En el campo de la literatura las genialidades no pueden ocultarse o pasar inadvertidas por tiempo infinito; lo excelente, al final, termina, como los corchos de la industrialización más refinada: flotando, sacándoles la lengua o mofándose de las derivas o abismos. De ahí que no creo que un escritor que esté modelado o atravesado por la genialidad, o que haya producido una obra de una singular o rarísima metamorfosis, tenga como destino el ser vasallo del olvido. No hay nada que se insurreccione más fácilmente que el talento.
Al diamante le llega un momento en que un certero ojo, o mejor dicho, un joyero avispado, le descubre. Por más que se le esconda le tocará el turno de brillar. Con los escritores geniales, pasa algo similar que con las gemas. Situemos que en este caso, el lector es el joyero que aparece en cualquier momento y coloca la lámpara, o los reflectores, sin pedir permiso, y, ¡eureka!, señala hacia el carbunclo. Un suceso que ilustra esto es el de Stephen Crane, autor de La roja insignia del valor. Paul Auster lo descubrió y se dedicó, con el entusiasmo de un evangélico de barrio, a promocionarlo, y hasta sacó un libro en el que señala sus genialidades. Una por una, como si fuese un iconoclasta contable, deslumbrado por los números, por la escritura de este enfant terrible que fue el también periodista Crane, quien describió el horror de la guerra con una belleza y exactitud inigualables.
Todo esto viene a reflexión y colación, cuando trato de analizar el caso del escritor dominicano Juan Bosch, el cual, a juicio de algunos es un cuentista que está a la altura de los más grandes del género, y que, claro, no tiene que envidiarle a ninguno. Llámese Antón Chejov, León Tolstoi, Edgar Allan Poe, o Julio Cortázar.
¿Por qué alguien fuera del lar caribeño no ha descubierto la genialidad de nuestro Juan Bosch? ¿Acaso son ciegos los críticos y entendidos en la materia que no han ponderado la raigambre de este cuentista de Quisqueya?
Creo que Bosch es un buen cuentista, un cuentista más allá del promedio, pero que en la genialidad no aterriza, y que no roza el estrato que da el ardor metafísico. Y cuando me refiero a la genialidad me refiero a la altura que han llegado algunos. Verbi gratia: Joao Guimarae Rosa, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Edgar A. Poe, y Marcel Schwob.
Sé que para muchos Bosch y su prestigio son intocables. Un sumo pontífice, un tótem del género. Yo no acostumbro a idolatrar a nadie
El tipo de cuento que escribió Juan Bosch es un cuento que tiene el tinte y la lógica de lo cinematográfico. Una estructura clásica modela sus cuentos, siguiendo al pie de la letra el manual del cuentista o el recetario que él creó, y que delatan las huellas dejadas en el género que auspicia el respirar corto, pero determinado, aún dentro de su lógica de sorprender ante todo, por un camino predecible. Un solo hecho, dosis de suspenso, desarrollo, y desenlace que se abraza a lo sorpresivo.
Ahora me valgo del símil: pongamos que el cuento es un caballo, pero a este noble corcel, Bosch no le permite ni piafar ni encabritarse. Lo conduce tranquilo y sereno, hacia el establo, donde el lector lo observará sin sobresaltos, dormir.
El autor de “La mujer” maneja a su antojo la estructura, mas no maneja el misterio. Para Bosch el cuento tiene una única entraña, la de lo social, (y no la de la metafísica) cuyo tejido se asoma siempre a lo didáctico., pues hay algo que él no negó nunca: el artista llevó a lomos al político. La moral-moraleja es la meta, una enseñanza que termina quitándole perfume de lo metafísico a la pieza literaria que es el cuento.
Como lector siento que a Bosch le falta algo que tienen los que señalé más arriba: le falta la metafísica de Onetti, la oscuridad que bordea a los personajes de Borges, ese ángulo del lenguaje en que no se dice y que cuando se dice evoca lo que estuvo por decirse, y que quedó a la mitad del dicho con el que juega magistralmente Joao Guimarae Rosa. Eso es la metafísica. O por decir de otra manera, ese es el lenguaje ensamblador de lo misteriosi y lo inabarcable, como lo elucubra Rulfo.
