Si bien Adolfo Hitler fue el responsable real y directo, y el causante, de la Segunda Guerra Mundial y de todas sus secuelas, no menos cierto es que fue Joseph Goebbels (1897-1945) el ideólogo y el publicista de la propaganda nazi, que más contribuyó a dogmatizar y fanatizar el régimen nacionalsocialista, a sus militantes y a la población alemana. También, fue quien atizó los horrores de la guerra, sembró el odio, estimuló la segregación racial y social, y creó una estela de resentimiento en el espíritu y el carácter del pueblo germano, durante el Tercer Reich. Todo esto porque Goebbels fue un artífice de la comunicación política, de la estrategia ideológica, y el padre de la aviesa y retorcida propaganda del nazismo. En cierto modo, fue el responsable no militar y político, sino el responsable moral del holocausto, y de su deriva en los campos de concentración, las cámaras de gas y demás atrocidades; así como, de crímenes de guerra, abusos y violaciones a los derechos humanos que, de haber sobrevivido al triunfo de los Aliados, habría terminado en el Tribunal de Nurenberg, y condenado a la horca como los demás.
De baja estatura, delgado, cojo, le decían “pata de palo”, o el “cojo del Distrito del Reich”, pues su pie no creció, producto de una osteomielitis, que le atrofió la pantorrilla derecha, lo cual lo indujo –o confinó– a usar un zapato ortopédico para equilibrar su cuerpo. Esta tara física quizás marcó su alma, y esa incapacidad corporal le impidió hacer el servicio militar obligatorio, lo cual sería, en gran medida, el germen o semilla que definió su carácter. Siniestro, malvado y despiadado, sus defectos físicos los capitalizó como mecanismo de compensación para generar un resentimiento de rechazo sobre los demás hombres más fornidos y atléticos que él. Con un complejo de inferioridad, por su defecto congénito, estas razones son acaso las causas de su glorificación a la raza aria, así como su odio a los judíos y a los comunistas. Su formación académica e intelectual y su poder sobre el fuhrer jugaron un papel crucial en los días tumultuosos y críticos de la Guerra.
En 1921, se gradúa en la Universidad de Heidenberg, donde aprendió la manipulación verbal y la comunicación política, que dejarían una huella formativa indeleble en él, y que tendrían nefastos efectos durante la era nazi. Esta etapa explica un poco el origen de sus ideas, que atizaron su mente, su ambición de poder, y que fertilizaron las semillas de sus teorías raciales y de la superioridad cultural aria. De modo que su formación tiene un crisol de influencias, que se expresa en sus ardientes artículos en la prensa y en sus discursos vehementes e incendiarios. Basta verlo en documentales e imágenes de la época, arengando a los militantes nazis y al pueblo alemán, como si estuviera en un estado de frenesí, poseído, transformado, luciendo sus destrezas retóricas, o como si imitara a Hitler o a Mussolini (el maestro del fuhrer), antes de la fama y el poderío de su líder. Esta presencia protagónica en la escena intelectual y política alemanas habría de crear una relación de admiración y lealtad recíprocas con Hitler, pues era un hombre astuto y manipulador; además, un fanático apasionado del ideal nazi y de su filiación dogmática como un guardián o un guerrero de la retórica del Tercer Reich, donde alcanzó enorme influencia y poder. Para Hitler, en suma, Goebbels fue clave y vital en su lucha política, antes y durante la Guerra.
