(A Soraya Lara, devota de Frida)

La práctica del arte, o de una técnica artística determinada, a menudo, ha servido como mecanismo de resistencia o vía de resiliencia para muchas personas que, de no haber existido estas expresiones de la imaginación y la creación, habrían sucumbido al suicidio o habrían sido confinadas al anonimato. Frida Kahlo ha pasado a la historia del arte contemporáneo universal como un símbolo y un icono de resistencia a su tragedia personal, gracias a que dedicó su vida a pintar –y a pintarse. Su vida, por tanto, es extraordinaria y ejemplar, y por ende, representa una revolución en la relación arte y vida, personalidad y obra. Sus cuadros encarnan una odisea del dolor: tuvo el coraje y la visión de capitalizar su desdicha personal, y hacer del tiempo vital, un oficio del arte de pintar. Su escandalosa vida sexual y personal está vinculada a las razones que acompañan la fama y trascendencia de su obra pictórica. Si antes Frida era conocida como la esposa de Diego, en los últimos años, ha sido Diego quien ha pasado a ser el marido de Frida. Sin embargo, Diego tenía más formación académica como artista, y más oficio. Y su obra fue más diversa, en temas y técnicas, y por tanto, más universal y vasta; en cambio, la de Frida, determinada por un exceso de autocompasión (que le restó originalidad), por la monotonía, la truculencia, la ingenuidad de lo naive, y el primitivismo de sus composiciones, y al ser más personal o autobiográfica, fue más intensa, y acaso más auténtica, lo cual la ha hecho más conmovedora y emotiva, su obra, para los espectadores y el público femenino. Frida ha tenido una súbita transformación, desde el punto de vista de la valoración del público y de la crítica, lo que ha hecho que alcance un inusitado y unánime prestigio, y más cotización en las subastas, en los últimos años.

Frida Kahlo pintando a su padre.

A medio camino entre las vanguardias y el costumbrismo, la modernidad y el pintoresquismo de la tradición pictórica mexicana y prehispánica, la obra de Frida Kalho sobresale por su colorido, autenticidad y fuerza psicológica. Esta artista constituye una figura seductora, un icono del feminismo y su lucha emancipadora, y un símbolo del arte como terapia y cura del dolor y de las tragedias existenciales del ser humano. Resulta curioso y de alta dignidad que, pese a sus limitaciones físicas, que la vida le deparó, esta artista fue capaz de crear una obra pictórica sólida, sin faltar a la fantasía, al humor y a la auto-ironía. Y en la que apela a la introspección psicológica y a la exploración de su drama ontológico, para crear una obra pictórica que es, a la vez, testimonio estremecedor y testamento visual de sus sufrimientos, manías, anhelos, deseos, represiones, rabias, ansiedades, neurosis  y angustias.

Vida y obra pictórica, en ella, representan una revolución, una odisea trágica, cuya mitología la catapultó, desgraciadamente, al epicentro de los polos del mundo del arte, convirtiendo sus cuadros, en el circuito de los más cotizados del mundo, y a ella, en la pintora del mundo hispano más universal. Pese a todas sus vicisitudes y tragedias corporales, Frida amó la vida, se aferró a ella, gracias a la pintura, a sus convicciones ideológicas, a su conciencia social y a su concepción de la vida, haciendo que su dolor se convirtiera en mecanismo de creación, potencia imaginativa y excusa, que le dieron más energía, impulso y motivación. Es decir, para vivir pintando, y haciendo de la pintura, una catarsis para aliviar su tragedia existencial y física.

