En la sala de espera se derrama una luz acogedora. En las paredes cuelgan un retrato de Pablo Neruda, pergaminos de certificados y reconocimientos que bosquejan méritos hipocráticos y una foto de dos poetas con traje y corbata, mirándose fijamente en el remanso de una conversación templada. Uno de ellos es el doctor José López Larache. El breve inquilino de la sala, quienquiera que sea, millonario u obrero, famoso o anónimo, pronto pasará a su oficina en el Centro Médico Central Romana y recibirá con iguales esmero y pericia la atención de un médico con décadas de experiencia y renombre internacional. Allí verá también muchos libros, algunos con el nombre del médico en la portada, intitulados Ruptura del silencio, Poemas para un olvido, Las garzas del batey no tienen apellido y Molécula de un abecedario. Resulta que el médico es poeta. Venera la ciencia y ama la poesía. He estado muchas veces en esa oficina visitando al poeta, no al médico, pero en su diálogo siempre destellan la solidaridad original, el humor salvador y la concisión típicas de una voz acostumbrada a dar prescripciones y noticias delicadas.

Seguramente la primera vez que vi a mi amigo, el doctor López fue en 2009, cuando, hacia al final de mi adolescencia, empecé a codearme con los poetas de La Romana. Un recuerdo nítido de esos años es que en la Feria Internacional del Libro Santo Domingo le vi recitar, casi bañado en lágrimas, su célebre poema «Alcimé». Tuve entonces la sospechosa intuición de que la poesía podía comunicar la inefabilidad del dolor y reunir las astillas del destino. Me ha tocado comprobarlo a través de los años tanto como hombre, en cómo la poesía me ha dado fuerzas para vivir en las noches más cerradas, y como lector entusiasta en las páginas de los cantores más altos.

José López Larache recoge en su poesía los terremotos espirituales que la colocan en el núcleo de la experiencia humana. Lo hace abordando los temas que le persiguen; no los que él escogió, sino los que le escogieron a él: el batey, el amor, la infancia, el tiempo y la muerte. Escribe en comunión con el recorrido de su vida, desde el batey Lechugas hasta Santiago y New York, como estudiante universitario, hasta arraigar en La Romana. La fugacidad de la vida, en su caso coronada de honores y éxitos, embriaga su creación. Para refundar su infancia frugal, revivir sus humildes muertos admirados, retrotraerse a los juegos, los amores, las ilusiones, la casa familiar, los vecinos y los paisajes agrícolas de sus primeros años sobre la tierra, acude a la instrumentalización lírica de la memoria. La poesía le permite el retorno a la inocencia, a la simplicidad del alma de niño, pero desde la agudeza fértil de quien ha vivido lo suficiente para comprender la finitud y ver llover la muerte en el cielo helado.

Es muy socorrida la anécdota de cuando Juan Bosch descubrió y promovió a Pedro Mir como el esperado poeta social dominicano. Bajo el influjo de Mir, y porque lo ameritaban las vicisitudes políticas de la República Dominicana en la dictadura y la posdictadura, muchos poetas dominicanos concibieron radicalmente la poesía como el arma cargada de futuro invocada por Gabriel Celaya, muchas veces en menoscabo del cuidado formal. José López Larache empezó a escribir en la década de los setenta, aunque publicó por primera vez mucho tiempo después. Él pertenece a la Generación de los 70, que resulta transicional entre la poesía combativa de los 60 y la Poética del Pensar que encabezará José Mármol en los años ochenta.

En los poemarios de López se aprecia precisamente una poesía social que no cae en el discurso panfletario ni en la crítica fanática, sino que sintetiza la experiencia individual del habitante del batey y atiende, no tanto a la materialidad y la lucha, sino al candor de las relaciones humanas en un entorno rural y a la irrepetible subjetividad del amor y la amistad.

En algunos textos de Ruptura del silencio (1997), su primer poemario publicado, aun cuando hace alguna discreta mención del contexto político, como al invocar la Guerra de Abril de 1965, esta está matizada por la mirada de un niño, como en el poema «Qué te puedo negar»: Qué te puedo negar/que no sea/un recuerdo de la guerra/de marines/una mirada asustada/de la infancia/un corretear de niño/en el batey (p. 25). Lo que es más frecuente, al mencionar el batey profusamente en este libro, es un fresco de la cotidianidad en ese ámbito y la nostalgia por las figuras extintas. Así, su poesía social porta un contenido sintético y empírico, no ideológico o analítico. Esta distinción es esencial en la poesía de López, en comparación con otros poetas sociales dominicanos. Él no describe cadenas causales de eventos políticos o dramas colectivos, sino reproduce, desde la lejanía temporal, el día a día de una época remota. Lo notamos también en el poema «Tiempo»: Los amigos de mi padre/ya no van a los gallos/a jugar sus carcajadas/o a reunirse en las tardes del batey/a contar dictadores y muertes no contadas (p. 18). En el poema «Dolor» retorna el discurso nostálgico signado por personas, animales y objetos: Escondidas las palomas/huracanadas de la soledad/no lastimen el recuerdo/de mi casa/de mi cañaveral/de mis bueyes/de mis amigos vivos/y mis amigos muertos (p. 28).

Aunque el poema más leído y comentado de este libro es «Alcimé», una elegía a un carpintero, y a mí también me parece el más logrado de todo el conjunto, hay otras dos composiciones elegíacas, dedicadas a su abuelo Federico López Corso y al también carpintero Cairo, en las que también brilla una retórica melancólica y demostrativa del ambiente bateyero que el poeta se ocupa en detallar y que hasta le sirve como recurso analógico para tratar las cuitas del amor, como en el poema «Génesis»: Las horas seguían llegando rápidas/y el amor nos ahogaba/llegaba la hora fría de partir/y salía como salen los boyeros en mi tierra/a buscar algo en el potrero de la vida/sin ruta/sin punto fijo/solo con la esperanza de regresar mañana.

