Uno
Mi madre y este libro
Sí, asumo este libro en su integridad, me toca el corazón y la memoria. Lo asumo, me traslada a la infancia, a mi madre, ella es historia personal como este animal que la acompañó por tantos trechos de su vida en doble dirección: como marchanta y como rezadora de moribundos, labores que realizó a lomo de una burra y a ritmo de pasos.
Mi mamá fue una de esas marchantes, oficio, trabajo, en la que dejó una buena parte de su existencia. Doce hijos exigieron el sacrificio. Levantó la familia, hizo que cada uno de nosotros fueran a la escuela desde bien temprano. Lectora de la Biblia y de misales, aún conservo el último con el que despidió a tantas personas. Me lo dejó como herencia, y en mis manos ya tiene historia.
Esta nota, que bien puede parecer desvío del asunto que nos trae aquí y ahora, la celebración del honroso, hermoso y bien significativo libro, en su segunda edición, Filosofía del hombre burro de Julio César Castaños Guzmán, constituye una forma de conectarme inmediatamente con el libro, y creo que esta reacción la experimentan muchas personas al tocarlo. Mi madre me condujo a él desde que cayó en mis manos, despertó el interés inicial y me llevó a leerlo con fervor, en su primera edición, y a escribir un breve texto que publicamos en Isla Abierta. Lo que ahora soy está íntimamente ligado a este animal, marcado por la más alta dignidad. Y es que oía bien temprano en la mañana a mi madre aparejar al animal, echar las árganas, poner en ellas los productos que vendería a ciertas familias, sus clientes (1), y con el dinero de esas ventas, comprar cuadernos, lápices, libros de cada curso, porque aquel reguero de hijos, alcazaba para cubrir todos los cursos, y más. Guardaba esos utensilios para cuando comenzara las clases. Así la vi, año tras años, años tras años, como si su vida fuera únicamente esa misión, y luego, ya final, abrir cada mañana la iglesia de las Carmelitas, lo que aún permanece cerca de Pontezuela. Este que ahora soy, en forma amplia, la debo a esa actitud de mamá y a ese burro, compañero de tantos años y trajines. Por ello, desde la primera edición, que leí con absoluto deleite, y nostalgia, igualmente, regresaron las imágenes de mamá y la de la burra. Y esa misma experiencia se vuelve a repetir con esta nueva edición que celebramos ahora.
Dos
La dominicanidad a lomo de burro
Este libro me remite a Rubén Darío, al poema Yo soy aquel que ayer no más decía, pórtico de ese inmenso poemario, Cantos de vidas y esperanza en el que, en un perfecto fluir de conciencia, pasa el poeta registro a su vida. De él, reproduzco estos versos:
Con toda ansia, todo ardor,
sensación pura y vigor natural
y sin falsía y sin comedia
y sin literatura…
si hay un alma sincera,
esa es la mía
Y sin literatura, el Doctor Castaños Guzmán, subraya:
Creo que nuestra dominicanidad se ha forjado montado en burro; ellos son nuestros pegasos y unicornios. Las alas son de pava de marchanta y el cuerno es de andullo de tabaco.
Para que la nación dominicana se vea a sí misma bastaría que los maestros leyeran con mucha fe a nuestros niños el Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, y así estos al volver los ojos a los pollinos…se darían cuenta de que cualquier saleo es pequeño, peludo, suave.
Así, sin afeites, sin retórica, puro decir puro, el escritor Castaños Guzmán asume con total legitimidad la historia nuestra, la historia familiar y sobre todo la intrahistoria, la suya, con este ángulo, la del país. Es uno de los dones, de los tantos, que se advierte en este testimonio humano, propio de los de alma diáfana. Asumir, sin respingo y reparo lo que somos, y más aún, lo que fuimos en el transcurrir. De tierra adentro, sí, de caminos sinuosos y pedregosos, de ranchos y sabanas, de aldeas y villorrios, de eso se formó este pueblo, y del asno, igualmente.
Y bien asentado deja Castaños Guzmán, al insertar integro uno de los poemas que, con el más alto grado de expresividad, se ha escrito en el país, nos referimos a Canción suave a los burros de mi pueblo de Don Héctor Incháustegui Cabral. Pertenece a Poema de una sola angustia, publicado en 1940, su primer y definitivo libro, en el encontramos otro poema singular en cuanto a la conformación verdadera de la morfología nuestra, La muchacha del camino. Y este asno asume a todos los asnos de la República y, nos pone ante nuestros ojos, un drama también fundador:
Asno de San José y del carbonero,
triste vehículo que liga al pobre diablo
y al ricachón ufano,
que llevas todas las mañanas trotandito
el agrio sudor del campesino
tornado frutas olorosas
pardas yucas, verde plátano,
pepino del silvestre
y la hoja gentil y complicada
de los cilantros grandes y pequeños.
