Toda guerra, en la medida en que se ensañe contra inocentes, es, con certeza inmoral con aristas, con secuelas, de perversidad patológica.
Muy pocas guerras justas se han librado en el mundo desde el inicio mismo de la historia.
Esto se está diciendo desde un país invadido más de una vez, en ambos casos injustamente, por las potencias de cada época.
Y son, en gran medida, desconocidas.
La guerra es la política ejercida por otros medios, en estos casos por vía de la confrontación directa y letal.
En ese sentido, la sentencia martiana (repetida por Juan Bosch) de que en política lo que no se ve es más importante que lo que se ve, deviene inexacta.
La guerra es un hecho visible, capital y de primer orden que puede ser seguida incluso desde los mismos escenarios aterradores.
Alguien planteó alguna vez que el general es el antiguo guerrero corrompido por el industrial.
Otros creen que el ser humano se guerrea con los de su especie porque no tiene depredadores. En el clásico chino Tao Te King, que parecen haber olvidado los guerreristas del momento, se desaconseja el impulso de matar que acosa a quienes ya han dado múltiples órdenes de de asesinatos y no se contienen hasta las puertas mismas de la ruina.
Y es cierto que la muerte de un ser humano, más aún en esas circunstancias terribles, afecta a toda la humanidad.
Claramente la guerra tiene intereses qué defender y por tanto, es una empresa que debe generar pérdidas pero también ganancias.
El problema que surge a partir del inicio de las hostilidades se centra en la víctimas de una hostilidades que no deberían tocarles ya que no combaten en unos casos, en otros son niños, ancianos, mujeres inertes sin capacidad de respuesta.
Es decepcionante el que algunas personas, no pocas, intentan ignorar ese problema y se inclinan por el análisis “frío” del conflicto simple y sencillamente como si la gente que sufre, que muere, que huye, no tuviera importancia alguna, como si no doliera, como si no lastimara la conciencia.