Aunque parezca extraño, es difícil pensar en la precariedad de la vida. Sin embargo, por espinoso que resulte ser, de ella tenemos experiencia cuando nos enfrentamos ante situaciones incómodas que contrarresta nuestra manera de pensar o de actuar.

Pese a que no podemos conceptualizarla de manera específica, lo cierto es que la precariedad es un fenómeno de la cual nadie escapa. Ni rico ni pobre. Ni intelectual o “iletrado”. Ni político o ciudadano común.

La experiencia de la precariedad es un día a día en nuestras sociedades. Sobre todo, cuando éstas carecen de instituciones sólidas que garanticen la decencia y la consolidación de la democracia a través del trato a la ciudadanía y la transparencia en el manejo de sus recursos.

Pero en sociedades de “democracias débiles” cualquier ciudadano puede ser víctima de una estafa, a veces por quienes están llamados a preservar la justicia a través de los mecanismos que corresponden. Los mismos que han sido legitimados por un Estado de derecho.

La experiencia de lo precario atrae, asimismo, otro fenómeno derivado: la «poquedad del ser», que sencillamente consiste en sentirse “poco” en el mundo. Es decir, cuando te asalta el sentimiento de que no eres “suficiente” para responder ante el hecho que te incomoda. Allí reconoces que existe algo que logra imponerse ante ti mismo. Como pasa, por ejemplo, con aquellas situaciones jurídicas amargas, en la que notas que nada depende de ti, si no de otro: de un sistema, de unas normas o leyes que están por encima del individuo y que escapan a tu voluntad, deseos o aspiraciones.

Es ahí cuando se abre la necesidad de dialogar con aquello que te somete para llegar a un acuerdo, que, aunque mínimo, puede ser parte de la solución. ¿Pero qué pasa cuando las partes que están involucradas se niegan a ese diálogo? No nos queda de otra que conformarnos con nuestra situación precaria y es ahí cuando nos damos cuenta de que somos insuficientes ante el mundo, desde un punto de vista del accionar.

Es desde esta experiencia social que propongo reflexionar, a partir de la teoría de Avishai Margalit en su libro La sociedad decente (Barcelona, Paidós: 1996), en torno a la categoría de humillación como resultado de la precariedad. Utilizando esta teoría, lo jurídico debe erigir leyes que puedan enfrentar prácticas comunes en la que colocan a los individuos en estado de humillación y precariedad.

Muchas instituciones del Estado realizan esta práctica. La humillación a la que son sometidos sus ciudadanos es tan grave que reproducen un modelo de enseñanza basado en la violencia, aunque no física sí psicológica. Por esa razón, veo importante el proyecto de ley que prohíbe el castigo físico y humillante en los niños porque esto ayudaría a forjar una sociedad menos violenta y con mayores niveles de respeto por sí mismo y por los otros. Llevar a cabo esa ley significa no solo un cambio de cosmovisión de la familia, sino además alcanzar una sociedad decente o del respeto que intenta modificar, desde la infancia, ciertos esquemas de enseñanzas.

Todo esto tiene que ver con una orientación que se compromete a renovar las prácticas culturales respecto a la educación familiar. En este sentido, dicha “orientación” no obedece tan sólo a un discurso, sino también, al intento por cambiar el comportamiento de la ciudadanía.

El proyecto de una sociedad decente inicia, cuando el poder político y la ciudadanía se comprometen con ir más allá del ideal tecnológico y civilizatorio. Incluso, cuando lleva a cabo los requerimientos para los nuevos fundamentos de la solidaridad que tanto necesitamos en esta era digital y de la globalización.