Goebbels conoció a Hitler en 1925, en un discurso que este pronunció, que lo dejó fascinado, y que contribuyó a su endiosamiento, y a verlo como un profeta de Europa y un conquistador como Napoleón, Atilas, Alejandro Magno, Aníbal o Gengis Kan. Manipulador de las informaciones, sin ética, Goebbels creía en el principio propagandístico de que la propaganda debe repetirse incansablemente sobre el mismo concepto o idea para que sea eficaz. “Si una mentira se repite se convierte en verdad”, decía. Su filosofía de la propaganda política consistía en construir argumentos de fuentes diversas y en la creación de un enemigo único: un método de contagio que consiste en cargar sobre el adversario, todos los defectos. Decía que hay que mentir en las noticias, si no se pueden crear, mediante la técnica del silencio, es decir, de acallar criterios contrarios cuando no hay argumentos. Goebbels creó, desafortunadamente, una mitología nacional del odio racial, o sea, un complejo de resentimiento, de odio al extranjero (xenofobia) y de un nacionalismo militante y ortodoxo. Manejaba las mentes como hombre ilustrado, pues tenía un doctorado en filología. Pero, paradójicamente, fue el responsable ideológico de crímenes de lesa humanidad, de masacres genocidas de odio contra millones de judíos y comunistas, durante el nefando, abominable, infame y oscuro periodo del nazismo, pese a haber estudiado en colegios católicos. Goebbels desarrolló ideas, a todas luces, negativas: su tarea política fue censurar y destruir libros marxistas, eróticos y sionistas (curiosamente, pues fue un hombre de letras). Usó el cine como propaganda ideológica: se apoderó de los estudios cinematográficos, censuró películas norteamericanas, cooptó actores y directores de cine, y los incorporó al Partido Nazi. Produjo películas para promover la ideología del nazismo, ordenó quemar sinagogas y destruir cuadros de pinturas porque los nazis los consideraban “arte degenerado”. Y puso al servicio de dicha ideología política, el film El judío eterno, de 1940, un documental propagandístico antisemita. De modo que fue un diabólico mercadólogo político que usó la psicología de las masas para los planes y sueños de grandeza del Tercer Reich. Hitler confió ciegamente en este cortesano hasta el punto de que hablaba en su nombre. Paul Joseph Goebbels –su verdadero nombre– fue quien creó (no lo olvidemos) la estrategia militar de la “guerra total” en la etapa final y agónica del régimen, cuando se desmoronaba. Y cuando Hitler lo designa canciller, pero apenas su reinado duró un día, ya que Hitler se suicida, junto a su esposa Eva Braum y su perra Lacy, el 30 de abril de 1945, y al día siguiente lo hará el mismo Goebbels, con toda su familia, como se sabe. Joseph Goebbels fue un hombre sádico, una maquinaria ideológica asesina que hizo una contribución fanática, suicida y letal al nazismo, con sus discursos sectarios y extremistas, discriminatorios y xenófobos, por la radio y la televisión.
Goebbels fue en 1930 jefe de propaganda del Partido Nazi. Veía en Hitler a un semidiós o a un salvador y padre de la nueva Alemania, que debía recuperar el honor y la grandeza de la patria germana, como creen los seguidores de todo caudillo nacionalista –de izquierda o derecha. En 1933, montó la maquinaria propagandística que incitaba el odio al pueblo judío a través de la música, la radio, la prensa y la tv, y controló así las artes y a los artistas. De ese modo, conquistó la mentalidad alemana, apoyándose en los medios de comunicación de masas. Sus discursos de barricada incitaban a una batalla a muerte contra los adversarios políticos e ideológicos, mediante sus llameantes palabras, y con una retórica tenaz, rimbombante y persuasiva. Nunca contradijo a Hitler, excepto cuando lo desobedeció, al negarse a abandonar el bunker el día del suicidio del Hitler. Tras el final de la vida del fuhrer, Goebbels y su mujer, Magda, cometieron el más atroz, célebre y abominable acto de crueldad y egoísmo: envenenar a sus seis hijos menores con cianuro, veneno administrado por ella misma, además de que ayudó a oprimir las mandíbulas de cada uno hasta que masticaron la pavorosa pastilla (como se ve en el film El hundimiento, de 2004). Antes los sedaron con una inyección, luego de hacer un pacto de suicidio, él y su esposa, y pedir quemaran sus restos. Hundidos en la depresión y la desesperación, optaron por la vía de la auto-aniquilación para no dejar rastros cuando la guerra estaba perdida, y, según testimonios de algunos sobrevivientes: para que sus hijos no crecieran bajo la ideología comunista. Goebbels nunca se arrepintió, hasta el punto de que fue el único, del círculo más cercano del poder, que no traicionó al fuhrer (otros como Himmler, Goering y Bormann, intentaron huir). Fue tal la admiración, la idolatría y la genuflexión de ambos hacia Hitler que este fue el padrino de su boda (Goebbels le puso a cada uno de sus hijos un nombre con la letra inicial H, en honor a Hitler). Previo al suicidio de Hitler, Magda le imploró a este que huyera y no se suicidara, pero el fuhrer estaba convencido de las consecuencias de la capitulación y de la derrota. Y, por tanto, no quería que le sucediera lo que le sucedió un día antes a Mussolini, junto a su amante, Clara Petacci, que fueron capturados mientras huían, fusilados, y sus cuerpos, ya cadáveres, vejados, apedreados y colgados boca abajo, víctimas de la furia popular y de su sed de venganza.
