Lo que entendemos por experiencia del debilitamiento, en el campo de la política y la ética, tiene mucho que ver con denunciar la inconsistencia de un fundamento absoluto en forma de una ley, que pretende revelarse como una estructura estable. Y que, en nombre de ella, justifica el ejercicio de acciones violentas guiadas, además, por el “argumento” de la fuerza.
Pero la experiencia del debilitamiento es también “conciencia límite”. Ella representa al mundo, no como algo dado de forma natural, sino que se instituye e inventa a partir de una donación de sentido que la tradición cultural ayuda a construir. Esta experiencia nos conduce a pensar en el espacio de la precariedad de la vida y en aquellas situaciones donde la condición humana se revela como lugar de encuentro entre la ética y la vida posible que merece ser vivida.
Y aquí, el punto que entiendo fundamental pero que, hasta ahora, no se le ha prestado debida atención. La ética, en tanto disciplina filosófica y ejercicio de la persona, también se nos presenta como “posibilidad liberadora” que permite desenmascarar ciertos prejuicios y afirmar nuestra “voluntad de sentido”. Esto sin que tengamos que recurrir a la imposición o a la violencia.
Ahora bien, ¿cómo se materializa esa experiencia del debilitamiento a la cual hacíamos referencia y que puede retomarse como práctica ética y ejercicio político? Pues creemos que debe consistir en erigir un proyecto de sociedad decente. Que para nosotros es viable y es uno de los caminos hacia la construcción de una ciudadanía más allá del ideal civilizatorio y tecnológico. Donde se lleve a cabo un verdadero programa de integración a través de la educación. Una educación donde no solo la tecnociencia juega su papel, sino además las artes, las humanidades y todo lo que posibilita una “rehumanización” del individuo a la luz del cambio tecnológico en la cultura y a los nuevos procesos de deshumanización.
Nuestra convicción es que la seducción que en los últimos años ha provocado la ética se debe a que nos hemos dado cuenta de su falta.
Me parece que la vocación ética del pensamiento se ve posibilitada por llevar a cabo ese ejercicio de debilitamiento de la potencia y la angustia que produce el señorío implantado desde la sinrazón. La ética vuelve sobre estas cuestiones. Nos obliga a redefinir nuestros modelos educativos, hoy manipulados por ese efecto bárbaro dejado por el gran enemigo de todos: el neoliberalismo.
Nuestra convicción es que la seducción que en los últimos años ha provocado la ética se debe a que nos hemos dado cuenta de su falta. Por primera vez en mucho tiempo, quizás desde Maquiavelo a Donald Trump, hoy reclamamos una nueva reunificación entre ética y política, ética y derecho, ética y educación. Una especie de nuevo retorno a lo griego y en especial a Aristóteles, para quien la política es impensable sin la ética.
Lo cierto es que, desde la globalización y el giro digital de la cultura, se ofrece la oportunidad de realizar la experiencia del debilitamiento que hemos mencionado al inicio de este artículo. Recordando que ésta se realiza hacia la fuerza, el autoritarismo, la violencia y el desparpajo venenoso del capitalismo crazy.
Quizás la única vía posible para volver a pensar en nosotros mismos sea la ética como manera de reencantar el mundo y entender sus adversidades. De todas formas, el ser humano es un «ser-en-trayecto». Que recorre los límites y las fronteras del mundo. Hace andar las cosas con sus decisiones y sus actos concretos. Un «trayecto» marcado por el paso del sinsentido al sentido y de éste, a la interrogación del enigma de la existencia.