene, y despierta, no vaya un carro a explotarte cuando salgas.
En el trabajo se comentaba que el delivery boy era un individuo extraño, que siempre estaba metido en un mundo de misterio y de silencios. Algunos sospechaban que no era un simple repartidor de pizzas.
Roberto Vieri termina de disfrutar la suya; enciende el televisor para ver de un partido entre la Juve y el Inter; se sirve una nueva copa de su vino favorito, un Brunello Da Montalccino, tan italiano como él.
María Elena mira a su marido y el odio le oprime el pecho. No obstante, se acerca a Roberto y lo besa con mucha ternura. Él se siente amado. Ella una gran actriz.
Esa noche al acostarse María Elena decide el plan que acabará con la vida del italiano.
Al día siguiente, a la hora de cena, María Elena llama a pizza Hut. Pide una de jamón: sabe quién vendrá a traerla.
Media hora después el delivery boy toca el timbre. María Elena le abre. Está desnuda y sola. Cuando el delivery boy le extiende la pizza en medio del estupor, ella lo toma de la mano, lo conduce hacia una salita y allí lo sienta en un sillón. Se desliza en sus piernas y lo besa. Su lengua se convierte en remolino dentro del mar de asombro que es la boca del delivery boy.
Él no sabe qué hacer. Se deja hacer. Fruto del fragor de la acción, al delivery boy se le ha caído un revolver que llevaba atado a un pie. Ella se sorprende al ver el arma:
-No sabía que llevabas un arma.
-Nos las entregan para que nos protejamos de los atracadores, tú sabes cómo anda la delincuencia en este país. Hay bandas que se dedican a robar pizzas, si no lo sabías…
El delivery boy siente que algo no anda bien en aquella situación.
-No tengas miedo, delivery boy, lo que sucede es que sé que estás desquiciado por mí. He visto cómo palideces ante mi presencia, y lo mejor de todo es que tú también me gustas un montón.
-No juegues, señora, que nos podemos joder. Si ese italiano llega…
-No te preocupes por eso, al italiano déjamelo a mí.
¡Mierda, mano, no me lo vas a creer, pero me la di, me la di, y sin abrir la boca!
-Sigue soñando, que soñar es el único privilegio de los jodidos.
-Me importa un carajo que no lo creas, pero me la di, me la di, me la di…
-Tengo miedo, María Elena.
-¿A qué le tienes miedo?
-A que esto termine.
-No tiene por qué terminar.
-Yo sé que sólo soy un jueguito, un entretenimiento. De seguro que al italiano no se le para y tú, para complacerte, buscas a este pobre delivery boy, que ya está tomándose demasiado a pecho este enredo.
Las uvas habían madurado y había llegado el tiempo de la vendimia. Así lo entendía María Elena: el delivery boy estaba a sus pies, dispuesto a hacer lo que ella le ordenara. Lo había conquistado con su cuerpo y con dinero, con el dinero del italiano que ahora el delivery boy debía asesinar.
-Tenías razón, creo que debemos terminar. Yo te amo, pero también tengo miedo, miedo de que Roberto nos descubra. Es muy violento, sería capaz de acribillarnos a balazos. Lo siento, ya no nos volveremos a ver.
-Sabía que esto sucedería, y no me preparé para ello, estoy jodido, María Elena, te quiero demasiado. Tú eres lo único bueno que me ha dado esta puta vida.
-No sé qué hacer.
-Déjalo.
-Imposible. Me quedaría en la calle. Tenemos un acuerdo: en caso de divorcio no tengo derecho a nada.
María Elena tuvo que contener la carcajada que quería irrumpir de su boca ante la babosada dicha por el delivery boy.
Él no quería casi nada: sólo que ella renunciara a todo lo que había soñado y que Roberto le ofrecía.
Entre María Elena y el delivery boy había una comedia montada. Se sabía que ella actuaba, pero él- ¿también era un miembro más del reparto? No podía serlo. Y si lo hubiese sido, María Elena no se lo habría imaginado. Ni pitonisa que hubiese sido. Estaba demasiado confiada, segura de que ante el uso de sus armas nadie salía ileso, nadie era invulnerable ante esas armas; además ya las había probado en muchas ocasiones.
-Sólo hay una salida para nosotros.
-Dime cuál, siempre que no sea dejar de vernos.
-Si eliminamos al italiano tendremos el campo despejado.
-Cuando hablas de eliminar, ¿te refieres a asesinarlo?
-Correcto.
-No sería capaz de jalar el gatillo para matar a alguien a sangre fría.
-Existe un método más efectivo y que no levantaría sospechas.
-Ya me lo imagino.