Como se sabe, Goebbels fue un manipulador, cruel y obsesivo, de la mentalidad pública, del poder y de la función del arte, como se aprecia en sus discursos espectaculares, de fuerza hipnótica y en los rituales esperpénticos de los mítines políticos: en las marchas, los desfiles militares y civiles, los cánticos, los coros, las parafernalias y los pasos de gansos de los guardias nazis. Entendía que el arte no tiene que respetar la verdad, pues creía que todo está permitido contra las artes. De ahí que practicó, de manera inescrupulosa, el arte de la seducción y de la disuasión, por medio de la manipulación espuria de la verdad y de la razón. En eso consistió su narrativa propagandística, su relato de la verdad, en las artes del poder. Creó en el seno del Partido Nazi, el sistema disciplinario del pago de cuotas mensuales al Partido para crear una mística y un apego ideológico. Tenía la convicción de que había que desafiar a la opinión pública y generar controversias con su maestría retórica y el magnetismo energético de sus palabras. Fue un genio del micrófono, un creador de intrigas y hostilidades y un artífice en el uso de los símbolos del poder. Como manipulador de la percepción popular, su versatilidad estratégica, en el marketing del nacionalsocialismo, fue vital en el sostenimiento de la mística del régimen tiránico y en mantener en alto la moral nazi, aun en los días más difíciles y desoladores del conflicto bélico, incluso cuando todo estaba perdido. Cultivó pues el arte de la propaganda con fines siniestros en sus mensajes radiales, que luego distribuían en discos y en volantes que se lanzaban desde aviones para que llegaran y circularan por toda Alemania, y donde no faltaba la frase que decía: “El fuhrer llega del cielo”.
Goebbels fue gobernador de Berlín, y fue además una figura central en el aparato propagandístico del Tercer Reich. Sus artículos en la prensa eran leídos y bien pagados (cobraba 4 mil marcos por artículo), lo que le permitió comprar varias propiedades (Hitler le regaló un carro nuevo y de lujo). Durante su poderío, persiguió a articulistas, artistas y escritores, y cerró una editorial que antes había rechazado un libro suyo. Así se vengó con sadismo y saña. Asimismo, vivió una vida opulenta y disfrutó de varias amantes (Hitler impidió que se divorciara de su esposa Magda, por infidelidad). Se dice que manipuló las profecías de la astrología de Nostradamus, al decir que este profeta preludió la muerte de Franklin Roosevelt (el 12 de abril, es decir, 18 días antes del suicidio de Hitler) y que había sido un golpe de suerte para ganar la guerra, hecho que intentó capitalizar para crear en la población la narrativa del triunfo de Hitler. Goebbels además de la táctica de la “guerra total”, fue el ideólogo de la táctica de la “tierra arrasada”, en un gesto de desesperación cuando la guerra estaba perdida. Su fidelidad inquebrantable a Hitler le granjeó la confianza del fuhrer, pero esa lealtad tuvo el alto precio de la culpa política y de la responsabilidad moral, al instigar, hasta el delirio absurdo y la sinrazón, a su ídolo político, continuar sus planes y proyectos expansionistas y belicistas.
Goebbels creó el engaño de la narrativa del incendio del Reichstag, en 1934, pues usó las artimañas paranoicas de la traición en el seno del Partido, que desencadenó una purga –similar a las del estalinismo–, que se denominó “La noche de los cuchillos largos”, una trama de delaciones, persecuciones y ejecuciones sumarias, a las que no escapó Ernst Rohm, uno de los fundadores del Partido Nazi, comandante en Jefe de las SA y ex ministro sin cartera de Hitler. Así pues, Goebbels articuló toda una ideología de los valores superiores pangermánicos del nazismo: diseñó un régimen coercitivo de control absoluto de todos los medios de comunicación y las herramientas propagandísticas. De esta política de persuasión ideológica, para construir un relato del poderío nazi, fue el film El triunfo de la voluntad, de la cineasta, Leni Riefenstahl, de 1936 –presentado en ocasión de los Juegos Olímpicos–, un documental que glorificaba y endiosaba el poderío de Hitler, y que exhibía los tentáculos de progreso material del Tercer Reich.
Con la bancarrota del Tercer Reich hitleriano se cerró el aciago capítulo del régimen nazi que duró apenas 12 años (1933-1945), pero que cubrió, con un manto de dolor, llanto, espanto y horror, toda Europa. Goebbels corrió la misma suerte que Hitler. Vio el suicidio de su líder y guía, el fin de la era, el desmoronamiento como un castillo de naipes del régimen y la incineración del cadáver de Hitler: descubrió que su mundo, de la noche a la mañana, se le derrumbaba. Cuando los soviéticos ocuparon Berlín, encontraron sus restos y luego fueron enterrados. Después, fueron desenterrados y vueltos a enterrar hasta que, finalmente, en 1970, los rusos decidieron quemarlos y tirar sus cenizas al río Elba. Así concluyó la perversa vida del más cínico y perverso propagandista del siglo XX y el más fanático difusor de la nefasta ideología ultranacionalista del nazismo.