Es así el caminar del burro, asno, jumento, rucio, pollino desde bien temprano, de mañana, con la fresca, hombre y mujer y animal en un fluir común y solidario. Imágenes en el corazón del aquel jumento cargando al hombre o la mujer en su lomo, o los tres: el asno en el centro y el hombre a un lado, la mujer en el otro, juntos los tres en mismo caminar. Imágenes socorridas, guardadas todavía en lienzos de Yoryi Morel, como aquellas que recoge tres mujeres con sombrillas en manos encima del animal luchando con la pertinaz y tupida lluvia blanca. Era la historia que construía, era, en gran medida, la medida de lo que éramos y aún somos: tristes vehículo que liga al pobre diablo/ y al ricachón ufano. Así, este animal recorrió los mismos caminos y la misma suerte en la construcción de lo que hoy somos, bien o mal, quién sabe, muy poco advirtieron, y aun hoy, lo que sí este libro, de Castaños Guzmán, hace, con majestad y propiedad.
Tres
El libro: su estructura
De la primera edición a esta, según mi juicio: la estructura se mantiene, un libro, de un comportamiento muy singular, muy propio, se define por su indefinición en cuanto a los géneros literarios; ni este, ni el otro, ensayo, narración, reflexiones, historia, poesía. Creo que hay una mixtura, hay todo de ellos, en igual proporción. En estricto sentido se asienta en una aspiración de lo sincrónico: ser singular en una estructura argamasada en una fluidez expresiva.
Conserva la misma temática general con que arranca la primera edición: el burro y la biblia, en la tradición oral, en El Quijote, Los burros de Goya, los burros de Esopo, Los come burros, y más. Dentro de los nuevos, nos referimos a la primera edición, además de los matices temáticos, subrayo el siguiente agregado, insólito, inesperado: la venta de burros dominicanos a Grecia, reproduzco a Castaños Guzmán:
Muchos años de que sospecháramos siquiera de las bondades del Acuerdo de Lomé IV, y de la posibilidad de que nuestro mango se comiera en Francia, exportamos burros a Grecia.
En lo que fue una operación jumenil monumental, en la que intervino un enviado del presidente norteamericano Harry S. Truman, Grecia nos compró cinco mil burros y mulos después de que terminó la Segunda Guerra Mundial, los cuales fueron embarcados por el puerto de Barahona…
Cuatro
Dones expresivos
Ahora, me detengo en lo que debía ser lo primero, hacernos una pregunta y procurar la respuesta justa. Y esta es la pregunta y la contestación también: ¿por qué leemos este libro y lo guardamos en memoria y corazón? Y la respuesta es esta: porque Es.
Y algo más: todos cargamos, de una u otra manera, con decires, historias, sucesos, leyendas, experiencias múltiples: somos biografías, sumas de experiencias experimentadas directamente unas, otras por la voz de los otros. De modo que, siendo biografías, tenemos que decir, que contar, que tejer, que escribir. Y esa realidad, verdad, como la lengua, que nos pertenece a todos por igual, tenemos el mismo poder de tejer historias mediante el instrumento común: la lengua. Ahora, la forma de usarla nos singulariza, nos da el sello, pues en ella descansa el acto expresivo, el acto poético; la nueva realidad como es este libro, una nueva realidad, que se suma a la realidad mayor.
Es en el decir donde se decide la gracia o desgracia de esos decires, los asuntos. Es en la forma, en el ropaje es donde cobran vidas nuevas las experiencias, lo biográfico.
