Que a partir del día viajemos por un mundo donde “los estados van adquiriendo rostros”, perfilándose, en la medida que “cae la luz” del sol, absoluta e invariante, sobre el tiempo y el espacio de nuestro entorno, “los surcos…los oficios…la casa…el parque…el templo…los comercios”, y que asimismo se derrame tras nuestra subjetividad afectiva, “sea risa o tristeza”, y sobre los objetos remotos, “las raíces y las vastedades del aire”, apartados del ámbito ordinario, el renombrado poeta José Enrique García convoca, en su poema El día se asume, a las múltiples jornadas del eterno, cotidiano, transitorio e inexorable ahora.
En ese tenor, el poeta Enrique García invoca, reiteradamente, en todo el aforo del poema, el prodigio del día, metáfora de la luz que, erguida en su apariencia absoluta, se entreteje con las miríadas manifiestas e intangibles de la condición humana, “indiferencia o nada…la voz que articula la sílaba y el sentido”; el espacio, “en su extensión de instantes”; y el tiempo que se deprecia sobre “árboles y aguas, y animales”, y en el flujo de uno mismo “entre paredes de una casa”. Precisamente, el andar del tiempo, “Un día y otro”, encerrado en un ejercicio vacuo, “del vivir rutinario”, bajo la incertidumbre y el terror, “por lo que tal vez ocurra”, durante los eventos que están ocurriendo en el trance y, además, en su limitado alcance “muy distinto de lo que acontece”.
Y he aquí el día, determinismo en sí, subyacente en ese tráfago cíclico e implacable, “de una luz a otra luz”, que se sucede reflejado por los eventos en cada ciclo posterior, “un día viene y otro continúa”, y que el poeta, dramáticamente, los intuye en la permanencia de un inviolable enigma “sin que podamos cambiar su compostura”. De ahí que, José Enrique García, en su excepcional vuelo metafísico, se remonta al espejismo, “ilusión de ser”, que, en cuanto a nuestro libre albedrío, “obrador de sí mismo”, nos proporciona la transitoriedad de los sucesos. Asegura él, apelando a lo ignoto: “son hechuras de dioses las desigualdades”. Y muy a pesar de que “reconciliamos andamos” trasudando el resplandor del día y la ostentación de ese sol que originó y nutre a cada aurora con el genio visible de unas de las primeras palabras creativas de Dios (Génesis 1:3): “Sea la luz; y fue la luz”.
El día se asume
Todo el peso del día cae en nuestros hombros
y se derrama en surcos y en oficios;
los estados que van adquiriendo el rostro,
sea risa o tristeza, indiferencia o nada.
Cae la luz y llena los trechos ordinarios,
los espacios que urge habitarse
la casa, el parque, el templo y los comercios;
cae más lejos de los pies
del ámbito habitual.
¿Es el día de todo?
o tal vez de aquel que lo asume en su extensión de instantes
y lo hace sangre de su cuerpo,
y envejece consigo
entre paredes de una casa donde el viento
cada vez es más viejo de sus aires.
Un día y otro,
Interrumpido obrar de tiempo
sobre árboles y aguas, y animales,
en las manos que domestica el siempre barro
y en la voz que articula l sílaba y el sentido.
El día
luz vertical que cae y se horizonta
en las raíces de las superficies,
y en las vastedades del aire.
Exigencia del vivir rutinario:
-un día viene y el otro continúa-
y esperamos por lo que tal vez ocurra,
un rumbo muy distinto de lo que acontece
desde una alba a otra.
Y el día, quien lo duda, se nos vuelve
una inmaculada esfinge,
un inviolable tránsito de una luz a otra luz
sin que podamos cambiar su compostura;
son hechuras de dioses las igualdades,
sólo los accidentes, circunstancias del tránsito
proporcionan al hombre la ilusión de ser
obrador de sí mismo.
Reconciliamos andamos
con esa claridad que proviene de lejos,
reconciliamos andamos definitivamente
bajo un sol que promueve la condición de dios
cada mañana.