En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. (Mateo 18:3).
Hay muchas formas de demostrar amor, ternura o empatía… De todas ellas, una de las más singulares es intentar atrapar en palabras esos sentires, esos elevados sentimientos que nos convierten, precisamente, ¿en humanos? ¿o en dioses? Una palabra tras otra, como diría una gran escritora, es poder. De otro Hacedor magnífico, a quien atribuimos nuestra cosmogonía, y al que consideramos esencia del amor, leemos: «En el principio, fue el Verbo». Hay pocos arranques como ese. Resulta insuperable, ya sea para que nazca un libro, o un universo, pues ambos remiten, de algún modo, al mismo misterio: la creación.
Así, y salvando respetuosas distancias, un sentimiento cristalizado en logos, en palabras, puede predestinar y prefijar lo eterno. No es a otro trasiego al que nos dedicamos. Escritos, sobre el mantel del mundo, dejamos nuestras cuitas y sueños, pasiones, desazones y amores.
Por eso la creación literaria es tan poderosa, y por eso la autora de este libro que presentamos hoy lo ha escrito pensando en sus amores, para cristalizarlos, para convertir su ternura en un vasta catedral de palabras, y porque al dedicarlo a sus nietos: Lucas, Elimar, Estela y Apolinar, a quienes llama los príncipes del reino encantado de sus sueños, establece un legado, un pacto con el futuro, porque eso, y no otra cosa, son los niños: porvenir.
Así, sus nietos, esos peques que llenan de luz los rincones del alma de Elidenia, y cuyas risas y travesuras la llevan a vivir a un mágico mundo de colores, son los depositarios de estos cuentos, y con ellos, todos los niños que puedan disfrutarlos, pues es también lo grande de este hechizo: fijar un amor particular, en palabras, lo vuelve universal.
Se trata de seis historias que no sucumben, como a veces ocurre en este género tan difícil de abordar, a explícitos mensajes didácticos o lúdicos. No hay una intención ejemplarizante, pero sí una apología de las bellezas de la imaginación, un deseo de dar alas a la mente y a la creatividad, y, lo que es más esencial, el logro de una realidad espiritualizada que apela a intangibles, a emociones, y que dispara en quien los lee la certeza de que, si bien en el mundo también medra lo áspero y lo feo, es mejor elegir interpretarlo, y tratar de entenderlo, desde la belleza y la bondad.
El mundo visto desde los ojos de los niños es un ejercicio que nos acerca al cielo. Por eso la divinidad nos pide ser como ellos, pero no en el sentido literal, sino más bien hacia la pureza y la inocencia del alma de un niño. Al crecer, y en contacto con lo pragmático brutal de la vida: las responsabilidades, las normas, las leyes, las convenciones sociales, la mayoría perdemos ese estado de gracia, esa capacidad de asombro, ese idilio inocente con un mundo que, de niños, creemos que nos pertenece y nos ama.
Sin embargo, este libro, esta autora, nos demuestran que en verdad todo eso permanece latente, y que podemos revivir mucho de ello precisamente amando, creando, yendo hacia la luz y permitiendo que nos llene y alumbre, como le pasó al adorable personaje de uno de estos cuentos, elegido por la divinidad para brillar. Cuando la voz le dice: «La luz está en ti, ¡eres la luz!, llévala con tu voz y sonrisa a los cuatro vientos, e ilumina a todos los que lo necesiten», sentimos que también, de algún modo, todos hemos sido elegidos para eso. Solo que muchos perdieron el camino, o no lo ejercen.
