En el crepúsculo de los años ochenta, aun germinaban y bullían las ideas de José Ortega y Gasset (1883-1955), y su talante intelectual despertaba la admiración de no pocos lectores, admiradores y seguidores. Pero, al arribar al Nuevo Siglo, su pensamiento filosófico parece menos vivo, después de haber sido uno de los nuestros héroes intelectuales, en especial, para los españoles. Las hagiografías y biografías, que formaron parte del museo de cristal del mayor pensador español que dominó la primera mitad del siglo XX, hoy brillan por su ausencia. La excepción es la monumental biografía de Jordi Gracia, publicada en 2014, titulada José Ortega y Gasset.
Ortega y Gasset es, hoy, una figura, cuya luz no irradia o no produce las mismas refracciones que, desde luego, producía al fragor de los debates que generó la Guerra Civil española (1936) y la Gran Guerra (1914-1919), ni su defensa de la democracia y del liberalismo. En el contexto de una “España invertebrada” –como la definió–, desangrada por la guerra y alejado él del marxismo, cuyos reflectores no lo inmutaron ni sedujeron, Ortega y Gasset emergió como la figura intelectual que encarnó el espíritu de su tiempo. Acaso una de las razones que imposibilitan reivindicar su personalidad filosófica es que, para muchos de sus detractores, no fue un filósofo sino un sociólogo, pues careció de un sistema de pensamiento y del rigor conceptual del tratadista. También porque hizo periodismo cultural desde (y con) la filosofía, porque sus libros son reuniones de conferencias y artículos, y porque caía en divagaciones y digresiones, lo que hace que sus ideas se diluyan y disuelvan en su estilo. Tal vez porque siempre pensó –o filosofó—como si estuviera disertando, dictando lecciones o pronunciando un discurso, por ejemplo, en Unas lecciones de metafísica (dictadas en 1932-33). Ortega y Gasset, como filósofo vital que quiso ser siempre, acaso cayó en la trampa del intelectualismo, es decir, de pretender asumir la condición del intelectual antes que la del filósofo. Tampoco cayó en el academicismo, lo cual explica un poco que las academias y las escuelas de filosofía no lo asuman como uno de sus hijos. Octavio Paz (acaso uno de sus lejanos discípulos), le echó en cara que en su pensamiento estuvo ausente la muerte: “le faltó la gravedad de la muerte”, dijo el poeta. Es decir, no fue un filósofo de la muerte, del vacío o de la nada –como Levinas, Heidegger o los existencialistas–, sino un pensador de la vida y su circunstancia. ¿Para ser un filósofo hay que filosofar siempre sobre la muerte?
Muchos de sus adversarios le echaron en cara de que pensaba en alemán y escribía en español. Su dimensión de pensador signó el derrotero de la modernidad y sus conflictos. Su pensamiento dibuja los perfiles de los síntomas y los malestares de su época, en dos ideas esenciales y en dos libros que caracterizaron el corpus de su obra: La rebelión de las masas y La deshumanización del arte. Y un concepto esencial en su pensamiento y en su trayectoria filosófica: la “razón vital” o “raciovitalismo”. No la “razón poética” de su discípula aventajada María Zambrano, concepto que le trajo a la filósofa la animadversión y acaso la frialdad de su maestro, que percibió sus testamentos traicionados.
No hay dudas de que Ortega fundó un cuerpo de ideas o categorías que son una síntesis de la filosofía clásica alemana (Kant y Hegel), alimentadas por Husserl y Freud, y estimuladas por su maestro Martin Heidegger. De sus ideas, quizás las que tienen el halo de la permanencia son aquellas vinculadas a sus posturas antropológicas, o, más bien, a su antropología filosófica.
Fundador en 1923 (hace cien años) de la famosa Revista de Occidente, Ortega y Gasset fue miembro connotado de la Generación del 98, pero ejerció notable influencia, con sus ideas y pensamientos, en la Generación del 27. Su experiencia del exilio y su combate a la dictadura de Primo de Rivera, contribuyeron a cimentar su talante intelectual y su ética del compromiso político.
