María la noche”, novela de la costarricense Ana Cristina Rossi (nacida en 1952), se publicó en 1985 y fue traducida al francés, pero no tuvo la repercusión que merecía. Hubo que esperar a 2007 para que fuese leída y comentada por especialistas que valorasen sus aportes, como la construcción de un ‘yo’ femenino que intenta afianzarse, paradójicamente, en tanto carencia y desposesión.

La obra nos instala en el Londres de los años ochenta, en un ambiente universitario de burgueses latinoamericanos que reparten el tiempo entre estudio, bohemia y amor. En una atmósfera cosmopolita y culta, unos y otras enfrentan sus fantasmas. Ellas desmontan estrategias masculinas de seducción, complejos, prejuicios, ideología y conocimientos adquiridos; ávidas de experiencias, se plantean la necesidad de escribir sobre sus ansias y carencias. Tal como se percibe socialmente, el impulso hacia afuera de lo femenino no cuenta con la aprobación desde la norma, pues a las mujeres no se les permite, sin censura, perderse en aventuras de las que quisieran regresar como Ulises a su Ítaca. Como a través de un caleidoscopio, entre laberintos y acertijos, las mujeres atraen al hombre, lo llevan a su propio terreno, pero escapan cuando se ven sometidas a rígido esquema mental masculino.

Antonio, un estudiante español, comparte piso con un burgués latinoamericano, que pretende sumar a su currículo el prestigio de un título de doctor por una universidad inglesa. La protagonista, Mariestela, también latinoamericana, le demostrará a Antonio lo mucho que ignora de las mujeres. Un reto para él emprender el camino hacia la mujer que levanta una barrera de antiguas heridas.

Entre distintos puntos de vista y varios relatos o discurrir de la conciencia, se despliegan recuerdos borrosos, imágenes no asimiladas por la mentalidad androcéntrica. De ahí la imposibilidad del encuentro amoroso y la frustración que ocasiona. Como en un juego de espejos, cada uno construye la imagen del otro desde el no saber: la mujer se mira en los ojos de otra; el hombre, desconcertado, no encuentra su lugar. Las mil caras femeninas se expresan en los recuerdos de un yo narrativo que se desdobla en Mariaestela, en Octavia, o en otras, y se remonta a los años de iniciación donde se rescata la presencia femenina de una Sofía dominante. Ésta encarna la vitalidad contra el ensimismamiento que provocan los libros; la acción más que la contemplación; el erotismo como liberación del ser femenino. Pero vitalidad, acción, erotismo se conciben como atributos de poder tradicionalmente considerados propios de la condición masculina.

No se trata en la novela, escrita desde un ‘yo’ femenino de mil rostros (medusa fatídica, digámoslo así), de un encuentro amoroso, sino de una batalla en la que se combate por una nueva moral, por una apertura contra los límites que mutilan a la persona. El yo narrativo busca romper la sintaxis, deconstruir lo masculino y lo femenino, despojarse de teorías políticas y económicas, de un saber occidental que reverencian los hombres de éxito cuya meta es formarse en centros europeos.

Mariestela, latinoamericana, es una criatura mineral, vegetal, o materia original. Antonio es un “espécimen celtíbero”, directo, sin matices, a quien se retiene o se rechaza, y, descolocado, éste debe aceptar a Octavia, cuando desea a Mariestela.

Con un paréntesis en Londres, la novela es un viaje de ida y vuelta desde Limón, en Costa Rica, tierra de lluvias torrenciales, eternas inundaciones, desgarros y heridas que no cicatrizan. Tiempo e historia enfrentados a la eternidad, donde no queda memoria de batallas o de luchas de poder. ¿Es la naturaleza americana enfrentada a la cultura impuesta por Europa? ¿Quizás lo femenino se representa aquí, como una mujer saturnal, en la alegoría de una madre que devora a sus hijos?

Consuelo Triviño Anzola en Acento.com.do

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