FE DE VIDA

Sé que el invierno está aquí,
detrás de esa puerta. Sé
que si ahora saliese fuera
lo hallaría todo muerto,
luchando por renacer.
Sé que si busco una rama
no la encontraré.
Sé que si busco una mano
que me salve del olvido
no la encontraré.
Sé que si busco al que fui
no lo encontraré.
Pero estoy aquí. Me muevo,
vivo. Me llamo José
Hierro. Alegría. (Alegría
que está caída a mis pies).
Nada en orden. Todo roto,
a punto de ya no ser.

Pero toco la alegría,
porque aunque todo esté muerto
yo aún estoy vivo y lo sé.

José Hierro

La lección de los años.

¡Quién pudiera pasar como el tiempo, sencillamente borrarse, pero totalmente, como el día de ayer o como el de hoy, mañana! ¿Quién no ha deseado ser olvidado así, sin intención, como aquellos que se alejan sin que nadie sepa adónde, sin que nadie sepa a qué? ¿Y quién no ha envidiado, como decía Darío, “al árbol que es apenas sensitivo”, o a “la piedra dura, porque esa ya no siente”? Bien pensada, la necesidad de la muerte no admite discusión alguna: aire de muerte es eso que presentimos cada vez que aspiramos a borrarnos del mundo. Cierto es, sin embargo, que se trata de una tonta necesidad, pero, a fin de cuentas, ¿cuál no lo es? Hablo de la muerte, claro está, en el único grado en que la conozco: el relativo. Poco me importan ahora sus circunstancias, pues, en el trance de morir, lo mismo da que sea de esto o a causa de aquello, ya que, según parece, es imposible estar más o menos muerto que nadie…

Los años, que tantos entuertos enseñan a veces a deshacer, muy tarde nos enseñan a no creer en la patraña de estar “vivo en el recuerdo” de alguien. La creencia en el recuerdo ajeno es un atajo hacia el absurdo mito del eterno retorno o a cualquier otro de sus igualmente míticos remedos: el de la “gloria”, el de la “inmortalidad”, el de la “reencarnación” o el de la “resurrección”, etc. Tener fe en la memoria ajena presupone abonar un campo perpetuamente ajeno, pues, en ese cadáver del Yo que el recuerdo ajeno supuestamente resucitaría de su tan merecido olvido, no queda de nosotros más que aquello que solo fue nominalmente nuestro, es decir, nuestra imagen.

No obstante, ninguna vida humana puede hacerse con el solo pretexto de existir. Si estamos hechos de la misma materia que nuestros sueños, como decía Shakespeare, es porque no nos basta con vivir para sentirnos vivos: a toda vida humana le corresponde un sentido que solo se consigue viviendo. ¿Puede concebirse mejor prueba de lo absurda que resulta la humana condición que el hecho de tener que morir para saber que vivimos? Nadie podrá nunca transferirle a alguien más, en este raro sueño que es la vida, aquello que sintió alguna vez, haciéndolo vibrar de alegría o de tristeza: pensar que lo real y lo racional se reflejan mutuamente, como quería Hegel, impide encontrar un lugar en lo real para lo irracional, o sea, para todo aquello que no cabe en el lenguaje.

Los niños comienzan a sospechar los límites de la mal llamada comunicación cuando intentan describirle a alguien un perfume. Al cabo de algunos años, sin embargo, la factoría escolar consigue atrofiar en ellos el músculo de la suspicacia, y terminan descartando, por “irracional”, cualquier tipo de impresión que desborde el plano del sentido común. Se puede incluso prever una genealogía del temperamento “artístico” que parta del impulso de buscar explicaciones para esas pequeñas catástrofes cotidianas que son los descubrimientos, circunstanciales y precoces, de los límites de la comunicación.

