En una noche veraniega del 2015 fui testigo de la puesta en circulación del libro Las 58 leyes del poder de Juancito Trucupey, de José Miguel Soto Jiménez, en la Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña. Un año antes, a propósito de un panel literario en el que participamos en La Romana, yo había tenido el honor de conocer al célebre militar, historiador, poeta y político de sonora presencia en la escena pública nacional.
El ensayo con título pintoresco de mi apreciado amigo durmió un sueño de lectura pendiente en el silencio de mi biblioteca hasta hace pocos días, cuando empecé a hojearlo y ya no pude soltarlo. Lejos está la casualidad. El tópico del poder, tanto en su escrutinio como objeto de estudio filosófico cuanto en su cariz más cáusticamente terrenal, es recurrente en mis lecturas de los últimos años —Las 48 leyes del poder, de Robert Greene; Las 50 leyes del poder en El Padrino, de Alberto Mayol; Sobre el poder, de Byung Chul-Han, y últimamente El concepto de poder en Nietzsche, de José Mármol—. Además de mi perseverar en una pasión conceptual, me hechizó que Soto Jiménez ha tomado 58 refranes omnipresentes en la tradición oral dominicana para desentrañar las entretelas del poder. Como un espectador de Las señoritas de Avignon haciéndoles preguntas a sus ojos, Soto Jiménez se ocupa de la figura mítica de Juancito Trucupey, prototipo del campesino dominicano, y, contemplando su retrato verbal, los refranes salidos de su boca, el historiador busca la sabiduría política en el pragmatismo no ilustrado de un Trucupey que se juega la vida en su lucha de cada día contra la miseria.
El escritor Juan Carlos Mieses —reciente Premio Nacional de Literatura de República Dominicana—, en su brillante y extenso prólogo a Las 58 leyes del poder…, compara a Trucupey con Sancho Panza. Mientras este, el inmortal escudero del Quijote, es «símbolo de [España,] aquel pueblo valiente y más que valiente temerario, que fuera el actor principal de la mayor aventura humana en la historia reciente de la humanidad», aquel es «la representación de una parte esencial del pueblo dominicano, la parte más íntima, que lo matiza y lo hace diferente», es el hombre colectivo, el dominicano indeleble que fuma el paso de los siglos con un suspiro esperanzado, el prócer anónimo blandiendo el machete, sembrando el conuco, arañando las penumbras del bohío.
Soto Jiménez utiliza la figura de Juancito Trucupey como protagonista de sus argumentos, decidor de adagios que ha inventado o modificado en el fragor de sus circunstancias precarias, en contacto con la naturaleza, ajeno a la modernidad, atemporal, categórico, elemental. Se trata de un ensayo con sabor a narración. La apuesta literaria es por una prosa cristalina, anecdótica —de espaldas a la frialdad expositiva y a las complicaciones analíticas que desprecia (por no entenderlas) Juancito Trucupey—, una sumersión en el refrán como «voz práctica del pueblo» […] «que huye del refinamiento como el diablo a la cruz».
«Los pueblos son lo que hablan. […]la dominicanidad se aprende y se ejerce hablando», nos anticipa el autor en la introducción. Después, se escucha la legislación oral de Juancito Trucupey, cachimbo en mano.
El título de cada ley es un refrán. Así, las primeras leyes son: 1. Arrascarse con uña ajena. 2. A según el maco va la pedrá. 3. Amarrar la chiva. 4. Apuntar con carabina vacía. 5. A la mejor cocinera se le tizna la olla y se le ahúma el sancocho. 6. Atajar para que otro enlace. 7. Camarón que se duerme se lo lleva la corriente. El autor explica regularmente primero el uso consuetudinario del refrán, hurga en su significado atendiendo a las coyunturas históricas dominicanas en que podrían haberse popularizado algunos y a la observación de la flora y la fauna insulares de la que el campesino ha extraído sus muchas veces descarnadas comparaciones.
Soto Jiménez dialoga, en una amena manifestación de intertextualidad, con el famoso libro Las 48 leyes del poder, publicado por Robert Greene en 1998, ocasionalmente impresionado de que Trucupey, sin haberlo leído (porque no sabe leer), coincida en su corpus espontáneo con el escritor estadounidense.
Mis leyes predilectas de Juancito son la 10, intitulada «Déjalo jerver que eso se ablanda», la 11, «Del jefe y del mulo mientras más lejos más seguro», y la 50, «Saber nadar y guardar la ropa».
La ley número 10 nos invita a la paciencia inquebrantable, útil para cualquier iniciativa vital y especialmente para la política. Indistintamente de sus preferencias políticas, ateniéndose a los resultados cosechados por figuras históricas dominicanas, el autor pone de ejemplos de paciencia a los presidentes Joaquín Balaguer y Danilo Medina, que en largos periodos de sus carreras políticas no parecían destinados a alcanzar la presidencia. Se detiene, como en todo el libro, en la figura de Balaguer, de quien dice que «parece ser el ícono de la paciencia en la historia política dominicana, no solo porque esperó 31 años sin caer en gancho durante la dictadura de Trujillo en la que funcionario público siempre, sino porque fue quizás el político más insultado de nuestra historia política contemporánea y nunca respondió a improperios. Sufrió un exilio de tres años y medio y gobernó veintidós».
La ley 11 es un llamado al cortesano a administrar con prudencia la cercanía con las figuras poderosas, pues puede rayar en la impertinencia, la indelicadeza, y molestar al círculo familiar del jefe o a otros que llegaron primero al espacio privilegiado de influencia.
La ley 50 advierte de la necesidad de nadar (realizar las maniobras que nos complacen) pero guardar la ropa (cuidarnos del daño que pueden causar esas acciones en el terreno social, al perjudicar intereses, y amortiguarlos en el plano privado):
«Se insulta a alguien públicamente, pero se le manda un mensaje explicativo. Se agrede un personaje con una mala práctica pero le adelanta el pretexto. Se adelanta una posición y se cubre otra. Los acuerdos secretos, los pactos de aposentos son también otras formas de nadar y guardar la ropa, como lo son también los dobles discursos y los silencios calculados. “Abrir un hoyo y tapar otro”. He ahí una frase que desnuda la lógica mañosa de Trucupey».
Las 58 leyes del poder de Juancito Trucupey incluye una acotación en su título: Solo para dominicanos. Y es que solo nosotros, que mantenemos vivos en nuestra comunicación coloquial tantos refranes originados en nuestro pasado rural como nación, entenderemos la malicia y agudeza de Trucupey para sobrevivir, resiliente y nunca pendejo (aunque a veces lo parezca, para su conveniencia) tanto en la cotidiana búsqueda del moro como en la compleja batalla por el poder. Y aunque Juancito nunca tuvo televisor ni sabe lo que es Netflix, coincide también con el presidente Francis Underwoord en la serie House of Cards cuando asevera que «el camino hacia el poder está pavimentado con hipocresía». Juancito Trucupey sabe manejarse entre la gente. Avispado, amigo del juego, de la fiesta y de estar pegado, siempre tiene un gallo en la funda, como aconseja su ley número 58, la postrera.