Detrás de todo gran arte hay una gran obsesión. Los ejemplos son muchos: los autorretratos de Rembrandt, el monte Santa Victoria de Cézanne, los cipreses y trigales de Van Gogh… Pero ninguno ha llegado al nivel de manía que tenía Edgar Degas con la danza. Hacia 1870 el tema irrumpió en su arte y a su muerte en 1917 más de la mitad de sus obras, alrededor de mil quinientas, representaban bailarinas.

Considerado impresionista, no estaba de acuerdo que lo etiquetasen como tal y se autodefinía como “pintor clásico de la vida moderna.”  Se centró en el estudio del cuerpo femenino y nunca estuvo interesado en el paisaje al aire libre tan propio del impresionismo.

El ballet en la segunda mitad del siglo XIX no era exactamente el espectáculo artístico que es hoy día. La gran parte del público del Teatro de la Ópera de París eran hombres adinerados de mediana edad que, más que la danza, iban a ver las piernas desnudas de las bailarinas. Los abonados tenían acceso al foyer de danse, espacio de ensayos, donde podían alternan con las jóvenes ofreciéndoles dinero a cambio de relaciones. El escritor francés Théophile Gautier las describió como “pobres niñas, criaturas frágiles ofrecidas en sacrificio al Minotauro parisino, este monstruo mucho más formidable que el antiguo Minotauro, y que devora vírgenes por cientos cada año sin que ningún Teseo venga en su ayuda”.

E. Degas, El foyer de danse en la Ópera, 1872

Degas era un asiduo del foyer de danse, donde acudía como una especie de voyeur con cuaderno de bocetos en la mano. Podía ver una misma función hasta treinta veces; incluso solicitó permiso para estar presente durante clases y ensayos, lo que le permitió documentar sus piruetas y posiciones con una precisión sin precedentes: bailarinas vistas desde un palco, cortadas por el telón, de espaldas, casi siempre sin que se les vea el rostro, solas o en grupos, a punto de salir al escenario o bailando en él pintadas al óleo, dibujadas al pastel, con tiza negra, modeladas en cera una y otra vez.

La gente me llama el pintor de bailarinas”, le dijo Degas al marchante de arte parisino Ambroise Vollard. “Nunca se les ha ocurrido que mi principal interés por las bailarinas radica en representar el movimiento y pintar ropa bonita”.

Pero realmente su visión va más allá de la ropa. Capta como nadie lo que sucede tras bambalinas, mostrando a las bailarinas mientras se estiran, descansan, ensayan ajenas a la mirada del pintor que las espía en secreto. Sus bailarinas no son ninfas delicadas, son mujeres reales que sudan, se quejan, sangran por los dedos de los pies y se cansan. Tal vez por eso dijo en una ocasión “Las mujeres nunca me perdonarán; me odian, sienten que las dejo desarmadas. Las muestro sin su coquetería”.

E. Degas, Clase de danza, 1874

Detrás de la ilusoria espontaneidad de sus obras se esconden largas horas de trabajo, una especie de eco de los extenuantes ensayos de las bailarinas. “No hay arte menos espontáneo que el mío. Lo que hago es resultado de la reflexión y del estudio de los grandes maestros; de inspiración, espontaneidad, temperamento, no sé nada. Hay que rehacer diez, cien veces el mismo tema. En el arte nada debe parecer un accidente, ni siquiera el movimiento”, decía.

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E. Degas, Dos bailarinas en amarillo y rosa, 1898

Sus obras se vendían con éxito, sus bailarinas eran un verdadero furor entre los coleccionistas; pero su vida personal y social era casi nula, la gente lo detestaba, al punto que no tenía amistades ni siquiera entre los círculos de los artistas. Era una persona de carácter huraño, retraído, intolerante, rencoroso, reaccionario. Tenía más de una manía. No le gustaba vender sus obras porque siempre encontraba algo que mejorar.  Es bien conocida la anécdota de un cliente que le invitó a cenar en casa y encadenó a la pared uno de los cuadros que le había comprado, para que no lo descolgara y se lo llevara de nuevo a su estudio.

Era un completo solitario, no tenía amigos, ni esposa, ni hijos, ni amantes, ni siquiera una mascota. “Me parece que si alguien quiere ser artista serio debe sumergirse constantemente en la propia soledad.”

Obsesionado con el trabajo, se encerraba varias semanas en su estudio, trababa la puerta con llave e insultaba a todo aquel que osaba interrumpirlo. “Cuando yo lo conocí, Degas ocupaba tres pisos en una casa de la rue Victor-Massé (París), hoy demolida. En el primero tenía su museo particular. Había acumulado allí obras de pintores que amaba. Encima estaba su vivienda, una de las casas más dudosamente barridas y fregadas que haya visto en mi vida. No había allí más que polvo y maravillas”, recuerda el poeta francés Paul Valéry.

Era muy conservador en cuanto a temas políticos, se oponía a todas las reformas sociales y mostraba un total desinterés por los avances tecnológicos. Su intransigencia llegaba a tales extremos que llegó a despedir a una modelo al enterarse de que esta era protestante. El Caso Dreyfus, que dividió Francia entre 1894 y 1906, intensificó su antisemitismo. Hacia mediados de 1900, Degas había cortado toda relación con judíos. Incluso, era miembro del grupo antisemita «Anti-Dreyfusards» hasta su muerte.

Pero la más extraña y contradictoria de sus manías era que el pintor de las mujeres era un misógino. Una vez confesó que “había considerado a las mujeres demasiado a menudo como animales”.

Nunca se casó y no se le conoció ninguna relación amorosa; ante ello el artista comentó: “Hubiera sufrido durante toda mi vida el temor de que mi esposa dijera: Te ha quedado bonita, después de haber acabado una pintura.” La única mujer que logró ablandarle el corazón era su alumna, la pintora norteamericana Mary Cassatt, una mujer soltera sin hijos que pintaba sobre la maternidad de forma casi monotemática y de la que dijo que “Ninguna mujer tiene derecho a dibujar tan bien”.

Cuando Degas apenas tenía 36 años, le detectaron un problema en la vista que, desde aquel momento, fue una constante preocupación para él: “Si mi vista sigue atenuando, no voy a ser capaz de modelar nunca más. ¿Qué voy a hacer con mis días, entonces?” En 1889 su mundo quedó en penumbras y volcó toda su creatividad en el modelado de figuras de bailarinas en cera que estuvieron desconocidas al público hasta 1918. Ninguna de ellas, alrededor de ciento cincuenta, ni siquiera la más famosa, la Pequeña bailarina de catorce años, fue fundida en bronce mientras vivió el artista.

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    E. Degas, La pequeña bailarina de catorce años, 1878-1881

Pasó los últimos años de su vida totalmente ciego vagando sin sentido, sucio y harapiento por las calles de París, hasta que murió el 27 de septiembre de 1917.