Que oteando un alegórico y añoso retrato vislumbremos y entretejamos, desde los primeros versos del poema Daguerrotipo, el transcurrir de todo un pueblo, “actos inaugurales” y alguno que otro expediente, “mohoso manuscrito”, hasta culminar, en los últimos versos, con “apenas noticias de su fundación”, el poeta José Enrique García insiste en su riguroso encuadre determinista de objetos y acontecimientos que acabarán desasidos, inexorablemente, por el tiempo, pero que, a la postre, habrán de resurgir como “brasas que arden”, devorados, ineludiblemente, por las llamas presuntuosas de los recuerdos.

En efecto, ¿para que sirvieron las sensaciones de las manos hundiendo “un horcón”, colocando “una cobija”, construyendo, en fin, parsimoniosa y esforzadamente, “andamios y techos”, “ventanas y puertas”, inclusive, “las noticias…y la imaginería”? Total, asentados en aquella vetusta lámina, ostensiblemente opaca a partir de sus orígenes, todo ese concierto de imágenes habrá de sucumbir, así como toda acción humana, en fragmentados añicos a merced, temporal, de la memoria.

El poeta José Enrique García.

De ahí que, a diferencia de Bernardo Balbuena, en su descripción lírica La Grandeza Mexicana, Enrique García, en Daguerrotipo, no se detiene en una incauta mampostería de versos, sino que, en afinidad con Sor Juana Inés de la Cruz, en A su retrato, apela al mundo abierto de los sucesos y objetos reales a través de una realidad o percepción adscrita al terror de la entropía o el desengaño. Precisamente, en dicho poema, a pesar de  “otras habitaciones…edificaciones…calles irregulares”  y el agrandamiento a cada momento del poblado sobre los vestigios circulares de su “desorigen”, se yergue el deterioro y los despojos que atañen también al hombre, para “luego, sin que fuera su propósito, dejar tiempo y huesos en ese espacio.”

Y es que “hombres y cosas” constituyen, “entre cielo y raíces olvidadas”, una compleja “dualidad”, dependientes, “el uno de otro”, de las retribuciones mutuas que, presagiadas o denegadas, hubieron de habilitar las deidades en un forzoso suceder por el peso de los signos, “nada ocurre si no fue pensado alguna vez”, sea “el azar” o lo “soñado” en nosotros mismos, “la mujer y el hombre”, sujetos mortales  que, irremediablemente, medramos desmedrando, sometidos, “suerte también de lo trazado”, a la dialéctica y paradojas de las contradicciones y opuestos “en lo humano que crece decreciendo”. Dice el poeta: “la percepción del ser”, así, desvanecida.

He aquí, justamente, la enjundia y el brío lírico del autor José Enrique García: su travesía trascendente sobre el viaducto taxonómico, recurrente y brutal de las imágenes ordinarias, “mano, techos…jorcones…aves…tierra…corral… hierbas y  frutos”. De hecho, objetos entroncados en los aspectos sensoriales y emocionales de la naturaleza humana en el ámbito de la cotidianidad vital de las cosas que gustamos, olemos, tocamos, vemos y oímos.

 

Daguerrotipo

Promontorio,

y de aquellos actos inaugurales,

apenas un mohoso manuscrito tal vez exista por historia

en la caja fuerte del alcalde,

con la que se disipan las consecuentes

              sospechas de bastardo.

Y hasta los muy viejos, forzando memorias,

tan sólo alcanza a vislumbrar

una leve sensación de un alboroto

-que hubo, una tarde, de levantar las personas mayores-

las noticias, referencias ahora de la imaginería,

como acontecen siempre en los inicios

               de toda fundación de acto humano.

 

más alguien hundió en la tierra un horcón,

               y sobre él puso una cobija,

y lentamente, como las cosas genuinas de las manos,

               creció andamios y techos,

en ventanas y puertas,

               en otras habitaciones…

y así las edificaciones, las calles irregulares,

el vecindario, ampliándose cada vez…

Así, el pueblo,

a veces, se testimonia en un desorigen,

               en un asomo,

                          un tablón, una yagua,

en el trazado irregular de alguien que aparece

de súbito, con urgencia de asiento,

                          pausar el viaje.

Y tirarse sin más sobre la tierra.

Y luego, sin que fuera su propósito,

dejar tiempo y huesos en ese espacio.

 

 

Hombres y cosas,

               multiplicadas

                   tendida franja

entre el cielo y raíces olvidadas…

Y almodena,

termina por hacerse dualidad,

necesario el uno de otro:

como dispusieron los dioses

para las recompensaciones de las partes,

y lo que hubo de acontecer,

presentido o entredicho,

admitido como natural suceder:

nada ocurre si no fue pensado alguna vez.

el azar, suerte también de lo trazado,

               o soñado en lo humano que crece

                             decreciendo

y en la imaginación de la mano,

                techos que se elevan desde los jorcones

                y aves que remueven la tierra en el corral,

                y hiervas y frutos,

                y oración y silencio

y el inventario de asuntos ordinarios,

la mujer y el hombre,

                comunión de un azar,

                prolongándose desde el amanecer

                hasta los sueños que en sus instantes

                borran la percepción y el ser.

 

Del pueblo, apenas noticias de su fundación,

sin embargo, los corazones:

                                   brasas que arden.