-Así es. Cualquiera puede morir de una indigestión provocada por una pizza.
-No sé, María Elena… sólo pensar en eso me intimida.
-Roberto no tiene parientes aquí, excepto yo, que no voy a reclamar exámenes a su cadáver.
-Aun así, tengo miedo. No quiero pasarme veinte años encerrado.
-No los pasarás, nadie va descubrir la verdad, y si sucediese algo ahí estaré yo; sabes que la justicia solo funciona para el que no tiene dinero.
-No me atrevo.
-Si en verdad me amas, y quieres seguir junto a mí, tienes que hacerlo.
-Lo pensaré detenidamente, mañana te daré la respuesta.
Así ocurrieron los hechos el día fijado para eliminar al italiano:
En la mañana, María Elena le entregó al delivery boy un sobre con el veneno que debía asperjar encima de la pizza. Era un veneno cuidadosamente seleccionado, inodoro e incoloro pero letal; sería el condimento que le daría el toque gourmet a la pizza de esa noche.
María Elena le informaría inmediatamente su marido pidiera la pizza, la última de su existencia.
Él avisaría a María Elena cuando hubiera realizado la tarea encomendada.
A las 8:30 pmM. Roberto le pidió a María Elena que le ordenara una pizza extravaganza, de esas que tienen todos los ingredientes que se usan en las diferentes variedades. Él no imaginaba que su adorable mujer daría instrucciones para que le agregaran un ingrediente adicional, que haría la pizza de esa noche un festín para el paladar.
Cuando María Elena ordenó la pizza partió presurosa hacia el gimnasio. Roberto se extrañó, ya que su mujer no acostumbraba a ir al gimnasio en ese horario.
El delivery boy recoge la pizza. Sale de pizza Hut y más adelante se detiene. Deposita el veneno sobre toda la pizza, para que en cualquier pedazo que él eligiera estuviera contenido el veneno.
Toca el timbre y es el mismo Roberto quien abre; le entrega la pizza, recibe el pago y de inmediato se marcha.
El delivery boy llama a María Elena y le dice: “He ido a su casa y no he tenido el gusto de encontrarla”. Esa era la clave acordada. Concluye la llamada.
Roberto Vieri recibió la pizza con la que acostumbraba a cenar casi toda las noches y no sospechó que, minutos después de haberla ingerido, caería muerto a causa del veneno que en ella habían depositado. Abrió una botella de vino, se acomodó en una poltrona, encendió el televisor para ver el Calcio italiano, y así empezó el principio de su fin. Le dio el primer mordisco a un triángulo que se veía lujurioso y en éste no fue capaz de percibir el velado sabor a muerte, el tufo a muerte que expedía la pizza.
El primer bocado le supo a gol metido por su equipo. Sorbió de la copa de vino y continuó engullendo, con ansias, la pizza envenenada. Tres minutos más tarde empieza a sentirse muy mal. Llama a María Elena y le dice que se está muriendo. Aún le quedan fuerzas y llama al 911, y en un tiempo cuya extensión se hacía difícil precisar una ambulancia lo recoge. Lo trasladan, en muy mal estado, a la clínica más cercana.
María Elena, desesperada, termina sus ejercicios y velozmente sale hacia el centro médico.
Lleva un pañuelo empapado de una sustancia que hace que los ojos despilfarren lágrimas y, asustada, con el corazón coqueteando con un infarto, entra a emergencias y pregunta por su marido.
-Lo lamentamos, señora, pero su marido llegó muerto al hospital. Sufrió un infarto que le causó la muerte en pocos minutos.
María Elena llora y exige ver a su difunto esposo.
-Está en la morgue. Si desea, puede pasar.
Con pasos presurosos se dirige al depósito de hombres y mujeres que han dejado de serlo, penetra, ve a Roberto tieso encima de una camilla. Le besa la frente y se sorprende. Su temperatura es tibia. María Elena siempre supo que los muertos tienen la mala costumbre de tener una temperatura muy fría.
De repente aparecen dos policías. Uno de los agentes le dice:
-Señora María Elena de Vieri, queda usted arrestada por intento de asesinato.
Los dos agentes la sacan esposada y la conducen a un carro de policías. Mientras se dirigen al cuartel, los agentes la ponen a escuchar todas las conversaciones que el delivery boy le había grabado.
Tras dejar la morgue, recostado de una pared, Roberto Vieri conversa en voz baja con Armando Isidoro, un corrupto agente antinarcótico que hace otros negocios sucios y que, para poder entrar en contacto con los llamados pejes gordos, los que pagan más altos sobornos, por la noche hace el papel de repartidor de pizzas.