Y toda esta disquisición viene a cuenta para caer en la bondad general de Filosofía del hombre burro. Y como se muestra esta forma que da forma a este libro, varios son los soportes. Nos detenemos en estos: la adjetivación, la oralidad y el léxico. La adjetivación proviene, sin esquivo, del que se crio leyendo clásicos: “A los muertos buenos, luto amago”. Dos adjetivos, buenos y luto. Ahí rencontramos una conciencia del decir y del escribir justo, justo en el sentido de buscar la expresión distinta partiendo de las ya existentes, las que usamos ordinariamente, porque tanto buenos como amargo vienen con nosotros desde las primeras palabras conocidas en el oír diario y en la escuela primera, pero la forma de ponerlas en el justo momento del decir y en el justo espacio en la línea crea la modificación del uso y con ello, el efecto expresivo. Y así, el comportamiento; una palabra, después la otra, como se escribe hasta el sol de hoy, y en ir una a una, el encanto que conduce al asentimiento del otro por la verosimilitud que se construye. Y es lo que acontece en Filosofía del hombre burro.
Y otro atributo de este libro que quiero subrayar es la presencia abrazadora de la oralidad. Es esencial este procedimiento en las páginas que lo integran, indispensable en todo texto narrativo bueno. La oralidad se inicia con la misma literatura cuando dos personas en un largo viaje comenzaron a contarse historias para que el camino se le hiciera más llevadero, ligero, fácil, y ahí mismo surge el decir, la literatura en sí, la oralidad necesaria que, en unas palabras, consiste en extender lo que se le ha dado, la historia del otro pasar la al otro que es uno mismo, empujar la historia y en ese empujar añadir lo que es de uno, la pertenecía, desde luego esa pertenecía se diluye en las mismas historias, resolviendo todo en un decir que no es de nadie sino del todos. Por ello aparecen como impulsadores estas expresiones: me contaron, dicen, me dijeron, cuentan, refieren, legaron, amparado por, narran, sucedió, era una vez, por allá, por aquellos tiempos, dicen uno de ellos. Y nuestro escritor, Julio Cesar Castaños Guzmán, en este libro justifica su presencia, pues la forma como lo aplica constituye uno de su más alto atributo.
El lenguaje cronicoso que nos remite a Pedro Henrique Ureña, a El español en Santo Domingo, léxico que se mueve a ras de suelo, acopiando palabras de lo muy antiguo, arcaísmo, y del mismo transcurrir, manteniendo siempre un apego al natural decir que barrunta lo ordinario, los nimios y lo común, el espacio donde impera la intrahistoria, esto es, andar con Miguel de Unamuno.
Redondeo esta nota, transfiriendo estas palabras, que hago mías, del escritor Castaños Guzmán:
Avanzamos a rebencazos y molidos por los pasos con que el jinete del destino nos gobierna implacable, cabalgando a lomo de nuestra propia tozudez, quebrándonos la natural inclinación del instinto. Superando a las fuerzas los propios deseos de la carne, desviando la querencia animal que nos conduce a torcer por la vereda de la primaria complacencia, conduciéndonos con un determinismo asombroso hacia posturas insospechadas, porque,” la hierba que está para un burro, los otros no se la comen”.
Nota 1.
En la entrada de Santiago de los Caballeros se levantó una placita en homenaje a las marchantas: indispensables mujeres para que la vida fuera, la colectiva y la individual. La plaza de las marchantas. Mamá participó directamente en un sistema o forma de llevar los productores que se producían en los conucos hasta la cocinas de muchas familias de la cuidad: como la familia don Antonio Guzmán, familia de Salvador Jorge Blanco, familia E. León Jimenes, familia los Sued, concretando así los versos de Don Héctor Incháustegui Cabral que se reproducen en este libro: ……triste vehículo que liga al pobre diablo/y al ricachón ufano. ¿Cómo funcionaba este sistema o forma de distribución? Veamos: desde los conucos de Licey al Medio, Barranca, Moca, Canca la Piedra, Tamboril, Puñal, bajaban los parriberos con los frutos que recogían en los conucos y llegaban a la casa de mamá a las cuatro o cinco de la mañana, casa que operaba como centro de acopio, única casa que tenía agua potable, un regalo de Fello Vidal Torres, compadre de mi madre, que desde su casa en Pontezuela construyó una tubería hasta la misma casa de mamá, llave, como se le decía, que hizo pública. Y esas mercancías ella las repartía entre las marchantas que partían hacia la ciudad a venderlas. Esta era una operación que se realizaba todos los días, menos los domingos: día que esas mujeres se iban con burros y burras a la iglesia de La Altagracia para agradecer a Dios. Este sistema o forma, bien lo llegó a conocer Trujillo, tanto así, que un día llegó a la casa, ubicada en el Limonal, carretera Duarte, una ambulancia negra del Ejército con un regalo de Trujillo para mi mamá; una máquina de coser Sínger.