Al despuntar la década del ochenta, se despertó en el medio intelectual y literario dominicanos la definición de si se produjo una generación literaria o una promoción. De inmediato, acudimos al concepto de generación que Ortega y Gasset había acuñado en sus obras El tema de nuestro tiempo y En torno a Galileo –y que había continuado Julián Marías, su discípulo. En esa coyuntura y en ese dilema conceptual, nos encontrábamos, y ese imperativo intelectual, nos hizo resucitar su pensamiento. Durante esos años, leí mucho a Ortega y Gasset (al menos más de una docena de sus libros esenciales), y buscaba sus libros y los subrayaba. Pero, como muchas veces sucede, porque un escritor o pensador suplanta o reemplaza a otro, en gusto o predilección –o porque no nos satisface, o por moda, o porque algún amigo nos insta a leerlo o revisitarlo– abandonamos a ese autor. En esa época leía con fruición a Nietzsche (como en la época de mis padres se leía a José Ingenieros, Vargas Vila, Curzio Malaparte, Papini o a Stefan Sweig), cuyas lecturas iban a la par con las de Marx, pese a que son opuestos. Sin embargo, al correr de los tiempos, tras más de un cuarto de siglo, percibo que ya no son autores que tengan tantos lectores como tuvieron en la segunda mitad del siglo XX. ¿Qué habrá sucedido? ¿Qué giro en la espiral de los tiempos se ha operado? ¿Cambiaron los gustos, la época o las personas? Lo mismo acontece con André Gide y Sartre, que dominaron la vida intelectual francesa durante el siglo XX (el primero, toda la primera mitad y el segundo, desde los años 40 a los 70).
Según los estudiosos de su pensamiento filosófico, la obra de Ortega y Gasset tiene tres etapas: una, objetivista (1901-1914), donde abraza el kantismo, el neokantismo y la fenomenología de Husserl, y en la que las cosas y los fenómenos se sobreponen a las personas; otra perspectivista (1914-1923), en la que publica dos obras fundamentales: Las meditaciones del Quijote (1914) y España invertebrada (1921), y una última, la raciovitalista (1923-1955), en la que escribe tres obras capitales: La rebelión de las masas (1937), Ideas y creencias (1940) y El tema de nuestro tiempo (1923).
Su concepto más destacado fue el de “razón vital”, sobre el que descansa su sistema de pensamiento (si es que fundó uno sistema), y su libro más polémico, y acaso más celebrado, La rebelión de las masas, donde desarrolla la tesis del hombre-masa, el Estado, la Nación, el especialismo, la historia, la violencia, el poder, el pacifismo, entre otras ideas. Pero quizás su libro más orgánico –porque se trató de una obra de madurez, el más académico y el que posee mayor vocación de tratado– sea La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, de 1958 –cuya última edición, en las Obras Completas, Vol. IX, 2009, incluye la conferencia Del optimismo en Leibniz, de 1947.
Educado por los jesuitas, doctor en filosofía e influenciado por Husserl, Heidegger, Spengler, Tocqueville, Stuart Mill, Bergson, Dilthey, Schopenhauer, Scheler, Nietzsche o Unamuno, Ortega y Gasset deviene en pensador liberal, republicano y con cierto halo anarquista, enemigo del fascismo y también del bolchevismo. Para él, la vida es una realidad radical, y de ahí que decía que ser radical era, justamente, tomar las cosas por su raíz.