Pues bien, es el carácter intransferible de ese tipo de impresiones lo que nos permite borrarnos literalmente del mundo al morir. Para Kierkegaard, saber que moriremos algún día es lo que le da sentido a nuestra vida. Esta lógica, que, ciertamente, viene de más lejos, nos ayuda a comprender que vivir no es solamente un viviendo, sino también, y sobre todo, un muriendo. Viviendo damos sentido a nuestro constante morir: el ahora mata el ayer, extermina el hace un año, aniquila al siglo pasado. T.S. Eliot lo intuyó cuando escribió que si todo tiempo está presente eternamente, todo tiempo es irredimible. El recuerdo no es la redención del tiempo ido, sino la más absoluta comprobación de su muerte más total. Lo único que podría redimir al tiempo ido es el olvido, es decir, su muerte dentro de la muerte.

La vida personal de cada uno de nosotros, extraños ex-niños y ex-niñas para quienes crecer equivale a perder tiempo (y no necesariamente perder “el” tiempo), nos reta constantemente a querer ganarlo de un modo u otro. La excitación que produce la sensación de vivir simultáneamente muchos tiempos comprimidos suprime en nosotros la ilusión de la duración del tiempo. Esto es, a fin de cuentas, lo que nos produce la alegría de vivir: una momentánea pérdida de nuestra conciencia de estar vivos. Nuestros deseos más recónditos de hacer durar esta alegría nada pueden, no obstante, contra el flujo y el reflujo de la consciencia: “El tiempo no tiene orillas” —escribió Alphonse de Lamartine—: “él fluye, y nosotros pasamos.”

La lección del poema.

Muchos errores se evitarían si pudiéramos vivir conscientes de que el invierno está aquí, detrás de esa puerta. Para cada uno de nosotros, la muerte, puesta a ser un tiempo, es un “futuro indefinido”. Solo teóricamente, y no sin mala gana, aceptamos el hecho de que nos jugamos la vida a cada instante que pasa. No obstante, sabemos que si saliésemos ahora, lo hallaríamos todo muerto, luchando por renacer. Sobrevivimos en ese “ahora” al que tratamos constantemente de explicar por la suma más o menos total de nuestros “ayeres”, esto es, de nuestros recuerdos, sabiendo que si buscamos una rama a la cual aferrarnos en nuestra caída hacia la tumba, no la encontraremos.

Nuestra propia conciencia es el único sostén de nuestro sabernos vivos, y como el tiempo de toda conciencia es el presente continuo, si buscamos a los que fuimos no los encontraremos. Ahora bien, es porque sabemos que nuestra vida es un paréntesis entre dos muertes (la de antes de ser y la de después de haber sido), por lo que consideramos única toda experiencia que pueda hacernos sentir vivos. Solo entonces podemos sentirnos seguros de que estamos aquí. Nos movemos, vivimos. Nos llamamos… Alegría. Pero se trata de una alegría dudosa, alegría que está caída a nuestros pies: cada día que vivimos es un lento aprendizaje de nuestra propia muerte. Cada segundo que pasa nos va haciendo cada vez más ex-vivientes. Así sabemos, sin necesidad de pruebas, que nada está en orden. Todo roto, a punto de ya no ser.

Cobrar conciencia de esto nos hace ver el mundo como lo que es: la tumba-cuna de nuestras más preciosas ilusiones. Por eso nos fue necesario a los humanos inventar la Historia, para poder luchar contra el olvido, en el vano intento de presentarlo, simbólicamente, al menos, como su contrario. Sabemos bien que, de cualquier manera, un día moriremos, pero nos esforzamos en pensar que, aun después de muertos, siempre habrá alguien que se acordará de nosotros. Moriremos, sí, pero mientras vivimos, tocamos la alegría, porque aunque todo esté muerto, nosotros aún estamos vivos y lo sabemos.

Y esta es, en fin, la lección del poema: tan fuerte es la alegría que nos produce el recordar que estamos vivos, que solo ella puede hacernos olvidar que, en realidad, en cada instante que pasa, vamos muriendo un poco.