Este pasado miércoles se cumplieron los 25 años del fallecimiento del gran poeta, pensador y ensayista Octavio Paz (Ciudad de México, 31 de marzo de 1914 – 19 de abril de 1998). Con la vista puesta en su obra palpitante, hoy quisiera recordarlo como lo conocí: lúcido, exultante, en la celebración por sus 80 años, en la ciudad de Nueva York.
Para todo hay un preámbulo. He aquí el de esta historia, antes de que empiece a “ambular” en su elaboración. Según se cuenta y está por confirmarse, ya Paz (un jovencísimo Octavio Paz) había visitado República Dominicana en los años 40. Así lo contó el filósofo-poeta sorprendido Antonio Fernández Spencer a Plinio Chahín en una entrevista (publicada, aunque perdida por ahora, en la revista Extensión de la Universidad Autónoma de Santo Domingo): el futuro premio Nobel viajaba en barco (¿mercante?) a un país que no sabemos, cuando atracó por un par de días en el puerto de Santo Domingo. Aquí hay dos hilos de los que tirar: localizar algún registro posible de ese paso del poeta por nuestra nación y recuperar la conversación con Chahín en la que Spencer afirmaba el hecho.
Pero en los 40 yo no nacía aún, así que la primera oportunidad real de conocerlo en persona la tuve en 1990. Y fue fallida. Ocurrió que, como parte de diversas actividades culturales simultáneas realizadas a raíz de la primera gran exhibición de arte mexicano jamás presentada antes (“México: esplendores de 30 siglos”, Metropolitan Museum of Art, New York, 10 de octubre de 1990), se había organizado una lectura masiva de poetas aztecas al día siguiente. Irían voces largamente admiradas y leídas (verbigracia: Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis) que se unirían a otras que despuntaban, deslumbrantes (como Coral Bracho y David Huerta, por ejemplo). Cerca de un año más tarde, aquella iniciativa derivó en la fundación del Instituto Cultural Mexicano de Nueva York (Mexican Cultural Institute of New York), que con mucho acierto impulsa actividades para el entendimiento binacional, desde la plástica y la literatura hasta la danza y la música, pasando por el teatro y el cine, etc. La pura existencia de instituciones como esta, o como la Casa de la Cultura El Salvador en Washington D. C., hace que uno lamente la actual ineficacia estatal dominicana cuando se trata de promover nuestra cultura en la diáspora.
Lo cierto es que Médar Serrata y yo nos enteramos (como en el texto de Paz “Semillas para un himno”) de las “frecuentes instantáneas noticias favorables” del evento, así que fuimos aquel 11 de octubre, literalmente sentando nuestros reales en la primera fila de asientos del lugar. Nos merecíamos aquel regalo lírico, porque ese mes de otoño cumplíamos 26 años (ambos nacimos en 1964, en octubre, segundo mes de otoño, la estación violenta). Cuando, de pronto, sobrevino el estupor, escupido por micrófono, y júbilo y tristeza mixtos en un coctel de información: Octavio Paz estaba en Nueva York, pero no participaría, porque lo acaban de llamar desde la Academia Sueca ¡para informarle que se le ha otorgado el Premio Nobel de Literatura!
Aplaudimos, escuchamos los poemas, y abordamos a quien lo permitiera. Yo saludé a Coral Bracho (quien se convertiría en una entrañable amiga luego de múltiples encuentros literarios por diversas geografías) y conseguí que Aridjis me dedicara un ejemplar de “Mirándola dormir”, el cual me re-dedicó 28 años después, cuando lo invitamos al 5to Festival Internacional de Santo Domingo (encuentros que, dicho sea de paso, el ministerio de Cultura actual dejó de realizar, a pesar de haber creado una Dirección de Festivales, con titular y todo).
Cuatro años transcurrieron para coronar mi afán cuando, en el mismo Met, se organizó un encuentro para celebrar los 80 años de Octavio Paz, el miércoles 11 de mayo de 1994. El Metropolitan Museum of Art, muy al estilo gringo, lo tituló simplemente An Evening of Poetry (Una noche de poesía). Sin embargo, se trataba de reunir una constelación de varios de los poetas más relevantes del planeta, orbitando con luz propia alrededor de un astro con su misma gravedad. Leerían, en ofrenda y agasajo, los norteamericanos John Ashbery y Richard Howard, el ruso Joseph Brodsky, el chino Bei Dao, el canadiense Mark Strand y el mexicano Octavio Paz. Saludarían al homenajeado otros poetas estadounidenses, británicos, un brasileño, un israelita, un francés, un polaco, un alemán, un santalucense, un serbio: Rita Dove, W.S. Merwin, Eliot Weinberger, Michael Hamburger, Ted Hughes, Frederick Morgan, Haroldo de Campos, Czeslaw Milosz, A.R. Ammons, Nathaniel Tarn, Derek Walcott, Frank Bidart, Charles Simic, Michael Palmer, Yehuda Amichai y Charles Tomlinson. Verdaderas versiones y diversiones y todos los signos en rotación.
Aunque han pasado casi tres décadas desde ese día, aún consigo rememorar muchas de sus incidencias. Mi amigo poeta y psicoanalista Jorge Piña, excompañero en el Taller Literario César Vallejo, estuvo presente en el lugar. El filósofo Andrés Merejo asegura haber asistido, y el poeta Tomás Modesto cree que participó también, pero yo no registré sus rostros esa noche. Si no recuerdo mal, Brodsky no pudo ir, quizá por enfermedad, ya que menos de dos años después murió, por causa de un infarto agudo de miocardio. Y, aunque me gustó escuchar la lectura sosegada de Bei Dao, no lo abordé, acaso porque dos tímidos quedaríamos atrapados en los zaguanes sin salida de una conversación introvertida. Quién nos iba a decir entonces que alternaríamos durante toda una semana años después (en Granada, Nicaragua, 2006).
Con quienes sí conversé un buen rato fue con Mark Strand y John Ashbery, uno junto al otro, y conseguí que ambos me firmaran libros suyos (Strand incluso me lo dedicó). El contraste fisonómico entre ambos resultaba impresionante: bajo en estatura Ashbery (autor de libros caudalosos y complejos) y excepcionalmente alto Strand (escritor de poemas mucho más cortos y digeribles), cosa que explica que yo leyera al canadiense directamente en inglés (The continuous life, Knopf Doubleday Publishing Group, 1992), mientras que del poeta de la dificultad neoyorquino llevara yo conmigo una edición bilingüe: Como un proyecto del que nadie habla / Like a project of which no one tells (El Tucán de Virginia, México, 1992, traducción de Roberto Echavarren), libro cuya edición, me dijo, le complacía a plenitud.
Y así alcancé el instante culmen: conocer a Octavio Paz. Hice la cola, como todos y, cuando llegó mi turno, le entregué mi ajado y mil veces subrayado ejemplar de Libertad bajo palabra (Segunda edición, tercera reimpresión, FCE, México, 1978, ejemplar número 4040), que procedió a firmar, no sin antes preguntar mi nombre y de dónde procedía. Cuando le dije “de Santo Domingo, República Dominicana”, levantó su rostro y, con sus inquisitivos ojos claros, me miró, diciendo: “la primera ciudad de América, y capital de un país extraordinario”.
Evocando sus palabras, uno podría pensar que bien puede ser verdad que una vez nos visitó: Pasado en claro.