La mujer inspiró las novelas líricas más conmovedoras del Romanticismo europeo, en particular en Francia. Pensemos en “Atala”, de Chateaubriand, en “Armance”, de Stendhal, o en “Indiana”, de George Sand, sobre las que ya he escrito para esta columna de acento.com. Son relatos en los que ellas renuncian al hombre que aman, o sacrifican la vida cuando se frustran sus deseos amorosos. Si bien, dentro de la religión cristiana, en las que se inscriben estas ficciones, el suicidio es censurado, el Romanticismo exaltó las renuncias que subrayaban la fuerza de la mujer.

Me gusta añadir a ese grupo de novelas sentimentales “Graziella”, de Alphonse de Lamartine (1790-1869). Fue publicada en 1852, cuando el autor contaba ya sesenta y dos años, pero el relato, en parte autobiográfico, guarda algunas reminiscencias de la estancia de su autor en Italia y conserva la frescura de la juventud. El narrador es un muchacho que realiza un viaje formativo al sur de Italia, donde conoce a una familia de pescadores de una isla frente a Nápoles, con quienes convive. En ese humilde hogar conoce a la encantadora Graziella, casi una niña, en quien despierta el amor y la pasión, a partir de la lectura que él hace para toda la familia de “Pablo y Virginia”, novela de su compatriota Bernardin de Saint Pierre. Esta narración arrancó lágrimas en toda Europa y en América Latina, donde inspiró a escritores canónicos como el colombiano Jorge Isaacs, autor de “María”, también comentada en esta sección.

La novela leída por el joven francés predispone a la joven napolitana para el amor, pero también abre su mente al conocimiento. Guiada por un amor platónico, Graziella aprende a leer y a escribir. Se le criticó a Lamartine la construcción de un personaje italiano que en modo alguno correspondía al estereotipo femenino de esta cultura. Sin embargo, se le reconoció el encanto de su escritura y la refinada descripción de una naturaleza que contribuía al desarrollo de la sensibilidad y de la comprensión del mundo.

Graziella, en la pureza de sus sentimientos, es la naturaleza misma, además de estar provista de otras cualidades. Es llamativo el papel que, pese a su juventud, juega en el hogar, al lado de sus abuelos y de unos hermanos pequeños de quienes se ocupa. En ello podría coincidir con el desempeño tradicional de la mujer burguesa, pero ella va más allá, dada su condición de huérfana de padre y madre, que debe realizar las labores domésticas y atender el campo con la abuela. Además, trabaja para una fábrica de joyas de coral, con lo que contribuye a la economía doméstica y mejora la vida de la familia.

Consciente de las diferencias sociales y económicas con su enamorado, a quien sitúa en una clase y un mundo mucho más elevados, intenta desesperada retenerlo. Pero la situación se complica cuando un pariente pide su mano, que ella rechaza radicalmente. La salida elegida por Graziella no será el suicidio, sino el convento, proyecto que se frustra por las falsas ilusiones que alimenta inconscientemente el joven francés.

El narrador y protagonista, de regreso a su propio mundo, guarda en su memoria el recuerdo de Graziella, evocación de la felicidad perdida y sueño de juventud. Pero únicamente le queda ya, para sanar la herida, el consuelo de la escritura. El relato se cierra con un poema que canta a aquella primera pena de amor, la de la muerte de una joven de dieciséis años, a quien en secreto rinde tributo, pues significa su renuncia al amor más puro. El amor de un joven que fue incapaz de sacrificarse dando la espalda al mundo al que siempre perteneció.

 

Consuelo Triviño Anzola en Acento.com.do

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