En una ocasión, hace ya algunos años, escribí:

Difícil, pero gratificante y acaso insuperable, es el oficio de entregar nuestra vida a las palabras. En casi todas las cosmogonías, ella surgió primero y de ella lo demás, el universo, que abarca desde el grano de arena al arcoíris, del ínfimo gusano al sol que nos alumbra y la galaxia. La palabra es el mundo. Ella lo fija, lo inventa y lo sujeta. Aquellos que han entrado en el arte de usarlas, como irrumpe la voz en el vacío, y empieza a nombrar todo, para que todo nazca,  ya lo saben: el escritor es Dios, o su reflejo, y la página en blanco el lienzo de la vida, allí respirarán nuestras criaturas, florecerán los sueños, el Alto sueño, y todo cuanto cifres, consignes o reinventes mediante la palabra, será eterno, pues proviene de ella y a ella vuelve, como vuelven los astros, los hombres, las encíclicas, en el lento fluir de eso que llaman Tiempo, ¿o es materia? Somos polvo de estrellas, lo sabemos, pero nombrar al polvo es el Destino del escritor, que es Dios, o su reflejo…

Hoy, ante esta novela de Carlos Vicioso, al intentar escribir sobre ella, estas palabras volvieron, nítidas, a mi mente. Y no pude evitar la tentación de citarlas. No es casual. Aunque ha pasado el tiempo, sostengo cada frase y coma de ese párrafo, y al considerar que cada escritor es como un dios, o su reflejo, omnipotente para crear sus mundos y poblarlos con las creaciones de su imaginación, pensé en Carlos Vicioso como en un insólito, bondadoso y risueño Hacedor, uno que, soberanamente, como toda deidad que se respete, ha creado mediante la palabra un universo propio, del todo original y casi inimitable para quien no domine nuestra lengua con la profundidad, el gracejo y la desenvoltura con que él lo hace.

Esto se cultiva como una flor. Esta retórica se riega y se protege cual un tulipán raro.  Esto es amor del bueno. Aquel que lo ha sentido, lo sabe. De ahí viene mi respeto y reverencia por todos los que escriben, o lo intentan, no como hobby, sino como mandato y compulsión interior.  Por eso, cada vez que veo nacer un libro, o lo ayudo a corporizarse en la materia, como es el caso que nos ocupa hoy, me siento realizado.  Y por eso, cuando arranco a hablar de la vocación de escribir, del arte de las letras, pareciera que una puerta se abre y a las palabras les acuden alas…

El mundo de Gajes del azar, esta nueva entrega de Carlos, es una “extensión”, en lo lingüístico, de ese mundo literario tan suyo que señorea en sus novelas anteriores, Yo, Rodrigo de Siglos y Amor y metralla. Habita en ellos el mismo esfuerzo artístico, el mismo deleite escritural y afán narrativo donde los personajes y sus actos no son la verdadera diana, sino el lenguaje, la manera, el don de ir erigiendo una vasta catedral de palabras en torno a ellos, por demás, con un uso muy fino del humor, uno que nace, como en los clásicos, más de la sintaxis o modos de decir que de la situación narrada en sí misma. Como en las obras anteriores, otra vez esas acotaciones de asombro, onomatopeyas, interjecciones, me han arrancado buenas carcajadas. Hay que acomodarse a esta prosa para poder disfrutarla a plenitud, pero, una vez instalados en ella, el deleite está garantizado.

Lo cautivante del estilo desarrollado por Carlos es que nace de una posición artística. Es decir, que escribe de ese modo porque lo ha elegido expresamente así. Por eso nadie se le parece, y por eso sus posibles sujetos de comparación literaria no habitan este siglo, sino que habría que remontarse a antaño, cuando aún el castellano era un niño difícil y unos pocos valientes comenzaron a zurrarle los cueros para heredárnoslos en todo su esplendor.

La inmensa proliferación de signos suspensivos, por ejemplo, que es ya también una marca de autor, no puede ser interpretada de modo literal, o a la ligera. A una profundidad determinada, ese aparente titubeo y suspensión que remite a lo sobreentendido, lo escindido, o simplemente hacia la nada, no puede atribuirse ya a los personajes, so riesgo de considerarlos tontos o tartamudos (cuando sabemos que es todo lo contrario), de modo que en un flash de repentino entendimiento, nos percatamos de que esa perenne falta de cierre, ese desconfiar de lo terminado, lo pleno o categórico, es más bien un reflejo de lo inconmensurable de la vida misma, de las infinitas posibilidades, opciones y caminos que permanecen abiertos ante todos. Uno privilegia una frase, la escoge, o es escogido por ella, y en esa elección va la condena, la no elección, de otras mil formas válidas. Escribir es escoger, hablar, es escoger, vivir y amar, también.

Gajes del azar es, digámoslo con todas las letras, una historia de amor. Como ven, da clásico por los cuatro costados. Pudiera parecer que, envuelta en su babel, la trama se ralentiza y pasa poca cosa, pero no es tal: hay encuentros, desencuentros, celos, amenazas, berrinches, una explosión que estremece la city, mafiosos cibernéticos y, verbigracia, aparatos de inteligencia artificial que toman, de pronto, conciencia, se enamoran de sus dueños, conspiran, deciden para cambiar destinos,  en una extraña e inquietante cuña surreal que no se espera en una novela de realista y que, a mi juicio, la hace subir un escalón literario al iniciar un giro en el nivel de realidad que nunca termina de cuajar, pero que podría haber cambiado el matiz toda la obra. Por esta vez, fue solo una amenaza. Ya veremos la próxima.