Elidenia Velásquez, una vez más, se reta como autora. Algo a lo que deberíamos apostar todos los escritores, para evitar estancamientos y zonas de confort. He tenido el privilegio de verla transitar este camino, de acompañarla incluso largos trechos, no ya incluso como de editor, sino también como amigo. De la poesía amorosa, la introspección y la fina metáfora, a la novela, de la novela, ahora, a la literatura infantil, un género que por su complejidad y hondura puede causar de todo a quienes amamos estas lides, desde miedo cerval, a bloqueo creativo, porque quien decepciona, aburre o hiere a un niño, los hiere a todos, y también al hombre o mujer que será. Les aseguro que si uno se pone a racionalizar estas cosas, sale corriendo. Elidenia Velásquez no lo hizo, al menos no en la dirección incorrecta, porque de correr, corre, pero precisamente hacia el atrevimiento, hacia la literatura, y hacia la vida, con la misma intensidad con la que pone en todo, casi hasta el dolor; y, una vez más, le salió natural, le salió hermoso y útil, y estoy seguro de que los niños amarán estas historias, los niños por la edad, y los niños que fuimos y habitan en nosotros aún.
Hijo de las hadas será, a no dudarlo, un buen medidor, un test emocional para saber si, al menos por un instante, somos capaces otra vez de ver boas abiertas y cerradas donde otros solo verán un maltrecho sombrero; si todavía podemos conversar, sin bochornos, con la hormiga, la nube, el viento, o el duende imaginario que solía hablarnos al oído, cuando el mundo era inmenso y amigo y nuestro corazón seguía intocado por la culpa y las desdichas de la adultez.
Libro iniciático para la autora, en este género, y esperemos que el primero de muchos, hay que decir que algunos textos, especialmente en el homónimo, que da título al libro, a mi juicio, no se desplegaron todas las posibilidades que podían haber nacido de la historia, posibilidades que quedaron latentes y dejan un regusto de inconclusión, con el cual, digamos, no nos queda más que conformarnos. La literatura es también un arte consciente, y a veces hay que embridar la emoción, para que nos cope, o nos frene.
Con este libro, de estupendo contenido y factura, Río de Oro Editores se viste otra vez de gala. Este es el libro verde, nuestro quinto libro con Elidenia Velásquez, luego del azul, el amarillo, el anaranjado y el rojo. Con cada uno agradecemos su lealtad, su increíble capacidad de trabajo y su talento. Junto a Marcia Castillo, siempre lo digo, es una de las autoras que confió en este nombre, en este río dorado, y es algo que siempre nos enorgullece. Hemos crecido juntos, y así seguiremos.
Esta vez, en este libro, las imágenes son fabulosas (nivel Disney y Pixar) me escucho decir de cada rato, cuando me quedo extasiado mirándolas. Las debemos al artista Carlos Bruzón, mi más fiel compañero en este sueño hecho realidad que es Río de Oro. Él trabajó en estas ilustraciones enfermo, con temperaturas bajo cero, sin cejar, sin rendirse, con ese sentido de la responsabilidad que nos enseñaron, y que es hoy un verdadero timbre de orgullo. De ese empeño, de esa magia, de ese talento puesto al servicio de lo que se ama, nacen las maravillas. Este es un libro para estar orgullosos. Río de Oro lo está, en grado sumo, y como siempre, solo competimos contra nosotros mismos, para seguir elevando el listón. El arte, la ética, y las cosas bien hechas, prevalecerán. Tienen qué.
Quiero despedir estas palabras con la nota de contracubierta que escribí para este nuevo libro, y que ya lo acompañan, verde, como la primavera, y premio mayor para nuestra Colección Carajitos:
La delicadeza de un legado de amor para los niños vibra como una cuerda de universo en este libro verde, maravilloso y verde como un prado, como la oruga leve que se despierta mariposa, o la hojilla traslúcida que da refugio a un hada. Bellezas de la mente, que se esparcen como el mágico polvo de las ninfas espolean nuestra imaginación y nos invitan a conocer a Lucas, a Estela y Elimar; a vislumbrar los fantásticos dones que nos ha regalado el Creador, y a saborear, cual si fuesen provisiones de invierno, la felicidad que solo puede producir la lectura. ¡Vengan, pequeños, a este asombroso mundo soñado para ustedes! ¡Conozcan a sus nuevos amigos! ¡Sean felices!
FELICIDADES, QUERIDA ELIDENIA. Seguimos saludables de amistad y de buena literatura.