El libro Poemas para un olvido (2006) reúne diez breves cantos hilados armónicamente desde la desazón amorosa, para una mujer amada cuyo olvido, como anuncia el título, ha sido un tiro de gracia para el sujeto poético: la música del tiempo quiere decirte adiós/¿cómo se puede describir en versos tu olvido? (p.97). Es una mujer de la que no se ofrecen muchos datos, pero sobre la que gravitan equivocas referencias a una ciudad, libros y batas blancas que remiten a una voz juvenil adolorida en los años formativos. El leitmotiv artístico y emocional que es la memoria catártica en Ruptura del silencio, lo constituye el olvido devastado en Poemas para un olvido.

El tercer poemario que el doctor José López Larache ofreció a la opinión pública es Las garzas del batey no tienen apellido en 2010, aunque él ha esclarecido que fue escrito en los años setenta. Es un largo poema donde realiza piruetas experimentales con la disposición de los versos ―cuyo orden se invierte a veces, debiendo ser leídos desde el último hasta el primero y así lo indican unas flechas apuntando hacia arriba― o con la inserción de figuras geométricas como círculos, triángulos y rectángulos que albergan palabras y sugieren posibilidades alternativas de lecturas de los textos. Más allá de esta novedad, López prosigue, como nos anticipa el título, en la aventura nostálgica que le conduce a su infancia, pero esta vez utilizando el símbolo de la garza, ave a la que se dirige en segunda persona del singular, y cuyo vuelo es, a los ojos del poeta, encarnación de la libertad en el morado viajar de las ideas (p.27), epíforas de amor y trabajo/en una mañana sin las frías miradas (p. 19), ave blanca sin voz negra/y herida sin color (p. 25). En este libro la mención del batey es más sombría y pesarosa; hay una mirada teñida de pesimismo hacia el habitante del batey, más identificada con la experiencia del trabajo duro que con los lazos sociales que se tejen y que en Ruptura del silencio adoptan un aire de resignada añoranza. El tono de Las garzas del batey tiende hacia un nihilismo de muerte y desesperanza, cuya grafía por antonomasia son los versos de la pagina 47: Garza del batey quisiera/Hacer una canción con el tiempo/Unir las lágrimas/En un solo segundo y después/Beberla contigo/Sentados entre carretas/Entre vagones y grúas/Entre hombres que sus lágrimas/Al sentirlas congeladas/Por el dolor del tiempo/Se hicieran…Ave. Si tomamos las declaraciones del autor de la época en que escribió este libro, podemos colegir que su escritura de entonces, juvenil, vinculaba más la experiencia en el batey a las dificultades de la vida, a las vicisitudes económicas de la gente que conoció allí; se orientaba a la actualidad y a las inquietudes del futuro colectivo, cualidad propia de la rebeldía juvenil —aunque comoquiera no llega a ser una poesía abiertamente política—, mientras que en los poemas de la madurez aparece una valoración más prolija, completa del cuadro social, donde tienen preeminencia las escenas y personajes que le impactaron en lo individual. Escritura del yo, en este último caso, trazo que privilegia lo anecdótico, lo intrahistórico —como diría Miguel de Unamuno—.

El más reciente poemario del poeta romanense José López Larache es Molécula de un abecedario, editado en 2023. A diferencia de los poemarios anteriores, que suelen estar unidos por un hilo temático, este es más diverso, misceláneo. Aparecen poemas sobre situaciones muy distintas como la pandemia del COVID-19, que el autor vivió dramáticamente como director de un importante centro de salud; sobre la pérdida, ante la muerte, de amigos, como el «Poema a Franklin», «Aquí estoy sentado en un butacón de Cleveland», y de su caballo, en «Rubirosa», poemas estos precisan la circunstancia en que fueron escritos; también aparecen piezas amatorias como «Poema tuyo», «Quisiera» y «Palabras». El poeta y médico anuncia en un comentario al inicio del libro que parte de los poemas reunidos fueron escritos, como los de otros libros, en los años setenta, aunque también vemos que hay muchos poemas escritos en los últimos tiempos. De manera que Molécula de un abecedario, al congregar versos de juventud y madurez y de tópicos variopintos, da cuenta también de la versatilidad y la constancia de la poesía de su autor.

José López Larache es ya una figura imprescindible en la literatura de La Romana y de la región Este de la República Dominicana. Más aún, es indudable su inscripción en la Generación de los 70 de la República Dominicana. Descuella como un poeta social muy singular, porque utiliza la experiencia del batey como figura del discurso aun en sus poemas de amor, atendiendo más al detalle particular de los seres humanos, en el entorno rural, a la lacónica trama de la vida que a la reducción panfletaria; vindica problemáticas sociales y existenciales sin descuidar la ornamentación formal del poema. La poesía de López ha sido elogiada por una multitud de sus lectores, incluyendo a reputados intelectuales como Bruno Rosario Candelier, Monseñor Ramón Benito de la Rosa y Carpio, Avelino Stanley, Isael Pérez, Alfonso Trinidad, Miguelina Medina y Luis Quezada. Recientemente ha sido elegido como miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua, el primer romanense en recibir esa distinción. La hora es oportuna para que se siga leyendo, estudiando y reconociendo la dilatada y fulgurante trayectoria literaria del doctor José López Larache.