Se casó, divorcio y se volvió a casar con el amor de su vida, Diego Rivera, sin olvidar sus relaciones extramaritales con mujeres y hombres, y a la relación de Diego con su hermana menor, Cristina, acaso la infidelidad que más le afectó psíquicamente. Más allá de sus padecimientos, de sus infortunios, de su cuerpo destrozado por 32 operaciones, ser paciente de poliomielitis (que le atrofió una de las dos piernas), y de nacer con un espina bífida, su voluntad de acero y deseo de vivir, le permitieron hacer una pródiga carrera como pintora. Vivió apenas 47 años (hay un Club de escritores que murieron aproximadamente a los 47 años: Camus, Baudelaire, Pessoa, Orwell y Kerouac), pero Frida los vivió intensamente, hasta la última gota de aire. Bebió hasta las heces los tragos amargos, ácidos, y también dulces, de la vida, y logró convertirlos, en materia y sustancia para su obra creativa. Su pintura hechiza y espanta; sus imágenes, estremecen y conmueven. Su obra es esencialmente autobiográfica, y de ahí que haya transformado el drama físico de su vida, en atroces composiciones pictóricas, que reflejan su estado anímico. (“Me retrato a mí misma porque paso mucho tiempo sola y porque soy el motivo que mejor conozco”, afirmó). Por tanto, su creación plástica la convierte en exorcismo (exorcizó el dolor), y como una vía para liberarse de sus fantasmas, que plasmó en sus lienzos. Percibimos imágenes desgarradoras, escenas escatológicas que retratan –o autorretratan—sus imprecaciones a la vida, y que reflejan a un ser desdichado y martirizado por sus demonios interiores. Su obra es, a la vez, un grito y un susurro, que reclama silencio o compasión. Algunos cuadros son truculentos y otros provocadores; otros son procaces e incluso lindan con lo vulgar o lo kitsch. Esto así, quizás, por la violencia que encierran y el simbolismo descarnado que contienen. Su pintura, en esencia, sobrecoge, acaso por la estética de la crueldad y por el horror que entrañan. Lo bello y lo sublime están ausentes, y, en cambio, sus correlatos más visibles, podrían ser lo patético y lo trágico. Sus cuadros recuerdan a los de Edward Munch, Goya, Kokoschka, Egon Schiele o Francis Bacon, a esas pinturas expresionistas que encarnan el horror, el asco, la deformación y lo abyecto, y que retratan a seres angustiados, inmolados, supliciados y atribulados, o que se devoran, contraen o auto-aniquilan. Con sus cuadros, Frida Kalho toca en el espectador, sus fibras más sensibles, provocando la compasión y la solidaridad, por su dolor y sufrimiento –o haciendo del dolor, belleza y verdad. Del interior de sus lienzos podemos oír sus quejidos, sus aullidos, y aun, los latidos de su corazón atormentado. Se gastó su breve vida pintando: pintó no para vivir, sino que vivió para pintar, de modo que el oficio de pintora fue un sucedáneo para disipar las penas de su mundo y los ecos de sus dolores. Pintar le sirvió para sobrevivir, y para salir del abismo de la desdicha y del pozo sin fondo de la angustia, que le dejó como secuela su enfermedad congénita y su fatal accidente, que marcó para siempre su frágil y núbil cuerpo, pero que no afectaron su mente ni su talento creador.

Diego Rivera y Frida Kahlo.

En la pintura de Frida Kahlo se aprecian su mexicanidad y su nacionalismo. La influencia de los grabados y dibujos de José Guadalupe Posadas fue vital en la conformación de su imaginario sobre la cultura popular de México y su esencia antropológica, desde la perspectiva de la ironía y el humor sobre la fiesta y la muerte. En la cultura mexicana, la muerte es también vida y renacimiento, y de ahí que en el autorretrato, Pensando en la muerte (1943), vemos a Frida con una calavera en su frente, pero rodeada de ramas y plantas verdes, como símbolos de vida. Hacia 1939, el Louvre adquirió el cuadro Autorretrato (1938), convirtiéndose en la primera pintura de un artista mexicano en formar parte de la colección de este prestigioso museo (está en el Museo Pompidou). En 1932, fue internada para un aborto en el hospital Henry Ford de Detroit, que la motivó a pintar el cuadro, La cama volando, en la que aparece desnuda sobre una cama, y sobre ella, los símbolos de un caracol, un feto, un tornillo y debajo, su pelvis, un tornillo y una flor. De la misma serie, de 1932, es el cuadro, Mi nacimiento, donde aparece en una cama, naciendo de la vagina de su madre, y sobre la cama, el retrato de su progenitora. De las pinturas más estremecedoras es Unos cuantos piqueticos (1935), una obra que es el retrato de una mujer desnuda, desangrada en una cama, contemplada por Diego. Se trata de una mujer que fue asesinada por celos, y la frase que le da título al cuadro corresponde a su victimario. Se dice que es una alegoría a la situación que vivía Frida, a raíz de una relación oculta que sostenía Diego con su hermana Cristina.

