Hizo falta la irrupción de la Internet para que la fuerza liberadora de la imaginación creadora hiciera posible entender a un gran número de personas en muchos de nuestros países que alguien que decía coño —o cualquiera de sus equivalentes— en un poema seguía siendo poeta, no “a pesar” del coño, sino casi siempre a causa del coño.

No obstante, el prejuicio estético, que no es otra cosa que el reflejo de un autodesprecio cultural, cuando no de un clasismo disfrazado de “clasicismo”, mantiene vigente la ideología de la lucha de clases a través del rechazo aparente de las “malas palabras”, aunque claro, esto solamente es así en lo que respecta a la literatura. En efecto, en la oralidad de nuestra alta clase media miamificada, se prestigia el hablar entre sus pares con franqueza y con todas sus letras a la manera en que se expresan los personajes de Rita Indiana, aunque eso sí: equivócate un día con ellos e intenta hablarles sin su permiso en ese mismo registro para que veas lo que sucede…

Redoblado por la gazmoña pacatería de nuestro proverbial provincialismo cultural, todavía a la altura de esta segunda década del siglo XXI abundan los señorones que pretenden convencernos de la superioridad de su gusto estético. No saben que hace por lo menos cuatro décadas que todos aquellos a quienes alguna vez nos picó el mosquito literario en la República Dominicana descubrimos que ese aparente “refinamiento” no es otra cosa que ignorancia de la que se vende por quintales.

Es casi seguro que ese tipo de personas no leyó nunca a Cela, ni a Celine, ni a Miller ni a Cabrera Infante, ni a Luis Rafael Sánchez ni a Emilio Díaz Valcárcel. Es más, ni siquiera se han enterado de que, de Ubú rey para acá, el mismo teatro encuentra en esa cantera que es la más procaz oralidad vernácula, como sucedía en las farsas medievales, sus mejores efectos humorísticos y la mayoría de sus mecanismos deconstructivos.

A pesar de su insistencia en propiciar la anacrónica perpetuación de un realismo de salón donde lo “criollo” se ve negado por el propio contraste que implica, comparada con las impostadas estampas bucólicas que a ellos les agradan tanto, la sorprendente proliferación de motoconchos, celulares, bachatones y puticlubs en la mayoría de nuestros espacios rurales, esos figurones aspiran a continuar imitando la idea que ellos mismos se hicieron una vez de lo peor de Cestero o de lo más desleído de García Godoy. Aunque nada de esto se compara con los efectos que produce el exceso de moralina autobiográfica en el campo de la poesía.

La insoportable impoesía es lo que lleva a muchos a intentar atornillar a lo real con pernos cada vez más grandes en el mismo centro del poema con el único propósito de lograr un día meterse con todo y ropa y posar públicamente en uno de esos selfies escritos. Parodiando a Roland Barthes, digamos que la mayoría de esos textos escritos desde el sistema de la persona no son otra cosa que las tristes ventanas por donde un sujeto encerrado en el centro de su propio circo narcísico intenta llamar la atención de unas sociedades que saben perfectamente de antemano que nada de lo que ellos y ellas digan vale realmente la pena.

En efecto, buena parte del desprecio contemporáneo por la literatura en general, y por poesía en particular, se originó en la antigua tradición de enseñanza que confundía la clase de Literatura con la lectura de resúmenes de la “vida” y la “obra” de los autores. A consciencia o no, esta confusión les inculcó a no pocos estudiantes el desprecio por sus propias vidas y por las de la mayoría de los autores vernáculos, que no eran ni “nobles”, ni “burgueses”, ni tenían “vidas de novela”, ni, como decía León Felipe, “abuelos que hubieran ganado una batalla”. Luego, a muchos de ellos terminarían remachándolos la moda de los biopics, de la cual escaparía, sintomáticamente, la casi totalidad de nuestros poetas y escritores dominicanos.

Es así como la impoesía, es decir, la escritura impostada, la impostación de un Yo atrofiado, terminó bailándose precisamente ahí, en ese sistema de inclusión/exclusión que es el dispositivo que mantiene vigente entre nosotros la búsqueda neurótica de la “universalidad”, a través de la cual se llega de un solo brinquito al desprecio por todo aquello que huela a “color local” y a “tercermundismo”.

