En Introducción a la vida cotidiana, Pilar Gonzalbo Aizpuru (1935-2024) define lo cotidiano como los actos espontáneos y rutinarios de la vida de los pueblos obviados por la historiografía tradicional. Entre estos actos figuran los sujetos a fechas u horarios de contenido religioso, académico, laboral, recreativo, alimenticio, aseo, vestimentas y otros. Al darse en espacios como la familia, la escuela y el trabajo, lo cotidiano es común, sino a toda, a una parte importante de la colectividad. Por sus nexos con la historia social se infiere que el día a día “se vive, se aprende, se piensa y se juzga por incluir un componente moral.” Vale indicar, además, que lo cotidiano cambia al pasar de un espacio a otro, por demanda social y por influencias externas. El rechazo a estos cambios e influencias en ciertas esferas sociales se define como resistencia o rezago cultural.
A partir de esta reflexión de Gonzalbo Aizpuru, historiadora española, me permito identificar algunas características de la vida cotidiana de Santo Domingo acompañadas de las iniciativas de cambio contempladas por el gobernador Carlos Urrutia. A su llegada en mayo de 1813, el día a día de la ciudad consistía en la puesta en práctica de los valores culturales del dominio español consolidados a partir de 1730. Alarmado por la informalidad de los niveles de convivencia entre los citadinos, en 1814, Urrutia intentó ordenar la vida urbana con un conjunto de normas registradas en lo que se conoce como “Bando de buen Gobierno,” documento referido en 1946 por Troncoso de la Concha en Narraciones Dominicanas, y por María Ugarte en sus Estampas coloniales.
En el Bando referido se identifican temas cotidianos como el aseo, la salud, la educación, la diversión, los juegos y la religión. En el primer aspecto, era común tirar la basura, las aguas hediondas y animales muertos en las calles y plazas; se mataban animales en la casa, no en los mataderos; el entorno de las viviendas lucía abandonado; las calles eran dañadas con la abertura de zanjas y hoyos; se abusaba del corte de los árboles frutales y se conocía el desvío de los caños para el aprovechamiento del agua lluvia. Mientras que la salud se veía afectada por la venta de alimentos dañados, la venta de medicamentos y sustancias venenosas sin autorización, y por la falta de médicos. Reflejo de la crisis general que afectaba la ciudad, se veían niños pedigüeños en las calles y jóvenes que por no tener oficios ni trabajos se integraban desde temprano a la mala práctica del juego de gallos. En ambos casos, se ordenó a los alcaldes y curas recoger los niños de las calles y ayudar a los padres para que velaran por su protección.
Las fiestas y bailes en las calles y plazas públicas debían contar con la autorización de la gobernación, y las hogareñas eran permitidas al acercarse los días festivos oficiales, en tiempo de pascua u otras tradiciones. Debían programarse hasta la una de la madrugada y su organizador era responsable de la tranquilidad del vecino. No se permitía la instalación de cantinas en los barrios en tiempos de fiesta, ni la música ni las serenatas después de las diez de la noche. Como las fiestas, los juegos también fueron objeto de un control estricto en los cafés, confiturías, tabernas, posadas y demás negocios públicos. Otra diversión limitada fue la carrera de caballos en la plaza pública, de gran preferencia los munícipes.
Las esquinas, consideradas “iguales en todos lados" por el salsero puertorriqueño Ismael Miranda, constituían uno de los espacios públicos por excelencia de la vida cotidiana. Eran el punto de encuentro de los jóvenes para comentar el curso de la administración colonial, las noticias y las especulaciones que envolvían a los diferentes actores de la ciudad. Además, eran una especie de aula al aire libre para la captura del pasado reciente mediante el recurso de la oralidad. Urrutia se prohibió pararse en las esquinas por la creencia de que eran peligrosas y, con el paso del tiempo, apunta Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, se les estereotipó como puntos de reunión de gente peligrosa y sin oficio. Por esta creencia fueron asignados serenos en rol de informantes oficiales, sin tomar en cuenta que deformarían su esencia social. Entre las esquinas más concurridas estaba la de los burros, formada por la calle del Caño (Isabel La Católica) y la calle del Truco (Las Mercedes); la esquina de El Caño y la Esperanza (Gral. Gregorio Luperón); la de El Conde con El Tapao (19 de Marzo), conocida como al esquina del Navarijo; y la esquina del Hospital, formada las calles del Correo, del Guarda Mayor (Luperón con Hostos).
Con estas y otras normas, Urrutia procuraba el buen vivir de la ciudad, lo cual no fue posible por la grave crisis que afectaba a Santo Domingo. Como munícipes, hoy seguimos aspirando casi lo mismo, ¿por qué?