Frida tenía una relación muy tierna con los monos, y de ahí su cuadro, Autorretrato con mono, que en la mitología mexicana, simboliza  la lascivia, y que es el patrón de la danza. Los monos aparecen en otros de sus cuadros, como Autorretrato con monos (1943); eran sus mascotas, los animales que le daban ternura y protección, y que acaso le servían como suplantación a la falta de amor y afecto de Diego. Los monos representan, en su imaginario, el bestiario fantástico de su zoológico personal. Flora y fauna –monos, pericos, cactus, plantas selváticas, ciervos, papagayos o perros Itzcuintli—conforman su jardín doméstico y botánico, y su zoológico privado, que usaba para domesticar su soledad. Uno de los cuadros más terribles es Mi nana y yo o Yo mamando (1937), en que se autorretrata, alimentándose del seno de su nodriza enmascarada, de color negro y monstruosa, y donde Frida se ve con rostro inexpresivo. Así pues, su obra pictórica está llena de simbolismos de su vida, que caracterizan su lenguaje visual, de tonos fantásticos y vetas surrealistas o hiperrealistas. En Las dos Fridas (1939), aparecen –tras su divorcio con Diego–, una Frida con corazón escindido y la otra con el corazón desnudo, y ambos unidos por una arteria: una Frida con vestido típico mexicano y la otra con vestido europeo, su alter ego. Este cuadro corresponde a su etapa de crisis matrimonial y de separación, y de ahí la doble personalidad que la atravesada. Diego ejercía en Frida una obsesión: era un amor tóxico, que representaba un pensamiento y que era el centro de su vida (el villano y el verdugo, dirían sus defensoras). Así vemos su cuadro, Diego en mi pensamiento o Pensando en Diego o Autorretrato con Tehuana (1943), en el que la efigie de Diego está en su frente, mientras ella está con un traje de tehuana, un vestido típico de México. Además de monos (era extraño, pero nunca hay perros ni gatos como mascotas), Frida tenía pericos como mascotas, y de ahí el autorretrato, Yo y mis pericos (1941), correspondiente a su relación amorosa con el fotógrafo Nickolas Murray. Los pericos, que provienen de la mitología hindú, representan al dios del amor Kama, y son símbolos eróticos. Al final de su vida, Frida pintó el cuadro La columna rota (1944), una emblemática pintura en la que aparece su cuerpo saturado de clavos y con un corsé con forma de columna jónica, también rota, que simboliza la metáfora de su dolor.  Otro símbolo animalístico de su obra es el venado, como el que vemos en su cuadro El venado herido o El venadito o Soy un pobre venado (1946), una especie de animal mitológico con cuerpo de venado y con su cabeza, atravesado por flechas –que nos recuerda a la Leona herida, un altorrelieve de la cultura asiria–, y que pintó cuando salió de una operación en NY, cuando creía que se curaría. Semeja a un ser mitológico, y nos recuerda la sirena o el centauro: mitad persona y mitad animal.

Atorretrato con traje de terciopelo. 1926. Óleo sobre sobre lienzo.

En el mundo visual de Frida, la naturaleza, con sus plantas exóticas, representa la sexualidad y la reproducción, en que los frutos simbolizan los órganos sexuales del hombre y la mujer: el sol, el feto y la flor como símbolos sexuales.

Frida se creía esposa y madre de Diego, y así lo representa (nunca la hija, siempre la madre protectora y tierna, pese a que Diego era 21 años mayor que ella). Además, proliferan en su mundo pictórico, algunos símbolos de la mitología prehispánica mexicana, donde figura la diosa de la tierra, Cihuacoatl o el perro Itzcuintli, que representa al guardián del mundo, y que era una de sus mascotas imaginarias. Otro cuadro patético es Autorretrato con el retrato del Dr. Farill (1951), en que aparece en silla de ruedas, en homenaje al doctor que la operó, como si fuera su santo salvador, y donde ella figura con su paleta con forma de corazón.

Pese a su deriva autoritaria en el poder y al dogmatismo en que desembocó el marxismo, como corriente filosófica e ideológica, Frida Kahlo vivió su mediodía y su furor. Fue, como se sabe, comunista y estalinista (igual que Diego, aunque renunció al Partido Comunista, en solidaridad, cuando Diego fue expulsado), y de ahí que creyó en Marx, Engels, Mao, Lenin y Stalin como sus dioses, y a quienes tenía en un altar sobre su cama. En 1954, pintó el cuadro El marxismo dará salud a los enfermos, en que revela su concepción política. Esta ideología utópica sirvió de sucedáneo a su dolor y a su drama existencial, y por eso fueron sus “muletas”, tal y como se pinta: con muletas, rodeada de una paloma, el globo terráqueo y una efigie de Marx. Similar alegoría posee el cuadro Autorretrato con Stalin o Frida y Stalin (1954), en el que el tirano representa un santo o un dios salvador.

El 2 de julio de 1954, Frida, en silla de ruedas, asiste a una manifestación contra el derrocamiento del gobierno de Jacobo Arbenz, de Guatemala, y pese a que sus médicos le prohibieron hacerlo. Esta temeridad fue acaso la causa de que muriera diez días después, se cree. Quizás fueron su voluntad y su deseo: morir desafiando su salud y su precaria vida, es decir, morir luchando por sus ideales y su militancia. La foto en blanco y negro, de 1950, en el hospital ABC de México –donde se pasó nueve meses, tras sus múltiples operaciones en su pierna y su columna, postrada en su cama,  en la que trabajaba cinco horas al días pintando, y donde se le instaló un caballete que le permitía trabajar recostada –quizás constituya su fotografía más conmovedora y tierna. En esta foto, Frida– con aretes, dos pulseras, un anillo en cada dedo de la mano izquierda, y en la sábana blanca, el símbolo de la hoz y el martillo del comunismo –recibe un tierno y efusivo beso de Diego, vestido de negro. Esta imagen contiene una elocuente carga de santidad, y habla más que mil palabras.