También en Gajes del azar, como ya nos tiene acostumbrados, los personajes resultan delineados con pocos y poderosos trazos. Al autor a veces le basta una oración para ilustrarlo todo y fijarlo en la mente (como es el caso de Timacle, dueño de todo el salero y el tigueraje full dominicano). Santo Domingo, la entrañable ciudad, también respira y se mueve en el libro. Bullía alto, nos dice el narrador,  un organismo vivo —u orgánico—, de luz y tonalida­des claroscuras —maravillosas—, galopando incesan­te hacia la aurora.[1]

Resulta interesante en la obra, y acaso es uno de los motivos que ayuda a titularla, la preminencia en la vida los protagonistas del papel del azar, de la inevitabilidad del destino, de la influencia de los astros, a cuyos designios no pocas veces se abandonan y confían más que en su propia conciencia y volición. Incluso Horace, figura central de la trama, es descrito como “tocado” con algunos esotéricos dones heredados dizque de su madre.  Desde niño mostraba signos, nos cuenta el narrador omnisciente

—o compor­tamientos extraños, dícese— leyendo (wao) la palma de la mano, o augurando el futuro —a PSP, o per­cepción extrasensórea uf—, tal sueños premonitorios u oraculares —que descifraba—, o incluso moviendo objetos (cucharas, o lápices, o canicas rejugadas) con la mente, asombrando a sus congéneres de igual año, y/o hasta a los “de cierta edad” —por no decir ma­yores, que los enerva—, con sus peripecias psíquicas conturbadoras en apariencia ingenuas, tanto…[2]

Y aunque estos supuestos poderes no abandonan un cierto regocijo de chanza, lo cierto es que tienen prominencia en la novela, y no solo como marca folclórica gratuita, dado que Horace se nos convierte, en el mundo virtual, en la red de redes,  en Horus, “ —cual nombre artís­tico—, para sus fans, convirtiéndose en la página de horóscopos trending o tendencia —or most viewed en las redes— por sus tantos aciertos (o conocimien­to de la naturaleza humana, quizás) cuan…” [3]

Gajes del azar también está llena de música, de olores y sabores, que a veces casi atacan de tan nítidos, y a veces se escabullen a segundos planos, pero sin abandonarnos del todo. La música, en especial, tiene siempre una fuerte presencia en lo que llevamos leído de Carlos Vicioso, y es por partida doble, porque hablamos de notas y compases, literales, con fragmentos inclusos de canciones, pero también del ritmo de una prosa que concatena extrañas resonancias y parece imbricarse y completar lo que suena y resuena por todos lados.

El tema de los vocablos en inglés (profusos), y otros idiomas, es punto aparte. No son espanglish, ni pendantería, sino también juego y sandunga palabrera, guiño retórico y power postmoderno. Y de pronto, en media de la barahúnda babélica, aparecen unas descripciones sucintas, impecables, como toques muy leves de un pincel o un flashazo instantáneo, que sirven para tomar un aire o exhalar un suspiro. Oigamos una:  “La mar lucía apacible. Una luna radiante asomaba, desdibujando las copas de los almendros silvestres que saturaban la costa, y uno que otro velero, desperdigado, surcaba las olas blancas, grácil…”.[4]

Esta novela, a pesar de su regusto clásico en la forma, de una pulida voluntad artística arcaizante, es una obra plenamente actual, incluso, situada en la realidad postpandemia, de modo que una u otra noticia del Covid-19, terrorífico, aparece remeciendo la trama, describiendo los traumas y la irritación del largo encierro, e incluso, las implicaciones para la industria del turismo en la República de esa demoledora realidad que cortó en dos el silgo y que aún nos afecta. También, la trama está al día en la descripción del casi absoluto protagonismo de las redes sociales y el mundo virtual en general en la vida moderna, una realidad otra, no siempre halagüeña, que impone modos, quehaceres, especializaciones y vocablos que nos inundan, sobre todo, la aplastante invasión de esos inteligentes aparatos, cachivaches de civilización, que empiezan a soñar con suplantarnos del todo.

Quiero concluir estas líneas con las palabras de contracubierta que escribí para la novela y que ya la acompañan por el mundo en un recorrido que, en tanto arte y fiesta de palabras, esperemos se oponga precisamente al amor programado, envasado, de inteligencia artificial, si no con éxito, por lo menos con valentía y honor.

Un amor por el lenguaje, así, que se enrosca como una delicada espiral, y asciende solo para caer y besar con fervor su punto de partida, es del tipo de amor que profesa el autor de este libro por su idioma natal; uno que alcanza la hombradía de hacer potables en el español nuestro, giros y formas clásicas que se abrazan, sonrientes, con términos nacidos de lo castizo y de lo popular, de las redes sociales y el universo digital: minimalistas, hilarantes, magníficos… En paralelo, pero siempre al servicio de la forma, de su original modo, disfrutamos también de amores y conflictos, de aplicaciones “inteligentes” que ocupan cotos demasiado inquietantes en el mundo de hoy, de los giros del fatum, del que no pueden librarse ni los dioses, que une y desune; de las cósmicas fuerzas, astrales, terrenales, volitivas, que nos impelen y nos hacen amar, odiar y perdonar, en el inmensurable caos de nuestras vidas. Gajes y azares, concurrencias, techno lingüística, pop-rock y un happy happy end, a puro corazón… Un amor así, ineludible, vencedor, de trillizos; un amor de novelas, como el de esta novela. [5]

 

[1] Carlos Vicioso, Gajes del azar, Río de Oro Editores, Santo Domingo, 2022, p. 9.

[2] Ob. cit. 18.

[3] Ob. cit. p. 20.

[4] p. 82.

[5] Rafael J. Rodríguez, nota de contracubierta Gajes del azar.