Sábado y estoy en calzoncillos. Acostado en la cama de un hotel para muertes lentas, gracias a los orgasmos de paso.
Una toalla blanca (eso parece), un cuarto de pasta de jabón de cuaba, un condón de envoltura amarrilla, las llaves Yale y el control para la TV es todo lo que se necesita para morir por un rato en el viejo mete y saca.
Ahh, claro, y que no falten dos cuerpos para sudar por cuatro horas en el columpio carnal. ¿Qué cómo me enteré de los ingredientes? Pues estaba en el justo instante en que una pareja se acercaba al lobby a pedir una habitación…de paso. Le entregaron los artefactos y desaparecieron escaleras arriba.
A mí no. A mí me tocaba dormir de amanecida tras una ardua jornada de trabajo. Y les juro que la soledad es una maravilla cuando estás cansado y solo quieres silencio y que algo se cuele entre sus ojos y te haga desaparecer escaleras arriba de la rutina laboral y el julepe.
El caloraso (detesto escribir el palabro con z, suena falso) en la habitación 38. Abro y coloco maleta y mochila con la computadora en algún lugar. Si, si, nada de aire acondicionado. Dormir solo es la soledad maravillosa cuando estas super cansado y quieres huir del julepe laboral de un día entero calle arriba y calle abajo, reuniones, etc.
Un enmascarado gay narra su odisea para ser aceptado en el mero mero mundo de las patadas voladoras y las máscaras de malo malo malísimo Blue Demon.
Nada de conciliar el sueño. Recordé que estaba en Santiago y que viví aquí cuando niño. De repente vinieron retazos de cosas , de situaciones, de gente que no sé si existieron o fueron creadas por mi antigua imaginación.
Empecé a recordar la primera vez que llegué a esta ciudad. Viajaba en un Peugeot 505 rojo y blanco por dentro. Un blanco cremoso que olía a vómitos pero creo que nadie había vomitado y era que el carro era brand new, nuevecito La tapicería olía feo y hasta los plásticos de los asientos volaban cuando la velocidad de la máquina alcanzaba distancias moderadas.
En algún momento alguien me dijo :"llegamos a Santiago" pero yo solo veía una avenida gris con grandes árboles hacia ambos lados. Unas casonas medio escondidas por la arboleda y mucho silencio por todas partes. Un aroma a lluvia recién llegada y la sensación de solemnidad de la ciudad se colaba por las ventanas del Peugeot 505 rojo y blanco por dentro que olía a vómitos pero nadie había vomitado.
Alguien me dijo "aquí vas a vivir por un tiempo" y el tiempo alargó los brazos hasta que casi me hice adolescente en la calle Cuba, cerca de Pote potero.
Luego conocí los coches a caballo. Ruedas de madera blanca y capota de cuero negro y rojo. A 50 centavos “la carrera” desde la calle Cuba hasta la calle El Sol. Las calles se llenaban de grumos de evacuaciones equinas. Uno se acostumbra a ese olor, era como algo natural, como el Monumento o el Hotel Matum.
Siempre pedían la parada frente a la Ferretería El Gallo con sus grandes puertas de madera y aldabas de fortaleza medieval.
Imaginaba que un gallo grande y rojo picaba tornillos y clavos entre los clientes de la ferretería. Una bestia escarbadora, inmune e impune. Medio arrogante y consentida por los clientes. Pero no había tal gallo. Delirios infantiles, más nada.
Igual que Fito Páez, pero sin las pastillas y con el padre ausente, navegaba en Santiago en la barquita pedagógica, directa y efectiva, sin marco lógico ni términos de referencia, de que la letra entra con sangre. Las Selecciones de Reader Digest y la tabla de multiplicar a las dos de la tarde, luego la composición sobre qué te gustaría ser cuando seas grande. Coño, nada. No quiero hacer nada. No es necesario hacer algo. La nada viene solo y el algo nunca sabemos de qué va el asunto.
Santiago era el pantalón kaki , la camisita blanca y la pajarita azul de elástico abrasador. Sudado el cuello provocando pestilencias y manías. Parado a mitad de la clase declamando a Martí. La rosa blanca y el amigo sincero…
El Monumento y su amplia explanada de tierra roja. Un desierto de mi propiedad cada vez volaba chichiguas en ese planeta Marte (con i). Una vastedad para un niño acostumbrado al encierro entre cuatro tablas de madera.
La doña que vendía dulces. Pregonaba “Va a queré” con su vozarrón (¡eliminemos la z, por favor!). Nunca supe si su pregón era una pregunta o un mandato. Una batea de madera fina sobre su cabeza recorriendo Los Pepines. Bella gigante negra, nunca la olvidaré.
Ya me voy quedando dormido acompañado de mi caloraso y, gracias, claro, a un documental del canal RT sobre la lucha libre en México. Un enmascarado gay narra su odisea para ser aceptado en el mero mero mundo de las patadas voladoras y las máscaras de malo malo malísimo Blue Demon.
Entre luchadores mexicanos y el super cansancio escuchaba pisadas en los pasillos. Una puerta acaba de ser cerrada con ganas. El portazo (otra vez, la z) se oyó hasta en La Vega.
Seguro una pareja se acaba de desmontar del columpio carnal, del fin fuan, del delicioso mete y saca. Ya, a mí me toca dormir, es justo y necesario.
Santiago ya no es una avenida gris con grandes arboles a los lados sino un ramillete de edificios, elevados y ornamentos urbanos más arrogantes que el sol.