Su perspectivismo, de cariz subjetivo, consiste en la idea de hacer predominar el punto de vista de las cosas, y, por tanto, todo punto de vista es subjetivo. Su tesis de la “razón vital” se define como una concepción que busca sustituir –o reemplazar—a la razón pura de corte cartesiano, y que acaso tenga una gran deuda con el filósofo francés, Henri Bergson, y su concepto de “elan vital” (o “energía espiritual”). La afamada frase (muchas veces mal citada) que reza, “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”, contenida en su libro Las meditaciones del Quijote (1914), es su mejor definición de su raciovitalismo. Por lo tanto, Ortega fue un hombre de circunstancia, una conciencia ética determinada por la historia, por el imperativo categórico, de raíz kantiana y bergsoniana, y cuya visión de la circunstancialidad constituye el problema esencial y vital del hombre, y, por ende, el problema capital de la vida misma. Para este pensador, la vida es concreta e individual, y, por tanto, única e intransferible, en la relación que se gesta entre el hombre y el mundo, el hombre y la sociedad.
En Ortega, la vida es lo que el hombre hace realidad, lo que está haciendo ahora mismo, por consiguiente, la vida se reduce a un aquí-ahora (hice et nunc), de suerte que lo que el hombre hace determina su circunstancia o, más bien, todo lo que le sucede al hombre –o a su yo–, está explicado en lo que hace con su vida. Es decir, uno es lo que hace con su yo frente al mundo, por tanto, el destino está determinado por lo que hacemos con el mundo. De ahí que Ortega no sea destinista sino determinista. Su concepción metafísica de la vida reside, pues, en la relación entre su yo y el mundo, su persona y su circunstancia.
En su tesis del imperio de las masas, que engloba creencias y tradiciones, frente al individuo, que encierra ideas, las minorías ante las masas colectivas, debe predominar el poder de las minorías para que haya sociedad, de modo que, si el poder recae en las masas, desaparece la noción de sociedad. Para Ortega, la masa no es una persona, un obrero o una clase, sino un modo –o manera– de ser, a la vez, todas las clases sociales. Las masas no actúan por sí mismas, pues son dirigidas, influidas, por un líder. El hombre- masa es anónimo, igual que el Estado que, para Ortega, debe estar dirigido por “hombres excelentes” –o por elites. Es decir, que, para este pensador, el hombre es un ser que debe buscar una “instancia superior, un hombre excelente”, y que, si no la alcanza, deviene en hombre- masa. De manera que, las masas no actúan por sí solas, sino que se rebelan porque no aceptan un destino impuesto, y por eso usan la violencia, practican la revuelta y aun la revolución. Para Ortega, la sociedad crea el Estado, y este se sobrepone a la sociedad y esta a su vez vive para el Estado, quien, para sostenerse en el poder, usa aparatos coercitivos (ejército y policía). Ortega esbozó la idea del temor a que las masas pidan todo al Estado, y este, a cambio, ofrezca obediencia, lo cual sería un fracaso para liberar a las mismas masas.
Ortega fue, pues, un filósofo de pensamiento anarco-liberal que le temió a la hiperdemocracia. Decía que las masas no agradecen el progreso, pues lo creen algo natural, dado, y, por lo tanto, creen que no ha costado ningún sacrificio, y de ahí que él recele de las masas, porque estas ven en el Estado un peligro. Cree que el bienestar y el progreso están dados de antemano, y por eso: “no cree que deben surgir los mejores”. Lo peor de las masas es que, al pedirle todo al Estado, lo hacen inactivo. Para el autor de El hombre y la gente (1935), la Nación es abstracta, inmaterial, dada e inerte. No está determinada por la consanguinidad ni la unidad lingüística ni la unidad territorial; tampoco es una comunidad de sangre ni una adscripción a un territorio. “Ni la sangre ni el idioma hacen al Estado nacional. El Estado no coincide con una identidad previa de sangre o idioma”, afirma. Su pesimismo lo llevó a ser escéptico con el destino de Europa y de España. Veía en Europa una especie de deshumanización, como también lo vislumbró en el arte. “La desmoralización del mundo es la deshumanización de Europa”, sentenció.
