Que la rosa, en tanto señera paradoja o dolorosa encrucijada, “perfecta e imperfecta”, a tenor del poeta Juan Ramón Jiménez, alcance una convergencia abarcadora y última, de “uno y otro…el hombre y la mujer”, en su homólogo José Enrique García, constituye, en el poema Era, la única flor posible, un dictamen colectivo en cuanto a la finitud de nuestra presencia cotidiana, “por los parques…por las calles…los árboles habituales, y otras entidades que, en sucesiones paralelas, se despojan y se desatan, “pues polvo nos hacemos”, culminando en absolutos e irremediables desafueros.

En su autopsia metafísica del mundo que apenas prevalece, el poeta dominicano de la imagen, Enrique García, recurre, desde el marco de los primeros versos, a esa tensión de los opuestos que surge de la esencia, inherente, o primores primigenios de la rosa, pero que, asimismo, en contraste, ronda, irrevocable, condenada por su propio, pertinaz y estrépito colapso intrínseco de la forma. De ahí que, como premonitorio de la materia disponible, el orden, a la indisponible, el desorden, ocurra la rígida advertencia del poeta: “no la busque”, a la rosa, “ya más en otra cosa”, porque ésta, aun cuando “jamás cambia de aspecto”, sus orígenes pre-existentes a sus pétalos aniquila.

Menos aún la “busques” enalteciendo sus murmullos, “decir lo que se dice” de ella, “si es decir…imágenes…pensamientos”, puesto que en lo “más recóndito”, subyacente, de esa sustancia creada de la rosa, “que es nosotros”, nunca habrá de aflorar a la  perceptiva superficie nuestra, o “epidermis”, la fundación o el principio de lo que se creyó eterno, “perpetua, justa, hermosa”. Pero que, “sabiéndose que vive”, de un salto, “de pronto, y casi nada”, empujada a la caída, miserablemente se deshace. ¡Ah!.., el poeta dice: “pues la muerte también anda en lo hermoso…”  La misma gracia, belleza, tanto así como “tal vez el mar es libre / porque desata nudos / en la persecución de hacerse viento”.

Y es que en ese trasiego universal e insistente, José Enrique García, poeta universal, manifiesta, rotundamente, que la “la única flor posible”, cierta, es “la vida que nos muda a otro cuerpo”. Más, “para continuar engañada” o embestida, por “un destino  visible y esperado”: la muerte, “húmeda tierra”, y la tumba, “el mar descansado”, aunque la rosa, “que es nosotros”, en esa redundancia perversa y repetida, “volverá, en otra primavera” a pesar de sus gemidos.

Era, la única flor posible

No la busques, ya más en otra cosa

la rosa que jamás cambia de aspecto

así nomás la rosa es uno y otro,

el hombre y la mujer que se prolongan

en herencias

                    y en inutilidades.

La esencia de esta flor, que siempre es una,

y todas a la vez, quizás ninguna,

pues polvo nos hacemos

al cruzar cada día por los parques,

al caminar las calles, al trajinar los espacios

de tantos conocidos, ignorados,

y así, los árboles habituales:

juntos a nosotros, todos, y casi lejos…

No busques tampoco agrandar sus sonidos,

decir lo que se dice, si es decir,

las imágenes y los pensamientos

siempre hay un más recóndito

que no sale jamás a la epidermis…

No, no, tal vez el mar es libre

porque desata nudos

en la persecución de hacerse viento

materia desplazada en los espacios

que llena de inquietud los horizontes.

Así es rosa que es nosotros,

creyendo ser perpetua, justa y hermosa,

y con todo, sabiéndose que vive

de pronto, y casi nada,

pues la muerte también anda en lo hermoso…

La única rosa posible en esta tierra:

la vida que nos muda

a otro cuerpo para continuar

engañada.

Esa flor posible,

la duda que arrancamos al misterio

y empujamos, conscientes

hacia un destino visible y esperado:

húmeda tierra, compacta de sombras

de pinos o de almendros

o en el mar descansado

-no importa dónde-

porque ella, la rosa, volverá, en otra primavera.

 

 

Luis Ernesto Mejía en Acento.com.do