Ignoran quienes esto hacen que esos valores de “universalidad” y “trascendencia” no son más que principios ideológicos que funcionan como dispositivos de reducción de cabezas en el campo de la política cultural. Y si bien es posible decir, como dijo Pablo Mella en cierta ocasión, que “Quien esté libre de colonialidad tire la primera piedra”, siempre será mejor dedicar nuestra vida a nuestra propia liberación, si no colectiva, al menos personal, que intentar consolarse diciéndose que el hecho de que nos aqueje un mal que es de todos hace menos grave la parte que nos afecta.

El impoeta cocina al bebé en el agua de su misma bañera y luego se lo come, eructa y se va, pues el bebé en cuestión no es otro que él mismo, el hijo de la Era del Mercado. El mercado, lo sabemos, es como aquella señora que nos describía Luis Thonis, la cual: «[…] moja más contenta / su té ante la noticia / de un terremoto / siente cada víctima como una ofrenda suya / las escenas de un deleite prometido». Por eso, ante el altar del mercado comulgan incluso los ateos.

También por eso, los poetas contemporáneos se fagocitan mutuamente. Aunque muchos de ellos ni siquiera se enteran todavía, sus ánimos quedaron marcados por el hierro rojo de la política populista del siglo XX, es decir, por ese reflejo que los condiciona a masificarse, “amuchándose”, para así disimular su propia insignificancia. Esos deprimentes espectáculos equívocamente religiosos (¿habrá notado alguien que sin fe es imposible incluso concebir la existencia misma de la poesía?) que son los recitales contemporáneos de poesía están diseñados para que cada poeta se trague al siguiente y al final solo quede la metáfora de una boca súbitamente enmudecida que se devora a sí misma.

Desde ese punto de vista, sigue resultando curioso, no obstante, que algunos sujetos acepten asumir, activa o pasivamente, el rol de poetas, sobre todo ahora que, con cada día que pasa, todos nos vamos haciendo menos poetas y más impoetas.

En efecto, ahora que por fin se ha terminado de perder el viejo mal hábito de considerar al poema como una especie de “bicho raro” epistemológico, como una “desviación” estilística o como una “función lingüística”, ahora que tenemos una poesía venida a menos, ya no importa casi nada lo que se dice en un poema, como tampoco importa casi nada la manera en que se dice, si es breve y deja mucho espacio en blanco sobre la página o si la portada puede mercadearse más o menos bien.

Hoy, en efecto, la poesía puede ser cualquier cosa que usted quiera. Para mí, por ejemplo, es la forma en que cualquier ser humano puede valerse —si se lo propone, aunque no de cualquier manera— de esa facultad antropológica y por tanto común a toda la especie humana que es el lenguaje, para introducir un dato que no estaba previsto en el sistema de lo real.

Es por eso que la poesía puede expresar todos y cada uno de nuestros errores existenciales, convertir en atrocidades todos nuestros aciertos, maquillar nuestra inmundicia hasta hacerla parecer apetecible o demostrar que hay más dignidad en poner nuestra propia carne y vergüenza en pública subasta que en escribir (y publicar) poemas. Para ello, no obstante, lo único que necesita el poeta es estar a la altura de su propio lenguaje.

Se me ocurre que una máxima de los ocultistas encuentra aquí una aplicación ejemplar. La máxima en cuestión la leí hace décadas en un libro de Max Heindel y dice: «Nadie puede habitar un cuerpo más eficaz que aquel que puede construir». De la misma manera, nadie puede aspirar a escribir un texto más eficaz que aquel que su grado de conciencia le permite escribir. A esto es a lo que se le conoce como la homogeneidad entre el Decir y el Vivir.

Al impoeta, no obstante, le da lo mismo si se le olvida algún password, si viola algún acápite del código social o cultural o si toma tres veces el camino de vuelta a la misma casa a la que siempre termina abandonando. Apretará por igual la tecla de enter; ni siquiera pensará en excusarse por su torpeza, sino que dará rienda suelta a su discurso y expresará por este o por cualquier otro medio a su alcance su manera de ver las cosas, como alguien a quien le da lo mismo quedarse o no en esa casa de la que nunca podría marcharse realmente, pues, a decir verdad, nunca estuvo realmente allí.

De hecho, toda su vida, como su escritura misma, no es más que el fruto de esa impostura sistémica que pertenece al mismo tipo de las supersticiones, las neurosis y las psicopatías, y lo peor es que, aunque aquello que resulte de esa labor de estraperlo no sea ni siquiera de su propio agrado, igual lo considerará digno de obtener el más apetecible de los premios, y no vacilará en llamar “ignorante”, “fresco” o “atrevido” a cualquiera que pretenda lo contrario.