Por marginal siempre hemos entendido "menos"; sin embargo, al aplicar teorías y perder ciudades, nos damos cuenta de que no hay distinciones de positivo o negativo, y que vivir al margen tiene más acepciones de las que nos impusieron. Al margen también se puede estar cuando se decide no seguir una línea o discurso central. Bien lo dice Beatriz Sarlo (a quien al escribir esto acabamos de perder) al explicar que Borges, el incomprendido, estuvo más interesado en Irlanda o Escocia, en la literatura árabe, en la enseñanza de Macedonio y Pedro Henríquez Ureña… o sea, la periferia, el borde, la marginalia.

Nos lanzaremos al mar sin distancias por salvar y te invitaremos a engullir la palabra y la ciudad nueva del cuentista José Arias, quien en la colección Marginalia, publicada por Río de Oro Editores, nos propone un viaje en el tiempo —no en una cápsula sofisticada, sino en una voladora o banderita— que aunque nos recoja en Pinturas nos deja en el centro de lo que antes era la ciudad y ahora es margen, periferia de las nuevas geografías neoliberales y turísticas. Es imposible no asociar este texto, desde su propia portada, a un pixelado pasado cercano donde sin darnos cuenta éramos el vehículo de transición hacia una sociedad neoliberalista, en un conflicto entre lo rural y lo cibernético.

En lo personal, los cuentos de José Arias me hacen recordar una intelligentsia dominicana que se debatía entre el fraude y la desolación. En la genealogía de esta Marginalia, Arias usa como escenario para su montaje un catálogo de espacios donde se llevaban a cabo las trifulcas y batallas de dos generaciones: una revolucionaria, graduada o no de la UASD y amante del buen gusto, de la trova y los cigarrillos caros; y otra McDonalizada entre el MTV y gustos menos refinados pero más duros. Los dos bandos tenían los mismos enemigos, pero decidieron tirarse a la yugular entre ellos mientras que los tutumpotes seguían tan sólidos como Baninter, repartiendo el bacalao y guardándose los caramelos.

El Drake’s Pub, los primeros acordes de un Luis Días que ya se sabía revolucionario de un sonido, los besos en Soho’s que luego se volvió Parada y la desolación en balcones de Gazcue o el Vedado: estos son los temas que de manera breve y desenfocada propone José Arias para que acompañemos la gran desolación que sentimos en este Gran Santo Domingo. Arias, el hermano de Aurora, no necesita espejuelos ni telescopios para contar. ¿Qué de soberbio tiene esta escritura? No cae en la melancolía ni en el cinismo deliberado que arropa a toda una generación que se creyó alguna vez la falacia de que éramos un país de poetas. Que haya poesía en el país, eso es otra cosa. No. José Arias, entre la melancolía, los crayones y los rayones de Goico, te lleva de la mano por la locura y la confluencia de los márgenes de la Zona Colonial con Santa Bárbara o San Carlos. La vida de estos cuentos pasa ahí, en el pequeño espacio en donde no estás, en los besos con algunas europeas que en los noventa se daban cuenta de que aquí los marcos y las pesetas rendían un poco más y tenías la esperanza de que un joven defraudado por la promesa del béisbol se declarara sankypanky contigo y se mudaran a San Sebastián y le votaran al PNV de toda la vida entre garbanzos y jamón serrano. Pero no. Nos quedamos en RD sobreviviendo al COVID sin creer en nada y luego publicamos estos retazos de pasado que se le escaparon a la aplanadora que destruyó al comunismo y a Freddie Mercury. Quedamos, quedamos nosotros José, al margen de la mentira, y más cerca del amor y un trago de algo en el Parque Duarte, que todavía existe.