Que la quietud de un día, en la que nadie se aterre o se sonroje, se vea obligada a envilecerse, arrastrándose, consigo, a raíz del deterioro urbano, desde un balcón hasta el dramático antagonismo entre pradera y asfalto, pone en entredicho el predicamento o mito en un progreso ilimitado y permanente que medra a la escala de un mundo que sobrepuja sus propios límites planetarios pregonando su grandeza.

En efecto, el laureado poeta José Enrique García, en su poema Domingo, casi gris, plomizo y anodino, recurriendo a la agudeza metafórica del encaro entre el “césped [y] la capa de petróleo, advierte, puestos sus ojos en una calle, sobre la ilusión del progreso material del ambiente citadino que, convertido más y más en un fantasma de sus propios y venturosos inquilinos, paraliza hasta la “hora”, el tiempo, “en los cuadrantes de un parqueo”, sofocándola. Además, el agua relegada a un “bochorno” fluido, dado que el “musgo verde, [y] lamas”, aposentados en el estanque colectivo de la torre, retienen la preciada “saliva de la tierra”; los automóviles que se desplazan resoplando, “jadeando”, soltándonos huellas “de grasas y de aceite” en el éter; en la vía, residuos de alimentos a la espera de los canes; y la brisa inapetente, “viento desganado”, que impele “servilletas ajadas, retorcidas moviéndose penosas”. Todo un congestionado semillero deprimente de escombros utilitarios, “metálicas muecas”, que acogotan una metrópolis desposesa, “estrujan el aire”, de un ánimo habitable.

El poeta de la imagen intuye el aumento horroroso de la entropía en el dominio urbano, hasta el punto en que la existencia de una avecilla rebota amenazada, encarcelada, “mirada enjaulada”, por la altura de los rascacielos que le impiden “apenas…perseguir su vuelo”. De ahí, penetrante, el sobrecogimiento del poeta: “¿Quién, el pájaro? Criatura que, ahora, ante el crecimiento vertical de las urbes, inevitablemente se sienta quebrantada, extraviada, desorientada, privada, despistada en la vastedad de sus senderos, un “cielo limpio y amplio”, lugar exacto “donde la libertad se asienta” en el vuelo impertérrito de las aves que, tras el “goce de una fresca sombra”, acopien,  somnolientas, sus instintos y sus ensueños sobre el verde pasto.

Y es que toda esta pugna de expansión y modernidad, José Enrique García la hace suya, en sus adentros, “¡Oh!, la ciudad”, en virtud de que aquella quietud de un día, irrecobrable, “irrecuperable…frente…a la inmensidad de uno mismo”, y la talla, “estatura”, de sufrirla entre “edificios, y calles, apartamentos” y su propio piso donde el amanecer y el crepúsculo, “el día”, se les cuelan al poeta “en una temporalidad perdida…” Ante ello, emerge, en consecuencia, toda una materialidad trastocada, “invertida realidad”, donde el espacio, el “vacío”, relampaguea “lamparones”: manchas, suciedad y grasa. Excedentes aferrados al entramado de un Domingo, casi gris, plomizo y anodino, extenuada ya el alma del aeda: “¿Y quién puede eludir tal pensamiento?”

Domingo, caso gris

Es un balcón, y arrástrase el domingo

pesadamente sobre el césped,

          la capa de petróleo de la calle…

Hora detenida en los cuadrantes del parqueo

Que conforman el patio dividido.

Algunos carros pasan jadeando aún,

rastros, aquí y allá,

          de grasas y de aceite

desperdicios de comidas que los perros

          no han olido todavía,

servilletas ajadas, retorcidas, moviéndose

penosas al empuje de un viento desganado;

y la cisterna, promontorio citadino

criando musgo verde,

lamas que se arrastran y aferran,

          reteniendo el bochorno del líquido,

la saliva de la tierra…

y la ciudad, extendida desde el ojo, en tejados,

                                                           azoteas,

unos ladrillos rayan la altura

          la rejas rojas,

y las antenas de los televisores

enredando distancias,

y tejiendo una red de metálicas muecas:

          graffitis que estrujan el aire…

 

Un pájaro

          pasa cerca del edificio,

y apenas alcanza a perseguir su vuelo

          desde las posibilidades

de la mirada enjaulada.

¿Quién, el pájaro?,

          Dónde la libertad se asienta, y pulsa

          el corazón y los labios.

 

Y siente pérdida ya, la noción

del goce de una fresca sombra,

          de unas hierbas que recojan el sueño

          mientras arriba, el cielo limpio y ancho,

desplázase sin prisa por múltiples direcciones.

 

Lejos, e irrecuperable,

          la hora de quietud frente a un horizontes,

          a la inmensidad de uno mismo

                              en recogida estatura.

¡Oh!, la ciudad,

          si, edificios y calles,

                              apartamentos,

como éste de donde siento,

el día en una temporalidad perdida…

 

Y desde abajo

          Invertida realidad,

          el vacío, invócale a ser

          uno de los tantos lamparones…

¿Y quién puede eludir tal pensamiento,

          es un domingo casi gris, de tarde…?

 

 

Luis Ernesto Mejía en Acento.com.do