Para concluir esta sección, deseo enfatizar que la cultura, como intercambio de significados, y la literatura, su expresión privilegiada, no tienen un valor intrínseco. El capital político determina, en última instancia -diría Carlitos-, en la República Dominicana, la formación del ethos de los agentes involucrados y la formación de valores que determinan los significados culturales y el canon literario. A través de la construcción de un ethos político, muchos intelectuales dominicanos utilizan diversas estrategias para acumular un capital cultural y simbólico. En este campo, hay quienes tienen mayor capital y otros, con menor capital, que buscan obtener mayor capital a través de favores y negociaciones. Bourdieu aplica la lógica del capital en los siguientes términos: aquéllos que tienen un gran capital buscarán conservarlo o incrementarlo y los que tienen un capital bajo querrán aumentarlo usando varias estrategias que pueden ser la adulación, los favores, o la crítica (moderada) para vender su silencio, tratando siempre de no ser excluido del campo cultural.

Muchas veces, el capital financiero y el capital simbólico son las dos caras de la misma moneda, ya que sus valores pueden ser intercambiables. Muchos intelectuales no sólo buscan prestigio, sino también prebendas en forma de dinero, pensiones gratuitas, publicaciones, premios, viajes pagados por el Estado y, siempre, una foto en primera plana. La vanidad, el individualismo, la rebatiña, la traición, la deslealtad, el provincianismo, la ambición y los procedimientos mafiosos caracterizan las prácticas en el campo cultural dominicano. El propósito de estos intelectuales, en el quehacer cultural provinciano, consiste en establecer, a través de su hegemonía, con el apoyo del Estado, su propio canon literario.

Antonio Gramsci propone el concepto de kulturkampf [lucha cultural] para explicar las luchas ideológicas en el campo cultural, en tanto que, en el contexto de una filosofía de la praxis, la cultura es política y la misma está ligada a una hegemonía (Cultura y literatura 47). En ese sentido, los agentes de la “clase política” o campo político, que ejercen la hegemonía, a través del Ministerio de Cultura, han creado en la República Dominicana un sistema de inclusión/exclusión. En el campo cultural, aquellos escritores que no comparten la camaradería de grupo o el “pensamiento único”, es decir, los mismos valores políticos y/o estéticos, se encuentran condenados a lo que Michel Morineau denomina “la cruauté d’être exclu” [la crueldad de ser excluido] (Citado por Bauman, La cultura como praxis 54). Lo contrario, “la douceur d’être inclu” [la dulzura de ser incluido] expresa el sentido de pertenencia a un grupo de intelectuales cuyas obras conforman la “lista oficial” de La Literatura Dominicana. En palabras de Bauman, “la crueldad de ser excluido . . . hace dulce la perspectiva de la pertenencia [que conlleva a] la búsqueda . . . de la confirmación autorizada de la identidad” (La cultura como praxis 347). El sentido de pertenencia identitaria promueve un imaginario eufórico en los escritores canónicos que, de esta forma, se sienten plenamente realizados, aunque su capital intelectual o epistémico sea inorgánico, es decir, que no tiene el aval de una obra importante, reconocida internacionalmente.

 Había dicho, y reitero, que los agentes del campo político determinan, en última instancia -siempre Marx-, la formación del canon literario dominicano, en el que los valores estéticos interesan menos que los ideológicos, por lo que la construcción del ethos se justifica en relaciones políticas y patriarcales como la amistad o el compadrazgo, y el hampa. Me interesa analizar tanto las instituciones culturales específicas, así como también aludir a los agentes concretos que han intervenido en la formación del canon.

Según E. Dean Kolbas, la palabra “canon” (del griego kanna: vara, junco; kanon: barra, regla para medir) designa un conjunto de obras literarias de “valor estético” y prestigio en un país o región del mundo, en un determinado período de tiempo (12). La palabra también se refiere a los libros sagrados autorizados por la Iglesia Católica. De ahí que la palabra “canonización” designe el proceso para elevar a una persona a la santidad. Tradicionalmente se han erigido “el tiempo” y los “valores estéticos” como los agentes abstractos responsables de fijar “universal” y “perennemente” la lista de libros canónicos. También se han señalado las instituciones del campo cultural, tales como, la universidad, la academia, la crítica literaria, y las editoriales como las responsables de decidir cuáles obras se incluyen y cuáles se excluyen en el canon. Sin embargo, algunos críticos olvidan que, en el campo cultural, el capital acumulado por los agentes proviene del campo político. En relación con esto, Willie van Peer señala que, “Seleccionar algo para incluirlo en el canon (y excluir otros) parecería ser un acto político en el sentido de la palabra. ¿No está siempre la evaluación relacionada con un fin o propósito, por lo tanto, ligada a decisiones políticas?… La “prueba del tiempo” se convierte en última instancia en una prueba del éxito de la clase dominante” (97; mi énfasis).

Es decir, que muchas actividades que se presentan como actividades del campo cultural, simple y llanamente, son “actos políticos”, en tanto la clase política busca “canonizar” escritores hegemónicos. Añade Van Peer, en sus reflexiones, que el canon constituye un instrumento para desestabilizar el equilibrio a favor de los intelectuales que están en el poder y reproducir así una desigualdad social (97).5 En otras palabras, la lucha por acumular un capital cultural y simbólico implica reducir, anular, el capital de otros agentes.

Barbara Herrnstein Smith, por su parte, coincide con Van Peer alenfatiza el carácter político del canon, cuando afirma: “Para las instituciones culturales a través de las cuales opera [el canon] (escuelas, bibliotecas, museos, casas editoras, juntas directivas, comités de premios, censores del Estado, etc.) son, por supuesto, todos manejados por personas (quienes, por definición, son aquéllas con poder cultural y también, frecuentemente, otras formas de poder” (155; énfasis en el original). Estas “personas”, a las cuales se refiere Herrnstein, son intelectuales concretos, que conforman grupos concretos en determinados campos y, sin embargo, se creen imaginariamente independientes, es decir, que creen que su “éxito” se debe a un capital simbólico, acumulado con méritos propios y a los valores estéticos de su obra. Al respecto, Gramsci ha expresado: “Estas diversas categorías de intelectuales tradicionales sienten con “espíritu de cuerpo” su ininterrumpida continuidad histórica y su “calificación” y por eso se creen autónomas e independientes del grupo social dominante. Esta autorrepresentación no deja de tener consecuencias en el ámbito ideológico y político, consecuencias de vasto alcance: toda la filosofía idealista se puede relacionar fácilmente con la posición asumida por el complejo social de los intelectuales y puede definirse como la expresión de la utopía social en cuya virtud los intelectuales se creen “independientes”, autónomos, investidos de características propias y exclusivas, etc” (Cultura y literatura 30; comillas en el original). Como se puede observar en esta cita, Gramsci reafirma la pertenencia de los intelectuales tradicionales al “grupo social dominante” y, por tanto, a la hegemonía cultural; intelectuales que, a través de la amistad y al ethos colectivo (esprit de corps), tienen propósitos u objetivos comunes, en general, en el campo cultural.

Continuará