Para Ortega y Gasset, son prisiones la sangre, la lengua y el pasado común, pues son estáticos, inertes y rígidos. Afirmó: “La Nación es algo que se es, pero no que se hace”. Es decir, algo que no se construye, sino que es un estado del ser, o, como decía Renan: “un plebiscito cotidiano”. O sea, que una Nación se hace –o la hacen sus ciudadanos– día a día: no es una herencia social o algo dado y estático, sino que hay que hacerla, y, por lo tanto, es un siendo, no un sido, y tampoco es una memoria. En resumen: es algo que nunca se termina de hacer o concluir, no es un pasado sino un porvenir. “Defender una Nación es defender su mañana, no su ayer”, afirmó categóricamente. Por lo tanto: “Hay que tener un futuro común para formar una Nación… Una Nación no está nunca hecha”, dijo.
Quien dice Estado, a mi juicio, no dice Nación. Son dos entidades o conceptos diferentes. La Nación alude al pasado, y el Estado al presente. La primera es memoria, sentimiento, historia; el segundo es acción, orden, estructura jurídico-política. Es decir: “El Estado se está siempre haciendo o deshaciendo” … El carácter nacional se va haciendo y deshaciendo en la historia”, sentenció. El patriotismo no nace del Estado sino de la Nación, pero es un sentimiento de amor a símbolos, a una patria, a un terruño, y, contrario al nacionalismo, que es la antesala, en algunas ocasiones, de la xenofobia, que ha llenado el mundo de odio, destrucción y muerte, el patriotismo, en cambio, es una llama que no se apaga, encarna un alma, y es noble, nostálgico y, acaso, romántico. El nacionalismo es soberbio, despierta el espíritu de grandeza, de un pasado heroico, de superioridad, y, a menudo, es violento, antiinmigrante y belicista. En tanto que el patriotismo es cívico, moralista, altruista.
José Ortega y Gasset –pese al olvido y al purgatorio que vive hoy como filósofo– fue durante el siglo XX, una de las mentalidades para agudas e inteligentes, y uno de los prosistas para elegantes. Como pensador liberal, tuvo que navegar frente a las corrientes tempestuosas de la Guerra Civil española, los 40 años del franquismo y la ebullición del marxismo, y esos factores, quizás, contribuyeron a erosionar el prestigio de sus ideas. También porque sus ideas se dispersaron, al no crear un sistema de pensamiento ni sintetizar su filosofía en un corpus orgánico, ni calaron en el ámbito académico, quizás porque no tuvo vocación de tratadista, sino de ensayista (“El ensayo es una ciencia que carece de una prueba explícita”, afirmó). Y otra razón: que no fue radical, ni bordeó los extremos de la izquierda ni de la derecha, ni tampoco abrazó un conservadurismo nacionalista, de estirpe católico. Sin embargo, su antimarxismo conserva pertinencia, en razón de la crisis de dicha doctrina en el poder, y más aún, tras la caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría.
Para el gran crítico, el Buda de la crítica americana (fallecido hace poco), Harold Bloom, Miguel de Unamuno fue más filósofo que Ortega. Fue el autor Del sentimiento trágico de la vida y de La agonía del cristianismo, quien sostuvo que había que “españolizar a Europa”, mientras que Ortega decía lo contrario: que había que “europeizar a España”. Esta idea generó un debate entre ambos, puesto que lo que quería Ortega era sacar del aislamiento a España, ponerla a dialogar con toda Europa y hacerla parte integrante del continente. Curiosamente, Ortega, ante la tumba de Unamuno, al pronunciar su panegírico, dijo que Unamuno “había muerto del mal de España”. Entre el nacionalismo españolizante unamuniano y el universalismo europeizante, cosmopolita, de Ortega, osciló la contradicción del pensamiento de estos dos colosos de la vida intelectual española de la primera mitad del siglo XX.
Conviene precisar, que Ortega era enemigo de las ideas nacionalistas, por lo que estaba convencido de que eran las causas de la desvertebración de España, y de ahí que fuera un crítico del catalanismo, es decir, de los movimientos separatistas (de Cataluña y del País Vasco) y de todos los particularismos, que son la enfermedad y los síntomas de esa “España invertebrada”, según la tesis de su libro homónimo.