Y no significa que sea un cuentista a descartar. Que hasta se disfruté su lectura. A Juan Bosch lo siento en su época y no animado con frecuencia en meterme en ella, y no suelo repetir su lectura. En ellos no camino a tientas, con temblores, como cuando leo, por ejemplo, a Onetti.
Sin embargo, que a mi juicio Bosch no entre en la categoría de geniales cuentistas no tiene nada que ver con que sus cuentos tengan un aire localista. Toda escritura es local, por obligación o atmósfera en que se desenvuelve el escritor debe de serlo. Así que es localista, por citar, Chejov, Tolstoi, Rulfo, Cortázar, Jorge Luis Borges. Ricardo Guiraldes con “Don Segundo Sombra”, por ejemplo es argentinísimo, los gauchos lo bordean, las pampas lo sostienen, sin embargo, la lectura es disfrutable para todo el mundo. ¿Y qué escritor es más localista que Miguel Cervantes de Saavedra y su “Don Quijote de la Mancha?”.
Tampoco no es que la literatura de Bosch tenga el hándicap en la actualidad de que la ruralidad le atrape o que bajo ese influjo de realidad fue escrita. Se lee a Chejov, o a Tolstoi, y a pesar de que sus mujiks, y de ambiente ruso, es una literatura que nos pone siempre al frente de un drama humano que luce interesante, que hacia terrenos insospechados y misteriosos nos encamina.
Un dato interesante a consignar, y es que Juan Bosch no aparece en los “libros de contabilidad” de los grandes cuentistas. Siempre me he preguntado por qué los grandes críticos a nivel mundial no hacen de él referencia, por qué los lectores no lo aúpan y lo buscan. ¿Por qué si es tan genial no se cuela en las vastas monografías que paren las academias y las universidades? Como ya he dicho, la literatura con ribetes de genialidad, flota, no se le puede ocultar.
Bosch, buen cuentista, es un escritor que a partir de la linealidad de una historia, construye un cuento, y en base a esa lógica escritural-y estructural se desenvuelven sus personajes, los cuales nacen a partir de un drama social, cocinado en una época donde la desigualdad social era el país y el pan de cada día, y donde la ruralidad establecía el modo de pensar y actuar de los personajes.
Los grandes cuentistas, Borges, Joao Guimarae Rosa, Rulfo, Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga, son cuentistas locales. El drama brasileño, el compadrito argentino, el ser mexicano extendido en los muertos, aparecen en las historias de estos cuentistas. Y nadie se atreve a acusar a estos escritores de localistas o que esto reduce el acierto de sus obras, y sí sin embargo a ensalzar la forma en que narran los dramas y las sinrazones de sus connacionales, a quienes inmortalizan a través de personajes que se hacen emblemáticos y casi de carne y hueso ante los lectores.
Juan Bosch fue un escritor que produjo muy buenos cuentos. ¿Memorables? No estoy seguro. ¿El autor de La noche buena de Encarnación Mendoza, produjo una literatura con suficiente gasolina y metafísica como para llegar a la inmortalidad que los otros citados tienen segura? Eso lo pongo en duda, y que me perdonen esos que se hacen expertos en tirar alfombras o en el arte de la hagiografía.
A los cuentos de Borges, vuelvo y vuelvo. A las narraciones de Onetti y Guimarae Rosa, y también a las de Rulfo, siempre termino por acurrucarme, por encontrar siempre algo nuevo. Hay una línea que me deslumbra, siempre hay guiños de los personajes que me deleitan. En Bosch, lamentablemente no hallo aquello, hay un disfrute en leer sus cuentos, lo admito, pero están muy lejos de los nombrados.
Sé que para muchos Bosch y su prestigio son intocables. Un sumo pontífice, un tótem del género. Yo no acostumbro a idolatrar a nadie, eso le decía al escritor y cineasta Emmanuel Peña, con quien discutí sobre estas cuestiones. Ni santos tengo ni muchos altares colecciono, pues tengo la convicción de que los santos terminan dejando cegatos a uno, y altares, concluyen, quemando las manos de quien adora; y al final la víctima preguntándose el porqué de aquella pirotecnia perversa.